Arte, censura e interrogatorios en la nueva película de Armando Capó

Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.

Arte, censura e interrogatorios en la nueva película de Armando Capó

20 / febrero / 2024

Cuando el personaje interpretado por Damián Alcázar en El infierno (Luis Estrada, 2010) baja del autobús cerca de un caserío indigente en medio del desierto, el espectador capta de inmediato que se trata de una narrativa del regreso. El regreso al pueblo natal está marcado por el viaje simbólico de la modernidad a la barbarie. El personaje es deportado desde Estados Unidos a México luego de 20 años de vida en EE. UU., pero el luto que implica el desajuste existencial desaparece cuando debe enfrentar los nuevos retos que el pueblo le impone. Si bien El Benny subsistió dos décadas de trabajos precarios, discriminación por su estatus migratorio e imposibilidades para alcanzar una justa movilidad social, lo anterior es un paraíso en comparación con el caos, muerte y destrucción que encuentra tras su retorno.

El filme de Luis Estrada vino a mi mente luego de ver el último trabajo de Armando Capó. Si bien se trata de personajes y contextos diferentes, ambos se sitúan desde la perspectiva de un sujeto que regresa para sufrir la dinámica de pueblos y comunidades poco privilegiados. Lógicamente, a ambos directores les interesa explorar los lugares deslocalizados, apartados de la centralidad y de los espacios de movilidad urbana, pero lo que más importa es la forma en que el sitio de enunciación posibilita una crítica de la superestructura política de sus respectivos países.

El regresado es una coproducción de Rosa María Rodríguez (Gato-Rosa Films) y Wajiros Films, aunque también se realizó con el apoyo del Fondo de Fomento para el Cine Cubano —un presupuesto del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (Icaic) y del Ministerio de Cultura—. Desde el título, Capó y su equipo dejan claro que más que la acción de regresar, lo que les interesa es el sujeto que regresa. En efecto, la transformación de la palabra en un participio —regresado— remite a un estado final, a una especie de culminación de un viaje o de una experiencia en curso.

Se refiere a la culminación de los estudios en la escuela de arte de Holguín, desde la cual Armando Pérez Porras, alias Mandy (Julio Hervis) —el protagonista—, regresa a su natal Gibara para ejercer el servicio social. Si bien el filme de Capó no tiene nada que ver con el ambiente de guerra entre cárteles y el Gobierno de Felipe Calderón en México —como sucede en El infierno —, es posible percibir otro tipo de guerra, más silenciosa y menos evidente. En ese sentido, el filme sustituye el agitado panorama de violencia y narcotráfico de aquella por el ambiente macabro de la calma revolucionaria, llena de mediocres agitadores políticos, agentes de la Seguridad del Estado, carteles propagandísticos decadentes y un ambiente de reafirmación ideológica que sume la realidad en el más profundo desasosiego.

Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.

La Gibara representada en el filme de Capó tampoco se parece al caserío desolado en un espacio fronterizo con Estados Unidos que vemos en El infierno, aunque se llega a captar el abandono de un sitio que antes fue maravilloso. La fotografía de Nicolás Ordóñez enfatiza las glorias visuales de la ciudad, el malecón y el túnel. En contraste con los planos de los viejos caserones coloniales semiderruidos o de las ruinas majestuosas del teatro, la cámara nos presenta relajantes vistas del mar y del cielo despejado y enfatiza el azul intenso de las costas caribeñas. Desde distintos ángulos aparece el espacio mágico en que un árbol solitario luce imponente al final de una formación rocosa, como si el realizador esbozara una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza en contextos políticos problemáticos.

El filme está estructurado, además del dilema del regreso, sobre la base del coming of age, un género narrativo que se centra en el crecimiento y desarrollo de un personaje, por lo general desde la adolescencia hasta la adultez. Capó había mostrado interés por este tipo de estructura —lo hizo en Agosto (2019), su primer largometraje de ficción—. Pero a diferencia del adolescente de 14 años de Agosto, en El regresado el personaje es un joven que transita desde la vida estudiantil a la laboral y que muestra su viaje desde la perspectiva ingenua, enajenada e inocente de las universidades cubanas hacia una comprensión más madura de sí mismo y del mundo que le rodea. Mandy enfrenta desafíos que son fundamentales para su desarrollo, como el regreso a la convivencia familiar y a las responsabilidades del trabajo, aunque Capó y su equipo no pierden la oportunidad de sumar otros resortes usuales en las narrativas del coming of age (la desilusión amorosa, la pérdida de un ser querido —su madre— o la búsqueda de una identidad).

Como parte del crecimiento del personaje, las figuras de autoridad tienen una particular relevancia. En el filme, el tutelaje se lo disputan el padre, el director municipal de Cultura y León, un viejo pintor del pueblo venido a menos. Si bien la relación con el padre (Edel Govea) está mediada por la prematura muerte de la madre, hecho que genera tensión y desacuerdos en la convivencia, este le da algunos consejos y también le impone ciertas normas de conducta. Por su parte, Diosdado (Eduardo Martínez), el director de Cultura, representa el tipo de funcionario demagógico que pone el servilismo político por encima de cualquier principio estético. Su relación con Mandy, más que la de un jefe y su subordinado, se enfoca en la construcción de un perfil «revolucionario» —se esfuerza en transformarlo en un individuo sometido, poco imaginativo e incapaz de ejercer una crítica—. Diosdado le ofrece trabajo a Mandy de inmediato en el mundo del arte, pero no para ejercer como pintor, sino como director de la galería municipal. De esta forma, intenta inmovilizar las capacidades artísticas en pos de transformarlo en un funcionario como él.

León (Luis Alberto García) se convierte en el único asidero del protagonista en el mundo de la pintura. Si bien sus consejos son estéticos —el uso de los colores, aprender a cómo pintar la superficie del mar, etcétera —, su imagen de artista no bienvenido en los círculos sociales del pueblo representa un ángulo oscuro para su horizonte profesional. De cierta manera, los personajes simbolizan tres caminos posibles para Mandy. A saber, convertirse en un profesional de perfil bajo e incapaz de cualquier acto de rebeldía —como su padre—, elegir ser un «cuadro» —como Diosdado, y traicionar el sentido de su vocación— o decidirse por el arte y volverse un apestado en la sociedad. Obviamente, la tercera opción tiene más que ver con su personalidad, pero no le agrada la idea de pintar para sí mismo y envejecer sin el reconocimiento público.

Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.

El otro horizonte que emerge a través de las figuras paternas es el político. Cada uno representa o la adhesión incondicional o la abstención silenciosa o la disidencia castigada. La política es una sombra que se expande a través de las interacciones de Mandy e interviene su espacio familiar, laboral y artístico. Tanto su crecimiento personal como la búsqueda de su identidad están mediados por sus afinidades electivas y las decisiones convenientes que toma en cada momento de crisis. Como si fuera poco, los años de comienzo de siglo estuvieron marcados por acontecimientos de impacto global como el ataque a las torres gemelas. Por un lado, las calles cubanas se llenaron de militares, los centros de trabajo redoblaron las acciones de simulacro y se recrudeció el trabajo político ideológico en los escenarios de interacción social mediada por el Estado.

El eco que tiene la movilización gubernamental en los pueblos varía en intensidad de acuerdo con diferentes factores, pero casi siempre está matizada por la ortodoxia, el extremismo y la incompetencia de las autoridades locales. El modus operandi de las instituciones del Estado en los municipios se debate entre los peligros de «lo que sucede en La Habana» y el acatamiento a «lo que viene de arriba» y genera la distorsión de un discurso político que presentaba deformaciones desde su enunciación. Así se puede comprender la reacción histérica del padre de Mandy cuando aparece una noche en su casa un divulgador del Proyecto Varela y viejo amigo de los años universitarios. Sin ni siquiera leer el programa ideado por Oswaldo Payá para hacer cambios en la Constitución, el padre expulsa al sujeto de la casa y le grita a Mandy que por escucharlo pueden perder la casa y el trabajo.

Otro momento definitivo en la formación política del joven artista ocurre cuando Diosdado ve por vez primera los cuadros que Mandy prepara para su exposición personal. Si bien el director de cultura había insistido en ver el trabajo artístico con anterioridad, la forma en que Mandy curó una exposición anterior con miembros del talento local lo había mostrado como sujeto confiable. Aunque en aquella ocasión el cuadro de Mandy lució como el más audaz de la muestra, su osadía descansaba en los atributos eróticos de un retrato femenino. Además, las palmaditas en el hombro del representante de cultura provincial en ese entonces le confirmaban a Diosdado la presunta confiabilidad en la joven promesa.

Ahora las cosas eran completamente distintas. Los cuadros de Mandy (pintados por Roger Remón) se mueven en una escala de blancos y negros y muestran a personas de diferentes tiempos y clases sociales reunidas a la manera de retratos de grupo. Tanto esclavos como representantes de poder o anónimas figuras políticas aparecen en una posición ceremonial, pero todos tienen los ojos vendados. La intuición de Diosdado le hace pensar que las pinturas tienen una carga de subversión intolerable y que exhibirlas le puede costar su puesto de trabajo y poner en crisis su influencia política. El funcionario es un amante de los paisajes pictóricos, pues simbolizan el deseado escape de la realidad política. Al recomendar el estilo a los pintores, pone por delante la neutralidad y los previene de lecturas en contra del Gobierno. Además, lo hace lucir como un sujeto no tan extremista, capaz de anteponer la estética a la política.

En cambio, en su mente los cuadros emplazan directamente al Estado, pues no solo la ausencia de color es un problema, sino también los ojos vendados, que pueden llegar a leerse como ceguera ante la realidad o falta de visión por parte de las figuras de la autoridad. Lógicamente, los cuadros serán incautados y el artista recibirá amonestaciones públicas y castigos ejemplarizantes. Incluso, hasta le llega una citación para el Servicio Militar, lo cual, de concretarse, significaría una violenta interrupción a su proyecto de vida. Todo el proceso contribuye a fortalecer o, en el peor de los casos, radicalizar la identidad de Mandy, convirtiéndose en claves de su autodescubrimiento.

Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.

Mandy sabe que León ha pasado también por situaciones similares en el pasado y por esa razón le intriga su capacidad de resistencia, así como la voluntad de no marcharse de una vez de un lugar en el que no es bienvenido. En una escena anterior de la película, cuando aún el joven artista goza de la confianza de su jefe, le propone a León montar una exposición con su trabajo. Aunque esto implique poner en riesgo su poco capital político, confía en que su concreción puede reivindicarlo, devolviéndole un éxito que nunca debió haber sido suprimido.

Lavar el honor del viejo artista implica, de algún modo, imaginar un horizonte profesional para sí mismo. Uno en el cual el arte y la política no tengan que ir de la mano, o mejor, en el cual el arte no tenga que ponerse en función de la ideología para sobrevivir. Sin embargo, León se niega de manera rotunda. Si bien le interesaría gozar de algún reconocimiento en el pueblo, su arte es su único bastión y no piensa entregárselo a las personas que lo han difamado y acusado de plagio y de «diversionismo ideológico» en el pasado.

León, a quien la Seguridad vigila celosamente, como si se tratara de un peligro para la supervivencia del Estado, ha dejado de interesarse en la fama y el dinero y ha encontrado en la pintura una forma de seguir viviendo de manera digna. «Lo único que quiero es pintar y que me dejen vivir», dice, y Mandy, sin darse cuenta, repetirá la frase más adelante en un gesto de conexión agónica o de invocación trágica. Si el joven artista se queda en el pueblo —parece sugerir el realizador— tarde o temprano terminará tan mal como su ídolo.

Hay otros encuentros en el filme que abren nuevos horizontes posibles para Mandy, como uno en el que un amigo de su edad lo invita a restaurar hoteles para ganar mucho dinero, conocer extranjeros y, eventualmente, poder viajar. También está el crítico de arte de la capital al que los funcionarios de cultura temen «porque publica afuera» y que le habla de mercado de arte y de galerías en Nueva York que deciden el carácter artístico de una obra. El cinismo frente al arte deja perplejo a Mandy, pues su inocencia le preserva una relación romántica con él. Finalmente, su relación sentimental con Vivian (Arianna Delgado), trabajadora del departamento de Recursos Humanos de Cultura municipal, representa la opción de una estabilidad a través de la paternidad, una posibilidad que no se concreta en la trama.

Uno de los momentos más dramáticos del filme sucede cuando el joven artista es interrogado por un oficial de la Seguridad del Estado (Jazz Vilá). Hay películas cubanas en las que este tipo de agentes tiene un peso en la trama, como en Fresa y Chocolate (1992) o en Santa y Andrés (2016), pero ellas no han explorado las dimensiones psicológicas, éticas y políticas en el contexto de un interrogatorio. El agente fluctúa, se muestra afectuoso en un momento y al plano siguiente luce amenazador, grita y habla de una condena en la cárcel. Le pone la mano en el hombro a Mandy en lo que parece un gesto amigable, pero luego golpea la mesa con furia. Como es lógico, el sujeto no se presenta formalmente, porque su individualidad no es tan importante como su profesión de represor. A la pregunta de «y usted quién es», el agente responde: «lo importante no es quién soy, sino que soy de los buenos». En las dinámicas que vulneran la integridad de Mandy, el realizador reflexiona sobre el Estado de derecho en el país, al tiempo que se preguntan si es justificable violar la autonomía de una persona para imponer lo que el Estado considera bien común.

El dilema que presenta la escena es que, si bien el Diosdado había sido la vía para canalizar lo que podría llamarse «verdad de Estado», el agente de la Seguridad es quien termina por representar la narrativa estatal. Diosdado temió que las sanciones a propósito de las pinturas subversivas de Mandy lo arrastraran también a él. En cambio, el agente dice que hasta podría ayudarlo a exponerlas algún día, en lo que parece no solo un alarde de poder, sino también una jactancia acerca de la flexibilidad de los aparatos de control.

Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.

Si las experiencias anteriores fueron amargas, el interrogatorio marca definitivamente a Mandy al punto de que entiende que ni siquiera le interesa pintar más y quiere que lo dejen en paz, como había argumentado León. El encuentro con el agente de la Seguridad lo impulsó a solidificar un lado de su identidad que permanecía dormido y que fue el momento decisivo para entender un poco mejor lo que esconde la «verdad de Estado» que funciona como narrativa para reprimir. Como en el filme de Luis Estrada, Mandy descubre que ha realizado un viaje al infierno, pero a diferencia de aquel, decide no convertirse en una de las piezas que mueve el engranaje infame. 

El regresado es un filme hermoso, es una historia de crecimiento que explora la búsqueda de una identidad como parte de los dilemas de un artista. Si bien en el comienzo comenté la conexión con el filme de Luis Estrada, quiero terminar mencionando su deuda con Retrato de un artista adolescente de James Joyce. Publicada por primera vez en 1916, la novela de Joyce es una exploración introspectiva de la conciencia juvenil y del proceso de maduración del personaje. Pero al mismo tiempo, la obra construye un perfil autobiográfico de su autor, quien rememora la forma agónica en que la religión, la sexualidad, la política y la estética calaron su personalidad. Es posible que, como aquel aspirante a escritor de la novela, el joven artista de la película de Capó sea un reflejo de la juventud de su director.

Al igual que el personaje, Capó estudió en la escuela de arte y creció en Gibara. Sin embargo, lo que realmente atrapa el aliento autobiográfico tiene menos que ver con los detalles evidentes y más con la recreación de una visión de mundo, con la representación del duelo entre un contexto político opresivo y la búsqueda de una libertad en el arte. El guion, escrito por Laura Conyedo, logra atrapar el conflicto experimentado por un artista en formación, pero como en la novela de Joyce, no solo desea convertirse en un retrato detallado de la sociedad y del tiempo que representa, sino que además desea generar sus conexiones con el presente y con el porvenir. Aquel contexto de inicios de siglo que aparece en el filme, marcado por el delirio de campañas masivas por la devolución del niño Elián o la libertad de los cinco prisioneros políticos acusados de espionaje en Estados Unidos se convierten en claves para entender la devastada realidad del presente.

Solo quedaría por ver si la historia de censura que aparece en la trama termina configurando el destino de una película que aún está dando sus primeros pasos. Si bien tuvo la exhibición del primer corte en Ventana Sur —el mercado más importante de contenidos audiovisuales de América Latina— aún queda por ver cuál es la reacción de los funcionarios culturales de la isla. La experiencia reciente con otras obras ganadoras del Fondo de Fomento —Vicenta B o La Habana de Fito (Juan Pin Vilar) — no es muy alentadora, pero cada nueva obra es una oportunidad para rectificar la torpe política cultural que practican las instituciones cubanas. Queda por ver si los funcionarios de la realidad terminan imitando nuevamente a los del filme, que ejercen su poder a través de la censura y la violencia. Quedamos atentos a la suerte que le espera al filme de Capó, deseando desde ahora que se pueda disfrutar en los cines de La Habana. 


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