En un artículo de 2018, el escritor Jorge Fornet se lamentaba de la involución que había representado en los estadios de pelota cubanos cambiar el histórico «¡ampaya, cuchillero!», por el grosero «¡ampaya, hijoeputa!». El texto, centrado en el conocido epíteto de «palestinos» (acompañado de obscenidades) con el que las muchedumbres de La Habana suelen referirse a los jugadores del oriente del país, ahondaba en las derrotas lingüísticas, pero sobre todo humanas, que se han extendido como la mala hierba en la isla.
Citaba Fornet al sarcástico De Quincey: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse».
Me vino a la mente esta referencia cuando vi el repugnante video en el que cubanos radicados de Madrid agreden, en un establecimiento de comida rápida, a Israel Rojas y a sus colegas del grupo Buena Fe. Gritos. Empujones. Manotazos. Amenazas. Guapería barata. «Sal pa' fuera, gallina. Aguántame que lo mato. La tuya por si acaso…».
Todo, supuestamente, para adversar a un rival político y reprocharle en público su apoyo al régimen totalitario.
Todo, pensemos, en nombre de la Libertad.
Pero todo mal, muy mal, desde que para defender la libertad se emplean las mismas bajezas de los que la prostituyeron y de los que han tiranizado al pueblo.
No cometo la ingenuidad de equiparar todas las violencias. Si bien cualquiera es condenable, por sus funestos resultados, no todas se originan de la misma fuente ni tienen los mismos alcances en las vidas de los individuos, las familias y las naciones.
El acto de repudio es un vergonzoso mecanismo caro al bloque Partido/Estado/Gobierno cubano de las últimas seis décadas. No hay proporción equivalente entre uno, con movilizaciones masivas, recursos y coordinación de fuerzas e instituciones para humillar y anular públicamente a ciudadanos indefensos y la agresión que un grupo de emigrados en cualquier parte del orbe puede ejercer contra los que considere voceros o simpatizantes de ese bloque dictatorial.
Como tampoco pueden trazarse paralelismos exactos entre la rodilla del policía estadounidense que ahogó a George Floyd y el puño de cualquier negro de ese país proyectado en un momento de furia contra un representante del poder que los discrimina. Un golpe tiene detrás toda una maquinaria estatal represiva; el otro, apenas la indignación de minorías.
Dicho esto, hay que luchar sin descanso porque ninguno de los dos se produzca. Y porque la emancipación y la justicia lleguen de manera civilizada, jurídica, como corresponde a seres pensantes después de milenios de cultura. ¿Que suena demasiado idealista? En efecto. Pero también sonaron utópicas en épocas pasadas las que hoy son conquistas de la equidad y la fraternidad en muchos países.
Buena Fe tiene tanto derecho a apoyar al sistema que desee como los emigrados cubanos de cualquier signo a adversarlo. Cada uno, obviamente, debe afrontar las consecuencias por ello: críticas, rechazos, boicot; incluso, cuando sea el caso y con los debidos procesos, las demandas legales que correspondan.
Salvando las distancias, ¿qué hacemos entonces con los millones de estadounidenses que apoyan a Donald Trump, personaje que rezuma misoginia, xenofobia y otras tantas linduras? ¿Los llevamos a todos a un paredón de fusilamiento?
La violencia se extiende en Cuba y su diáspora. También en el mundo ancho y ajeno. Es una pandemia terrible, para la que no parece haber muchas vacunas. Sin embargo, el contagio puede y debe evitarse.
Hace poco, a propósito de la execrable escena en la que dos policías golpeaban a un joven en Ciego de Ávila al son de la proclama «Yo soy comunista, qué pinga es…», la profesora Alina Bárbara López escribió: «Cuándo para defender una ideología o una tendencia política, la que sea, hay que amenazar, humillar, golpear, arrastrar y degradar a otras personas; qué importa cómo se llame esa simpatía política, es una aberración, es antinatural y debe ser denunciada».
Lo mismo aplica, con sus debidas modulaciones y aterrizajes, para otros escenarios y situaciones de este cariz.
Adversemos. Discutamos. Confrontemos. Incluso, con la mayor vehemencia. Pero siempre dentro del límite humano que convenimos en llamar civilización. ¿No era de eso que se trataban las prácticas democráticas? Lo demás, lo sabemos, es regresar a los tiempos en los que el problema entre cromañones se resolvía rompiéndole la cabeza al otro con una piedra. ¿Es ese el horizonte deseable?
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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