Cuando Daniela le dijo a su hija Lía que la acompañaría en el viaje y se quedaría junto a ella el tiempo que hiciera falta, a la joven se le aguaron los ojos. Quince años atrás, Daniela de veintitantos, había hecho el recorrido desde Cuba hacia Italia convencida de que podría darle un mejor futuro a su hija. En aquel entonces era una guajirita, recién llegada a La Habana y vio en la capital cubana la única oportunidad de encontrar una mejoría económica. Sin embargo, terminó para su asombro en una urbe italiana; luego de aquel casamiento con el hombre de las flores rojas que ella fue regalando a sus vecinas cuando iba camino al solar.
Por Sandra Abd´Allah
Aprendió la lengua, trabajó, cotizó y se naturalizó italiana. Se divorció, se volvió a casar, parió, construyó una vida.
Pero ahora se trataba increíblemente del viaje inverso: regresar a tierras americanas para ayudar a su hija en el destino que había elegido para ambas. Hacer realidad el sueño. Y hacerlo pronto porque quién sabe si peligraba el “pan de piquito” que para los cubanos es poner un pie seco en territorio de los Estados Unidos.
La decisión ya había sido tomada y Daniela lo sabía. En un principio se le dobló la vida. Insistió la muchacha: “Me voy al único lugar donde tengo las puertas abiertas”. Era hora de estudiar, ganar en estabilidad, no tener que estar casi clandestina en Suiza, donde su residencia italiana no le servía para nada. Era el momento también para pensar en el bienestar futuro de la familia. Aceptó.
Daniela se convirtió entonces en un astro en esto de tejer historias, hilvanar hechos y anticipar diálogos. Todo fue planificado al dedillo: partida, dinero, documentos, razones incuestionables -por si la Migra nos para en Tijuana- y también una carta a un rector de no sé cuál universidad, por si las moscas. Cada paso fue milimétricamente concebido. Se la aprendieron letra por letra.
La despedida con Albertico, su hijo menor, fue contundente. Cómo es posible que con tan solo nueve años de vida se pueda pensar como diablo. “Vete mami, yo estaré con mi papá, mi hermana te necesita más que yo, cuando ella esté bien puedes regresar”. Un problema menos para Daniela, sencillamente.
En la travesía recorrieron una parte de Europa como quien se despide: Berna, Milán, París, hasta llegar al Distrito Federal en México. Luego Tijuana donde Roly, su amigo de Facebook les esperaba.
Sumando segundos y minutos contaron 33 horas de viaje, aeropuertos, carreteras, espera e incertidumbre. “Somos cubanas y queremos acogernos a la ley de ajuste cubano”, dijo la madre tomando fuertemente a la chiquilla de la mano, ante las autoridades migratorias en la frontera con México.
Entonces sobrevinieron las horas más lentas que recuerdan haber vivido, en aquel lugar con puerta de hotel cinco estrellas -siempre abierta- separación entre las dos naciones del norte continental y que supone un mar de oportunidades para la gente de la isla.
Tanto nadar pa vivir en la (otra) orilla.
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