Municipio Regla tras el tornado. Foto: Geisy Guia Delis.
El día después del tornado
29 / enero / 2019
Cuando Sheila me llamó, 10 minutos después del desastre, todavía se notaba el terror en su voz. Disimuló todo lo que pudo mientras me contaba cómo los cristales de la casa estallaron, la fuerza con la que el aire movió las cosas dentro, cambiando todo de posición, instalando el patio y el cuarto en la sala.
Sheila está alquilada en un caserón en Diez de Octubre, no tiene pareja, toda su familia vive en Santiago de Cuba y yo, que soy la única amiga que tiene en La Habana, estoy a casi dos horas en guagua. Ambas sabemos que no es lo mismo estar en medio de un ciclón, de un sismo, de una crisis económica a causa del desempleo, que estar terriblemente sola durante un tornado. Porque esas son cosas conocidas, un tornado no. Un tornado solo tenía, hasta la noche del pasado 27 de enero, la fuerza dramática de las películas de Hollywood.
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Las personas que están en las calles del reparto La Colonia, en Regla, no se ponen de acuerdo en la duración. Dos segundos, diez segundos, veinte segundos, dos minutos que se sintieron como si hubiesen sido diez. Sin embargo, todos coinciden en que el tornado empezó a las 8:10 p.m.
—Yo iba camino al baño, con un cubo de agua caliente. El ruido fue muy fuerte, pero breve. Cuando el techo de zinc se levantó sobre mi cabeza, cerré los ojos y pensé: “Me voy a morir con esta facha y este cubo de agua en la mano”. Después sentí la teja volando, doblándose en pedazos y recuerdo que me dio tiempo a pensar que cuando cayera me iba a rajar de manera ridícula y fea”.
Jankiel Arián no murió, la teja nunca cayó sobre su cabeza. Cuando se percató de que seguía vivo, salió descalzo a la calle a buscar a su madre. A sus 38 años no estaba muy seguro de lo que había pasado, la intuición desarrollada por las películas estadounidenses le decía que aquello había sido un tornado y en ese momento la dimensión del suceso le pareció que alcanzaba para que La Habana entera amaneciera derrumbada.
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Los trozos de ladrillos, cristales, lozas de baño están revueltos en lomas y lomas de escombros que pocos se atreven a enfrentar. A los vecinos de Papín se les desbarató el segundo piso de una casa que apenas llevaba un mes de construida. Ellos están ahora en el Mariel, fueron a dejar a sus dos niños pequeños con unos familiares. Papín y otros vecinos les están haciendo el favor de tirar los pedazos de paredes a la calle para que el buldócer se los lleve. Dice Papín que así dolerá menos.
En la misma calle, Alberto Álvarez, hay al menos 4 derrumbes parciales. Las mujeres son las que más limpian, hay demasiados hombres en shock que concentran todo su esfuerzo en cosas simples y hasta inútiles, regar una planta, fotos, consolar a los gatos, cruzar las manos sobre la cabeza y decir que está muy duro empezar de cero.
Naylett explica que no tiene sentido llorar, lamentar nada. —No he parado en todo el día. Tengo que cocinar para mis dos hijos, que están vivos y eso es lo que importa.
El tornado le llevó el techo, levantó y regó por toda Regla sus pertenencias y dejó intacto el San Lázaro en la pared. Esto me lo cuentan Lucy y su hija Eliza. Aprovechan también para hacer su historia, sacuden los brazos imitando los temblores de su casa. Señalan en el suelo las tejas de menganito, la reja de fulanito, la tapa de la lavadora de la vecina, lavadora que salió volando y que aún no aparece en los alrededores.
—Este año viene caliente. ¿Viste lo que dice la Letra del Año sobre los desastres naturales? –me pregunta Lucy–. Yo soy religiosa y estoy preocupada.
Lucy anda con unas botas de trabajo muy toscas. Tira agua en la sala. Acomoda trastes mientras espera a su esposo que fue a buscar galletas, pan y refrescos, porque no hay electricidad y nadie sabe cuándo volverá. Me presenta a su vecina Idalmis. Dice Idalmis que su hija estaba en la calle cuando vio la bola roja que era el tornado arriba de la casa. Su hijo de 20 años volvía del trabajo con tres amigos cuando el tornado le voló encima y tuvieron que refugiarse detrás de un contenedor de basura. El contenedor no aguantó, empezó a correrse y los empujó a ellos cuatro. Su hijo tiene un golpe en el hombro, una costilla lastimada y rasguños en la cara, pero uno de los que andaba con él se dio golpes en la cabeza y está grave. El hijo de Idalmis salió con su hermana a cargar los teléfonos celulares, pero Lucy asegura que fue así, que ella vio los golpes.
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Entramos a Regla por la zona de La Embajada. El chofer del carro en el que yo iba apagó la música y paró en seco.
—Te voy a dejar aquí, no puedo ver este dolor y esta miseria –me dijo.
Los policías hacían una especie de cordón impenetrable en esa calle. Nadie entraba, nadie salía. No hubo fotos, ni bromas, ni muchachos curiosos. El ruido de un helicóptero se hacía cada vez más fuerte sobre mi cabeza.
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