Autorrepresentación, simulacro y virtualidad en Llamadas desde Moscú, de Luis Alejandro Yero

Captura de pantalla de video de Instar

Autorrepresentación, simulacro y virtualidad en Llamadas desde Moscú, de Luis Alejandro Yero

7 / diciembre / 2023

Hay un plano, casi al comienzo de Llamadas desde Moscú de Luis Alejandro Yero, que captura la esencia del largometraje documental estrenado en 2022 en la sección Cine Fórum del Festival de Cine de Berlín y recientemente eliminado de la selección oficial del Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. Allí, vemos a uno de los cuatro protagonistas recostado en un sofá, vestido con el llamativo abrigo rojo que aparece luego en otras escenas y otros cuerpos, mientras observa un video de Tik Tok en el que él mismo simula una actuación de «Bananza (Belly Dancer)», el conocido tema musical de Akon. La composición del plano es introspectiva, centrada en el personaje y su interacción con el contenido digital, aunque la centralidad del teléfono invita a privilegiar el simulacro del mundo virtual por encima de la realidad representada. De hecho, el plano muestra cómo la autorrepresentación del sujeto en el mundo de la virtualidad se ha integrado a la vida cotidiana, casi a la manera de una suplantación.

De forma general, Llamadas desde Moscú ofrece un ángulo fascinante del papel de las redes sociales y la comunicación digital en la vida de los emigrantes cubanos. En el documental se presenta a cuatro jóvenes cubanos que buscan rehacer sus vidas en Moscú, una ciudad marcada por el caos de la pandemia de la COVID-19 y los efectos de la invasión a Ucrania. 

Desde el inicio, la influencia de los medios digitales en la percepción de la realidad y la convivencia social se hace patente a través de la metonímica aparición de la Torre Ostankino en pantalla, especie de símbolo de la televisión y la radio rusas. Ese aspecto propio de una época globalizada e hiperconectada ha sido objeto de varios análisis en el contexto académico y de los estudios culturales. Por ejemplo, el filósofo Byung-Chul Han sostiene que el mundo material de átomos y moléculas se está disolviendo en un mundo de «no-cosas», en el que los medios digitales desdibujan la línea entre lo que consideramos el «mundo real» y nuestra existencia se vuelve más intangible y fugaz. Llamadas desde Moscú reafirma esa idea, al presentar a unos sujetos aislados físicamente, pero inmersos en un espacio digital que sostiene su identidad y conexión con sus raíces culturales. En ese contexto, Rusia funciona como un poderoso escenario narrativo que satisface y, de hecho, intensifica las necesidades del filme. 

Rusia, como lugar de convivencia de los personajes, es presentada no solo como una localización física, sino como un entorno complejo y multifacético que es tanto un refugio como un espacio de alienación para los cubanos que se retratan. La pandemia, el invierno hostil y la condición de migrantes vulnerables de los cuatro personajes los acorrala en una cotidianidad solitaria y una dependencia de sus dispositivos electrónicos. Los sobornos, el trabajo excesivo y la dinámica urbana sumergen a esos cubanos en las contradicciones que refleja tanto el pasado comunista como el capitalismo de mercado contemporáneo de la nueva Rusia. La dualidad funciona como espejo de Cuba, que también se encuentra en un estado de transición ideológica y económica. En ese sentido, la colisión entre las ideologías pasadas y presentes de Rusia brinda un paralelo con las experiencias de los personajes, que se encuentran desplazados y desafiados por los sistemas de valores en constante cambio. Esto se agudiza con el hecho de que los protagonistas son personas queer en Rusia, que es, enfatiza el realizador en entrevista con el crítico Dean Luis Reyes, «el país más homofóbico de Europa». Un contexto como ese facilita la indagación en las estrategias performativas de los sujetos contemporáneos y sus autorrepresentaciones en el mundo virtual.

Lingüísticamente, el ruso es un idioma ajeno a los personajes cubanos. Si bien la lengua se hizo familiar en Cuba durante el acercamiento político y económico con la extinta Unión Soviética, en la actualidad funciona más como dispositivo nostálgico que como estrategia de movilidad. En el filme, la barrera del idioma no es una simple dificultad práctica; es un símbolo del aislamiento y de la lucha por la pertenencia y la comprensión. La comunicación, o la falta de ella, se convierte en metáfora de una experiencia más amplia en Rusia, luchando por ser entendidos y por encontrar una voz en un mundo que es sordo a su lengua materna. 

En una escena, por ejemplo, aparece uno de los protagonistas estudiando ruso. Aunque después de escuchar y repetir frases básicas a través del traductor automático, «buenas noches», «nos vemos luego», «adiós», el joven se distrae de su actividad. Entonces, se detiene a escuchar traducciones al ruso de palabras que evocan otros territorios: japonés, inglés, francés, español… como una forma de exorcizar esa repetición de la isla en medio de su experiencia transnacional, como si quisiera utilizar el ruso como el vehículo para alcanzar un cosmopolitismo deseado, pero que las circunstancias de su migración le han negado. 

Ese deseo de una experiencia transnacional regresa en otras escenas. Allí uno de los protagonistas aparece vendiendo una amplia gama de productos farmacéuticos a clientes hispanohablantes. El cubano vende productos certificados en Bulgaria a clientes residentes en Bogotá. Esa cadena plurinacional solo es posible a través del mundo virtual, pero las limitaciones tecnológicas en Cuba obligan a que estos ciudadanos se marchen a sitios como Rusia para experimentarla. 

La síntesis de la geografía del vasto país euroasiático y la isla caribeña se produce en un pequeño apartamento de las afueras de Moscú, rentado por el propio Yero para su particular puesta en escena documental. Allí, Dariel Díaz, Daryl Acuña, Eldis Botta y Juan Carlos Calderón interactúan en las redes sociales, hacen llamadas por WhatsApp, escuchan noticias sobre Cuba y Rusia, y producen sus propios contenidos digitales. 

Como bien explica la académica Jacqueline Loss en un artículo aún inédito: «Si bien los individuos no se parecen entre sí, es difícil distinguir sus historias, porque todos están enmarcados por su comunicación telefónica o por computadora, principalmente con amigos y familiares que están en otros lugares, muy probablemente en Cuba; también con clientes online cuyo origen se desconoce; así como con un propietario en Rusia». 

Varios estudios de comunicación aseguran que la percepción de la realidad se forma no solo por observaciones directas, sino también por experiencias mediadas, como las proporcionadas por los medios masivos y las redes sociales. En el documental, la realidad de los protagonistas está en gran medida influenciada y formada por las interacciones y la información que reciben a través de los medios digitales. Esto es importante para entender la forma en que reconstruyen su propia identidad de migrantes en Rusia y su comprensión acerca de Cuba. En algunas escenas, los protagonistas escuchan fórmulas de éxito encapsuladas en el lenguaje entre plano y místico de un influencer; en otras, una mujer les provee estrategias y servicios para sobrevivir dentro del marco legal ruso. 

En particular, el concepto de falso consenso describe cómo las personas tienden a ver sus propias opiniones y comportamientos como normales y los de los demás como desviados, lo que puede ser particularmente relevante en un entorno digital en el que los individuos están expuestos a puntos de vista y comunidades que reflejan sus propias creencias y experiencias. En el caso de los cubanos, el impacto de numerosos youtubers y medios independientes de prensa ha sido determinante para reforzar la certeza de articular Cuba como un país arruinado por un Gobierno totalitario y corrupto, algo imposible de satisfacer a través de los medios oficiales que monopolizaron la esfera pública nacional.

Llamadas desde Moscú reflexiona sobre esta mediación a través de uno de los protagonistas, que escucha atentamente los argumentos del youtuber Luis Dener acerca de la complicidad de Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel con el Gobierno de Putin, pero el tono apocalíptico de Dener lo sumerge en disquisiciones acerca de un posible ataque de Rusia a Miami y las desfavorables implicaciones de este hecho para el Gobierno cubano. Contenidos como este afianzan certezas ideológicas que existían en sus consumidores, pero también contribuyen al entendimiento de una realidad que se vive más de forma virtual que real. En ese sentido, la percepción de los protagonistas sobre Cuba, Rusia y la relación entre ambos países se parece más a la elaborada en Internet que a la que vivieron y viven en la actualidad del filme. 

Llamadas desde Moscú emplea un método documental innovador y desafiante, en el que las convenciones habituales (entrevistas directas, personajes hablando a la cámara o un narrador en off) son notablemente ausentes. En su lugar, se enfoca en registrar a los personajes mientras hablan por teléfono o interactúan en redes sociales. La técnica crea una dinámica única entre la mirada de los espectadores y la de los personajes, a menudo permitiendo a los espectadores ver lo mismo que los personajes. Este juego de espejos produce un extrañamiento en el espectador y crea un pacto con este acerca del transcurso del tiempo y la disposición del espacio. 

El crítico Ángel Pérez había comentado, a propósito del filme, que «Yero siempre ha tenido en la fotografía y la puesta en escena sus más sustanciales recursos expresivos. Alejado de las corrientes tradicionales del documental, desecha el exceso de retórica y argumentación para que ‘la forma’, el armazón que hace de la película un suceso estético singular, acoja las ideas, hable por las personas y sus circunstancias y haga fluir los sentidos». Esta estrategia funciona como una forma de explorar la subjetividad de los personajes. Al no tener un narrador en off, el documental permite una experiencia más inmersiva y personal. La audiencia se acerca a la experiencia vivencial de los personajes al observar directamente las interacciones de estos con su mundo digital. La audiencia puede sentir una mayor empatía y comprensión hacia los protagonistas. 

En la habitación filmada, se repiten planos de un sofá de estilo clásico, tapizado con una tela de flores grandes de color crema y beige, una pequeña mesita de comedor, un baño estrecho, un escritorio arrinconado en una esquina mal iluminada, una ventana por la que se ve la nieve sobre la ciudad, y unas paredes de un color crema sólido y acabado liso. 

La textura y el patrón del tapizado del sofá contrastan con la simplicidad de la pared, lo cual produce un aire de hogar modesto y vívido. La escenografía representa el intento de crear un entorno confortable y familiar en un contexto extranjero, en el que los personajes buscan la comodidad en medio de la incertidumbre. El sitio filmado, que se alterna con planos exteriores de un Moscú inhóspito, es definido por Yero en varias entrevistas como un «no lugar», tal vez en referencia a su condición liminal respecto a Cuba y Rusia, que a su vez intentan penetrar de manera metafórica en él. Al mismo tiempo, «no lugar» hace referencia al apartamento siempre habitado físicamente, pero desde donde los protagonistas escapan a otros espacios a través de la virtualidad. Con esa estrategia, el realizador los mantiene con un pie en La Habana y otro en Moscú, y al mismo tiempo permite imaginar que olvidan esos lugares, en una fuga que, de cierta forma, es un escape de la condición opresiva que ambos representan. 

Es posible que la representación de los dos países no haya gustado a los funcionarios que deciden el destino de las películas cubanas en el entorno del cine estatal, como el Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. 

Hasta la fecha, la información de su censura es opaca e indirecta. Por ejemplo, durante el caso paradigmático de Santa y Andrés (2016), en la edición 38 del festival, el viceministro Fernando Rojas llamó «irresponsable» a su director Carlos Lechuga, acusándolo además de hacer uso de «patrocinios externos malintencionados». Durante la censura del documental Sueños al pairo (2020) de José Luis Aparicio y Fernando Fraguela, los funcionarios se refirieron a términos legales acerca del uso de los archivos del ICAIC, y en una nota de prensa la presidencia de la institución habló de «diferencias políticas e ideológicas» con el filme. Los ejemplos, tomados de una lista numerosa de decisiones desafortunadas, dan al traste con un modus operandi que tiene su origen en un desacuerdo, aunque infame, más o menos legible. 

El propio Yero manifestó su incertidumbre en Instagram:

«¿Qué pretextos van a crear ahora ante la ausencia de Llamadas desde Moscú en la programación del Festival de Cine de La Habana?», publicación que se viralizó entre cubanos y extranjeros que vieron con preocupación este nuevo gesto de arbitrariedad. El realizador agregó en la misma publicación: «Desde hace un mes estábamos al tanto de que nuestro filme, y varios más, se encontraban a la espera de la última palabra, el último y definitivo dictamen de esos misteriosos y siempre presentes censores. ¿Quiénes son? ¿El Ministerio de Cultura? ¿El Departamento Ideológico del Partido Comunista? ¿La Seguridad del Estado? Nunca se sabe dónde comienza y dónde termina esa terrible serpiente».

La censura a Llamadas desde Moscú parece ser un punto medio entre esa que nace del desacuerdo con el contenido de los filmes y otra, que trata de represaliar al director. Un ejemplo de este segundo grupo es la aún fresca censura de Vicenta B (2022), también de Lechuga, articulada como forma de acallar una voz demasiado incómoda para el régimen. En un texto sobre las recientes censuras en el cine cubano, Yenys Laura Prieto dice: «La cancelación, como forma de presión política, deviene dispositivo recurrente para controlar los relatos. Hablamos no solo de la centralización estatal del cine, sino de toda la vida cubana. Y para hablar de la historia única es preciso hablar del poder». 

Al inicio del párrafo me refiero al altercado del documental de Yero como un punto medio, porque se trata tanto de una forma de los funcionarios para contrarrestar los relatos de Cuba y Rusia presentados allí, como la desobediencia cívica del realizador, que la inscribió en el Festival de cine Instar, coordinado por el Instituto de Artivismo «Hannah Arendt». 

Tanto fuera como dentro del filme se percibe un embate contra el relato oficial cubano que, al decir de Rafael Rojas, es un medio de legitimación que el Gobierno ha cuidado celosamente. La percepción que los cubanos tienen de Rusia está influida, pero no determinada, por canales televisivos como Russia Today (RT), que funciona desde su inauguración en 2020 como un caballo de Troya del Kremlin en La Habana. Sin embargo, los censores parecen creer absurdamente que el filme de Yero puede actuar como una contraparte, de lo que se infiere una lectura simplista del fenómeno que el propio documental discute. 

Las alusiones a las protestas masivas del 11 de julio de 2021, así como los momentos del filme en que indistintamente se refieren a Cuba como una dictadura, «una esclava sexual de Rusia», o como «la Hawái de los rusos», también habrían podido incidir en la decisión de los censores. Sin embargo, todo parece indicar que su vinculación al Festival de Instar definió el desacuerdo. 

El evento ha sido objeto de difamación en sitios oficialistas como La Jiribilla o Cubarte, así como a través de declaraciones del ministro de Cultura de Cuba Alpidio Alonso. Cualquiera fuere el caso, el hecho supone un deprimente gesto, una especie de caricatura del ejercicio de reprimir, que le cierra la puerta en La Habana a un filme que ha circulado en algunos de los festivales más prestigiosos del mundo, como el de Berlín o Guadalajara. Es la pugna por preservar los espacios del oficialismo para los discursos críticos del mundo capitalista, pero complacientes con ese bloque ideológico que integra el Gobierno cubano y sus aliados, mientras posibilita de paso que un festival alternativo como el de Instar se transforme en el espacio de identificación de los jóvenes que, como Luis Alejandro Yero, desean un ambiente de pluralidad y respeto en las instituciones que regulan y difunden la cultura. 

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