Por Laura Vargas

Mi historia con el feminismo no comenzó con teorías, sino más bien con miedo. La primera vez que me llamaron feminista no fue un halago, sino un ataque. Lo dijeron con desprecio, como si fuera una carga que me acompañaría toda la vida. Y por un momento, temí ser la «incómoda», la que siempre trae el tema de género a la conversación, de convertirme en esa persona a la que todos escuchan con una mezcla de paciencia y fastidio.

Pero el feminismo no llegó a mí como un despertar inmediato, sino como un proceso que está en constante evolución. Lo descubrí como quien encuentra un idioma que siempre habló sin saberlo. No se trataba solo de una postura política, sino de una manera de nombrar lo que por tanto tiempo había sentido sin comprender del todo.

Hace ya unos cuantos años se me ha definido con la frase «pon el tema que estoy en contra». Y aunque hay algo de cierto en ello, no es cuestión de oponerse por oponerse. Simplemente, no puedo callar ante lo que considero injusto. Crecer mujer en una sociedad que impone límites antes de que podamos imaginar otras posibilidades es una violencia que muchas asumimos como normal. Aprendemos a caminar con cautela, a medir las palabras, a entender que hay espacios que no nos pertenecen. Pero algo en mí decidió rebelarse.

Mikaelah Drullard diría que «el feminismo ya fue» y quizás sí, pero me aferro a él, creo que podemos avanzar, pero solo si desmontamos la idea de que el feminismo debe ser homogéneo, que no hablamos de una fórmula única ni de una receta prefabricada. Las injusticias que enfrentamos no son casuales, sino parte de una estructura histórica. Comprender esto es esencial: el feminismo no puede ser uniforme, porque las opresiones tampoco lo son. 

No podemos encajar en un molde que borre nuestras diferencias. Como bien dijo Audre Lorde: «No son nuestras diferencias las que nos dividen, sino nuestra incapacidad para reconocer, aceptar y celebrar esas diferencias». Cada quien debe encontrar su propio camino en esta lucha, pero siempre con un compromiso con la justicia y la liberación colectiva. 

El feminismo que necesitamos no puede limitarse a la experiencia de las mujeres blancas de clase media. El feminismo que necesitamos hoy es plural, como lo es la vida misma. Y plural significa nutrirse de las historias y resistencias de quienes han estado históricamente al margen: mujeres trans, racializadas, indígenas, migrantes, con discapacidad, mujeres pobres. Cada una de esas voces cuenta, y si no las escuchamos, estamos perpetuando una versión del feminismo que no es realmente feminista.

Y aquí entra una cuestión fundamental: no es una lucha exclusiva de mujeres. No estamos buscando cambiar un sistema para imponer otro donde los hombres queden fuera. El patriarcado también afecta a los hombres. Les exige esconder su vulnerabilidad, les impone normas rígidas sobre cómo deben comportarse y limita su capacidad de vivir plenamente su humanidad. Como nos enseñó bell hooks: «El feminismo es para todo el mundo», pero solo si lo entendemos como un proyecto colectivo que busca erradicar la supremacía de género y que tiene como fin la liberación de todos los sujetos oprimidos, sin distinciones.

Entonces, ¿cómo construimos ese feminismo por y para todos? La clave está en escuchar y reconocer la diversidad sin caer en una inclusión superficial. No se trata de crear un molde único, sino de aceptar que las luchas feministas son múltiples y, a veces, contradictorias entre sí. Implica reconocer que las opresiones no afectan a todas por igual y que las respuestas no pueden ser homogéneas.

Necesitamos un feminismo decolonial, que aprenda de experiencias fuera del marco occidental y que no sea un privilegio, sino una plataforma de justicia. Ser feminista no es solo un acto de empoderamiento personal; es luchar por un mundo donde los derechos fundamentales no sean privilegio de unos pocos, sino garantías universales. Donde las políticas públicas promuevan la igualdad y las voces históricamente excluidas sean escuchadas, valoradas y reconocidas en libertad.

Así que sí, un feminismo por y para todos es posible, pero solo si entendemos que ese «todos» no es uniforme. El reto está en construir un feminismo que no sea solo una teoría, sino un espacio de lucha. Un feminismo que no pida a nadie renunciar a su identidad, cultura o historia, sino que las celebre. Que no excluya, sino que abrace la diversidad, porque la libertad no es un privilegio otorgado a unos cuantos, sino un derecho que debemos defender para todos.

El feminismo no pertenece a nadie, sino a todas, todos y todes. Y si lo hacemos bien, puede ser el camino hacia un mundo más justo, libre e igualitario.

Este artículo es parte de una colaboración entre elTOQUE y 5min, una plataforma de discursos cortos que busca fomentar la conexión y reflexión en la ciudadanía cubana, sin importar dónde se encuentre.