Mi padre dijo muchas veces delante de mí, «la vida es más fecunda que la imaginación». Así de fértil ha sido conmigo en este último año, al menos en lo que se refiere a conocer gente buena y a hacer amistades que no podía prever.
Una de las personas que me ha alegrado la existencia ha sido Mabel Cuesta, a la que ahora entrevisto, no con afán de rebuscar en su obra literaria —que podría ser— o en su experiencia investigativa —que sería interesante—, sino para que me cuente cómo se lleva con Cuba, con sus símbolos, sus bordes toscos, sus bellezas y fealdades, su gente querida —nuestra gente—, su barrio, su provincia, sus recuerdos y vivencias.
Debo decir que Mabel me ha tratado con un cariño sorprendente, con una maternidad que me hace olvidar que es más joven que yo, con una ternura que todos y todas debieran recibir, con una dulzura de guarapo sin hielo que me permite disfrutar su amistad sin tener que esforzarme en quedar bien. Porque Mabel te brinda la comodidad del sillón de mimbre en el portalón sombreado.
Pero no es justo olvidar que Mabel Cuesta es una académica prestigiosa en la Universidad de Houston. Es poeta, ensayista, profesora y activista por la salvación de la patria, a la que ella prefiere sentir y entender como matria.
Mabel, ¿qué te queda en Cuba? ¿Por qué viajas tanto a la isla, además de porque te da la gana?
En Cuba están mis mujeres. Es decir, mi abuela, mi madre, mis tías. Las responsables de mi vida y mi crianza. Hace un par de años estaban todos mis primos, ahora solo queda una. Una a la que jocosamente decimos que «hemos dejado de guardia en el geriátrico», porque los primos se han ido marchando poco a poco. Tengo amigos entrañables (también en estampida, pero algunos quedan). Tengo una casita frente a la bahía que me hace soñar con un futuro que me roba cada nueva edición del periódico Granma.
Y finalmente tengo muchas esquinas que me conocen tanto como yo a ellas. Mira, aquí me abrí perro hueco en la boca y en la pierna tratando de montar bicicleta. Mira, allí canté con los ojos cerrados las canciones de Raulito Torres cuando era mi amigo y no un fantasma de sí mismo. Mira, mira, aquí me pusieron la pañoleta azul y después la roja. Así la cosa… Rara, porque no soy en general una persona nostálgica; pero sí bastante memoriosa y, bueno, Matanzas es la ciudad que hizo Dios el día en que le tocaba descansar, por eso salió tan bella. Si no me crees, pregúntale a Marta Valdés, ella fue quien nos lo cantó.
¿Para ti Cuba, los cubanos y cubanas, nuestra cultura quedaron en el Caribe o los trajiste contigo?
Cuba es una ceremonia y por lo tanto es portátil. Como un anuncio de los ochenta que promocionaba un concierto de la orquesta Yaguarimú (una de Matanzas, claro) y en el mismo cartel se leía «tarima: donde la pongan». Cuba está conmigo (donde yo la ponga), porque quise arrancarla de mí cuando era demasiado tarde. Irse es un modo de desprendimiento. Una ritualidad dolorosa que pretende acercarse al olvido, acaso y simultáneamente, al renacimiento. Pierdes para ganar o eso te cuentas. Yo quise hacerlo, pero no salió. De pronto estaba en Madrid, en Nueva York o en Houston hablando de la maldita islita todo el día. Piensa que te piensa en ella. Fue entonces que la abracé bien y empecé, tipo tarima, a llevarla más conscientemente a cualquier recodo del camino. Cuba no necesita ser ese espacio físico y constreñido que las políticas nacionalistas quieren enseñarnos. Hay que mirar de cerca a Martí, a Emilia Casanova e incluso a Félix Varela. En ellos están todas las respuestas y las mutaciones imaginarias de la idea abrazadora y abrasadora que es ser de algún lado.
¿Escribes sobre Cuba, con Cuba o para Cuba?
Sí, sí y sí. No sirvo para nada más. Y eso está bien. Camino por Nueva Orleans buscando los portales de los pueblos de Matanzas y por el paseo de la playa en Tel Aviv pensando en lo bonito que se vería ese mismo diseño para las aceras del malecón y las de Varadero. Si digo esto que parece que se salta fuera de tu pregunta es porque escribo lo que camino. Aunque siempre estoy buscando aventuras, me resulta incontrolable en esos juegos no pensarla y escribirla… ah, otra cosa: ella es mi novia. Una novia ariscaaaaa, ay, qué arisca; pero irresistible.
¿Tu amor por Cuba te hace sufrir o te hace gozar? ¿Cómo quisieras que fuera Cuba para tener ganas de volver a vivir allá?
Sufrir mucho. Todos los días. Abro el Granma y se me viene el arsenal de malas palabras que sé y que son muchas. Abro Facebook y veo las denuncias de los activistas, y lo mismo. Es durísimo sentir vergüenza y rabia por el lugar que tan presente tienes, que es acaso parte de tu ADN. Pero mentiría si dijera que no me la he gozado. Su música lo primero. Cuba dentro de un piano (ese magnífico disco de José María Vitier) me recuerda casi todo lo bueno que la isla produce desde cualquier esquina. Las danzas de Cervantes. La clave que, según el escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, hace que los niños desesperados paren de llorar en los aviones. La cadencia al bailar. Los gesticos pillos y sarcásticos que casi todos sabemos usar en el momento adecuado. Tu sorna en una noche de Miami haciendo cuentos del barrio es una de las Cubas más entrañables que me voy a llevar y que me he gozado como nadie sabe (ni tú). Ver a la gente devorar mis croquetas que al lado de las de cocido español no son nada especiales; pero que sé por qué les gustan, porque saben a carne, carajo. Todo eso y un millón de besos y de orgasmos más han sido gozo; han sucedido en la Cuba física y también en la portátil.
Y sí, sé cómo es el país al que volvería. Uno donde nadie tenga miedo de pasar la línea de casetas de migración. Ni al entrar ni al salir. Uno con Robertico Carcassés dándolo todo en La Piragua mientras maldice al Gobierno de turno y diez cuadras más pa’rriba un grupo de compañeros celebran el aniversario X del asalto al Moncada… y que todo esté bien. Uno de donde no se hubieran ido o estén locos por irse los muchachos que durante la crisis de la COVID-19, exactamente en julio de 2021, me escribían al privado del Facebook diciéndome solo esto: «no tengo medicinas ni dinero, pero soy joven, tengo bicicleta y puedo ir a repartir antibióticos adonde usted me mande». Niños que no me conocían de nada, pero que alguien les había dicho que yo tenía medicinas para repartir… Uno donde los ancianos puedan vivir humilde, mas dignamente con su chequera mensual, porque para eso cotizaron y contribuyeron a las arcas del Estado durante sus años productivos. Uno en el que tú formes parte del Tribunal Supremo de Justicia después de que hayas sido escrutinado como corresponde y un par de arrebatados religiosos también y un gay y una lesbiana y algunas mujeres negras porque sí, porque se lo merecen por su talento profesional; pero porque quien más se lo merece es la gente de la base que necesita saberse representada. Lo anterior a nivel de Tribunal, Congreso, Senado… Tengo más ideas, pero se resume a una sola cosa: democracia ya.
En tu experiencia en Estados Unidos, ¿tu cubanía ha sido piedra en el zapato o cometa izada alto?
La pregunta se me ha hecho muy difícil. La única respuesta honesta que puedo darte es que no lo sé. O acaso «depende».
Es que más que «la cubanía» hay cosas que sí han sido piedra. Hablar inglés con acento es una (¡ay, las caras!); no querer, no darme la realísima gana de escribir artículos académicos en inglés porque lo considero una forma muy colonizada de actuar (habrá quien te diga que es flojera y yo le diré que sí, claro); o quedarme aturdida y sin saber qué responder cuando la camarera o el camarero de X restaurante te ofrece 12 tipos distintos de pan en un desayuno, han sido temitas incómodos. Pero ciertamente no relacionados con mi ser de la isla, sino mejor con mi no ser de aquí o hasta con mi ser de barrio obrero.
Quizá la cosa más dura que he tenido que desaprender ha sido la mala política de la sinceridad… Eso de decir lo que una piensa, ese barbarismo de dar tu opinión sin que te quede nada pendiente… ¡Uy, no! ¡Caquita, nené! Pero creo que a españoles y argentinos les va igual de mal que a mí.
Lo del cometa izado, tampoco. Las únicas veces que he sacado una bandera cubana ha sido cuando han ganado los Astros de Houston y Gurriel y Álvarez anotaban. Pero eso es porque el deporte me pone irracional, luego regreso a mi ser que sabe comportarse y me digo: «mija, qué chea».
En fin, creo que te he demostrado con creces y hasta con heces que no sé responder la pregunta.
Las croquetas que haces y que he probado ¿tienen un toque cubano o has roto con el comino y el ají cachucha para siempre?
Eso lo respondí; pero aquí un nuevo giro: mis croquetas no son comida, sino gesto de hermanita mayor que quiere que todo el mundo coma rico hoy porque mañana quién sabe qué diablos viene. Romper con el comino y el ají cachucha me parece una provocación que me haces porque nadie puede ser bueno todo el tiempo. Ni siquiera tú. Así es que no, gracias, a lo Eleanor Roosevelt, «nadie me molesta sin mi permiso». Bai.
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