Hay algo en la Navidad que siempre me ha parecido mágico: los arbolitos, las fiestas, las luces en las ventanas, y esa sensación de que el tiempo se detiene un poco para recordarnos lo que realmente importa. Pero también hay algo en la Navidad que, con los años, se ha vuelto más difícil de cargar: la expectativa de estar bien, de ser felices, de vivir momentos perfectos, aunque realmente no nos sintamos así.
Este año, mientras adornaba el árbol con mis hijos ―en realidad lo puse por ellos, porque no tenía deseos de adornar la casa―, sentí un nudo en la garganta. Pensé en las sillas vacías, en las familias separadas por la migración, en la distancia que a veces nos pesa más en estas fechas. Pensé también en mi propio cansancio, en las luchas internas que he tenido con mi salud mental, y en cómo la Navidad, en lugar de ser un refugio, a veces se siente como una obligación.
Parece que llegamos a diciembre con una lista interminable de cosas por hacer: reuniones familiares, intercambios de regalos, actividades escolares, cenas, decoraciones… Como si la magia de estas fechas dependiera de cumplir con cada una de esas tareas, sin detenernos a pensar si realmente queremos o podemos hacerlas.
Pero detrás de las luces y las fotos perfectas hay cansancio, preocupaciones, presiones y la sensación de que debemos llenar una agenda abarrotada. ¿Y si simplemente no podemos? ¿Y si este año lo único que queremos es detenernos, respirar y encontrar nuestra propia forma de celebrar, sin las expectativas de los demás?
Las ausencias que pesan
Para quienes permanecen en Cuba, la Navidad puede ser un recordatorio nostálgico de las ausencias. Las familias que se quedan cargan con el peso de los espacios vacíos en la mesa, las voces que ya no se escuchan, y una crisis económica que ahoga cualquier intento de celebración.
El país, sumido en la miseria, convierte incluso los gestos más simples en un desafío. Comprar comida, encontrar un regalo sencillo o simplemente tener corriente para iluminar el arbolito puede ser una batalla. Es una Navidad marcada por las despedidas, en la que las carencias materiales se entrelazan con el dolor emocional de extrañar a los que se fueron.
Para quienes hemos emigrado, la distancia no es menos dolorosa. Empezar de cero en un lugar nuevo implica reconstruir la vida con las manos vacías, mientras llevamos en el corazón la necesidad de poder ayudar a los que dejamos atrás. Queremos ser ese apoyo que nuestras familias necesitan, pero muchas veces eso significa trabajar más, sacrificar tiempo con nuestros hijos y enfrentar nuestra propia soledad. Es difícil balancear el deseo de dar un poco de alegría allá con la necesidad de construir una base sólida aquí. Es como caminar por una cuerda floja, tratando de sostenernos mientras extendemos las manos hacia ambos lados.
Para muchos migrantes, la Navidad es un recordatorio de todo lo que hemos dejado atrás. Es pensar en la mesa donde solíamos reunirnos, ahora con espacios vacíos; es escuchar canciones que solían llenar la casa de alegría y que ahora evocan nostalgia. Es mirar un mensaje de video desde la distancia y desear con todas las fuerzas que esa pantalla desaparezca y nos transporte de vuelta al abrazo de los nuestros.
La responsabilidad de crear magia para nuestros hijos
Si algo he aprendido como madre, es que los niños no entienden de crisis emocionales ni de realidades complicadas. Para ellos, la Navidad es un mundo de luces y magia, y como padres sentimos la responsabilidad de hacerla especial. Pero ¿qué pasa cuando no estamos bien? ¿Cómo podemos ofrecer alegría cuando lo que sentimos es cansancio, tristeza o ansiedad?
Este año, más que nunca, he intentado recordar que la magia no está en los adornos más caros ni en los regalos más grandes. Está en las pequeñas cosas: leer un cuento juntos, preparar chocolate caliente o simplemente sentarnos a mirar las luces del árbol mientras les hablo de mi propia infancia. La Navidad no tiene que ser perfecta, solo tiene que ser auténtica.
Vivimos rodeados de imágenes de felicidad perfecta: familias reunidas, mesas llenas de comida, carcajadas compartidas. Pero esa no es la realidad de todos, y está bien admitirlo. Hay quienes enfrentan esta época con tristeza, con la ausencia de un ser querido, con dificultades económicas o simplemente con un agotamiento emocional acumulado. Hay quienes celebran muchos logros este año y despiden el 2024 con sueños cumplidos; pero para otros, el mayor logro fue sobrevivir, con todo el dolor que eso implica.
He aprendido que no se trata de cumplir con lo que otros esperan de nosotros. No tenemos que aparentar una felicidad que no sentimos ni llenar nuestras agendas de compromisos que solo aumentan la carga. A veces, lo más valioso que podemos hacer es decir no y priorizar nuestro bienestar.
Quizás este año sea el momento de redefinir lo que significa la Navidad. No como un desfile de apariencias, sino como un espacio para conectarnos con nosotros mismos y con quienes amamos. Puede ser un tiempo para reconocer nuestras emociones, abrazar nuestras vulnerabilidades y encontrar belleza en lo imperfecto.
Este diciembre no he sentido las ganas de celebrar como en otros años. Pero lo que sí sé es que estaré ahí para mis hijos, no con la perfección que a veces nos exige la sociedad, sino con todo el amor, que es nuestro mayor regalo. Porque al final, la Navidad no es sobre estar bien todo el tiempo; es sobre estar presentes, incluso en medio de la imperfección.
Está bien no estar bien. Está bien extrañar, llorar, pausar. La Navidad no tiene que ser perfecta para ser especial. A veces, basta con simplemente ser.
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