Danny es un “luchador”. Hace 6 años terminó noveno grado y dejó los estudios. Pronto comenzó a buscarse los pesos manejando un bicitaxi. Como no tenía la mayoría de edad requerida para trabajar (16 años) trabajaba “por la izquierda”, sin licencia ni protección.
Era lógico que siempre tuviera los inspectores encima. “Los tenía todo el tiempo arriba de mí, poniéndome multas y en varias ocasiones dormí en el calabozo de la estación de policía. Cuando tuve la edad nunca me ofrecieron una licencia”, recuerda.
Para intentar una vida un poco más tranquila (y como estudiar para él no es una opción) Danny consiguió una licencia de “carretillero”, esos vendedores ambulantes de productos agrícolas que han resurgido por cientos en el país después de la reapertura al trabajo privado.
Sus asuntos con la ley son tensos. Sobre todo porque alega que en los municipios donde trabaja han puesto límites al número de licencias que entregan. Oficialmente no se dice nada, pero cuando ha solicitado el permiso le dicen que están “congelados”, que ya se llegó al límite de lo que el territorio puede admitir. Y Danny no entiende…
“¿Qué es lo que quieren? ¿qué uno robe? Terminar en el tanque (la prisión) no puede ser el camino”, me dice.
Con ciertas “ayudas” (sobornos) Danny consiguió finalmente su licencia de carretillero. Aunque la categoría de Trabajo por Cuenta Propia que lo ampara permite la venta de casi todos los productos agrícolas, este joven vendedor se “especializó”
“Me decidí a vender solamente col pues no se echa a perder tan rápido. Una vez compré una caja de tomate en 300 pesos y cuando me percaté la mitad de la mercancía estaba podrida. Sin embargo, la col me puede durar entre dos y tres días”.
“Muchas personas agradecen que ya se las venda rallada y a un precio asequible, cualquiera mete la mano en su bolsillo y saca cinco pesos. Una col me puede costar entre 10 y 15 pesos, no obtengo grandes ganancias, pero me da para al menos alguna salidita los fines de semana”, explica.
Como Danny, muchos de los carretilleros que transitan hoy por La Habana Vieja han visto en la venta de col rallada una salida factible, una garantía a la hora de comprarle a los abastecedores que vienen desde otras provincias. Además, los inspectores estatales no les permiten vender ni yuca ni malanga ni otros productos con mucha demanda, por eso antes de correr riesgos el vegetal para ensalada es una tabla de salvación.
Danny trabaja casi todos los días de la semana de ocho de la mañana a seis de la tarde. Tiene apenas 21 años y tantos tatuajes como su edad. Ante la pregunta de si espera estar toda la vida vendiendo col rallada pone una cara dura, pero no duda en responder: “Yo lo que espero es irme de esta… isla”.
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