Amelia Calzadilla irrumpió en el panorama comunicativo cubano y pasó de ser una total desconocida a acaparar titulares. Tal parece que todos tienen algo que opinar sobre ella. Yo también. No importa si es positivo o negativo, con base o inventado. Lo malo sería no opinar.
Amelia no es solo Amelia: otras madres hastiadas de la desidia gubernamental se han unido públicamente a sus reclamos. A esas madres, se han sumado padres, hermanos, abuelos y personas del pueblo cansadas de que la única dignidad a la que se les permita acceder sea la de los supuestos «principios de la Revolución».
Amelia hizo catarsis en una directa de Facebook durante ocho minutos. Habló de apagones, de falta de comida, medicinas y juguetes para sus dos hijas y su hijo, de una cuenta de electricidad infame que lleva casi un año reclamando a los oídos sordos que deberían tener como misión escuchar y resolver.
Habló con desesperación, habló al ministro de Energía y Minas, al canciller Bruno y a Díaz-Canel, cuya «pincha» es resolver los problemas del pueblo. Gritó que, ante el desastre económico, social y político del país, sería mejor que lo vendieran a pedazos si no tienen la capacidad de arreglarlo. Gritó que, hasta con Fidel en los noventa, ella estaba mejor.
Error, Amelia. Todo llanto y frustración se arriesga a quedar en nada si depende de la polarizada opinión pública cubana. ¿Por qué comparar y decir que en los noventa estabas mejor porque tenías dos juguetes? ¿Por qué contar tu experiencia? Ahora no podrás ser la vocera de las madres cubanas. Pero, ¡espera! Tú no hablabas por las madres cubanas, sino por ti. ¡Qué peso enorme hemos puesto en tus hombros: representar a cada una de las madres cubanas! Tú no puedes. Nadie puede.
Además, Amelia, ¿por qué heriste el patriotismo de los cubanos al insinuar que deberían vender nuestra isla? Los patriotas de verdad no entienden de metáforas ni de rabia. Para los patriotas de verdad solo es válido que se condene la injerencia yanqui o la dictadura, depende de cuál sea el bando. Salirse por un punto o una coma de ese guion escrito y mil veces interpretado es condenarse al flagelo eterno de la opinión pública.
El peor de los pecados de Amelia es ser una mujer blanca, universitaria, con una familia que la ayuda desde el extranjero, con «lamparitas bonitas» en los techos de su casa y uñas acrílicas. ¿Cómo alguien con uñas acrílicas va a quejarse de la precariedad y las carestías? El acrílico en las uñas es inversamente proporcional a la pobreza. Si eres pobre, si te atreves a protestar, no puedes tener uñas largas y pintadas. Basta recorrer los barrios humildes de esta Cuba artrítica para entender el cinismo de esta idea.
Amelia no es la víctima perfecta que un sector de la opinión pública necesita para hablar de la ineptitud de los dirigentes. Amelia, según cuentan en las redes sus supuestos vecinos y personas allegadas, duerme con aire acondicionado y por eso su tarifa eléctrica es tan elevada. Quienes de inmediato fueron y requisaron los perfiles de Amelia en redes sociales le reprochan que sale a comer a restaurantes, que se arregla y viste bien sin importar cuántos años lleven colgadas esas fotos en el muro de Facebook.
Cada cual le guarda rencores al Gobierno. El mío es que nos ha negado el derecho a una vida digna. Digna y no conformista. Ha penalizado y satanizado el derecho a vivir con dignidad de nuestro trabajo, sin penurias. Ha hecho del conformismo una forma de vida.
Amelia no es la madre con las peores condiciones económicas en Cuba. En la directa, aclara que vive con lo que le mandan del extranjero y que es traductora, que estudió en la universidad. Y me pregunto, ¿acaso hay que vivir en condiciones indigentes para tener derecho a quejarse? ¿Qué requisitos debemos cumplir para estallar y decir basta? ¿Que no seamos el peor de los casos posibles nos quita ese derecho? ¿Hasta el derecho de cansarnos está normado?
Las condiciones de vida en Cuba, en pleno 2022, son indignas para casi todas las personas. Dormir sin aire acondicionado es indigno con este calor tan horrible. No tener opciones de comida es indigno. No poder comprar ropa es indigno. Pasar horas en una parada es indigno. No es banalización, solo se trata de no conformarse con tan poco. De hecho, tener que conformarse con tan poco es indigno.
¿Qué puede ser más indigno que el hecho de que una madre deba elegir a cuál de sus dos hijos le pone el único ventilador de pilas de la casa en medio de un apagón? O que una madre llore porque debido al apagón perdió la carne que guardaba en el congelador. Al parecer, ellas no tienen derecho a protestar porque pueden darse el lujo de un ventilador de pilas y carne en el refrigerador. Ellas, tan reales como Amelia, son también privilegiadas. Siempre habrá alguien peor.
Amelia es, para un segmento, la víctima imperfecta del Gobierno y, por tanto, del relato mediático. Idealmente, Amelia debería pertenecer a la franja más vulnerable y precarizada de la población. Amelia debería renunciar a su derecho de arreglarse las uñas o de tener la apariencia que prefiera. Amelia no debería tener lamparitas bonitas en casa.
Aun así, criticarían que gasta su dinero en Internet en vez de dedicar cada centavo, cada segundo y cada esfuerzo a sus hijos; porque a una mujer siempre hay algo que reprocharle cuando habla de política. Le achacarían que es vulgar y no sabe expresarse, le cuestionarían que por qué parió «tanto». Hurgarían en su pasado para destruir su imagen con la fe de que así destruirán su discurso.
Que Amelia no esté en el peor de los casos —como suponemos a priori— no le resta el derecho a protestar. Que pueda tener mejores posibilidades económicas que la media no le resta credibilidad a su discurso. La credibilidad y los derechos no vienen por la libreta de abastecimiento ni están racionados.
Cuando la ataquen, a ella o a cualquier persona que proteste, recuerden que en Cuba, en 2022, una lámpara de techo «bonita» y unas uñas largas de acrílico se consideran privilegios. Que la educación y salud gratuitas no son derechos, sino herramientas para el chantaje. Que no somos ciudadanos, sino rehenes.
No conozco a Amelia. No sé cómo vive, qué come, qué sueña. Pero tiene toda mi empatía, aunque mi empatía no le dé de comer a ella ni a sus hijos ni le pague el recibo infame de corriente. Mi empatía no impedirá que otras personas dejen de revictimizarla, de instrumentalizarla, pero es lo único que tengo para ofrecerle.
No se trata de Amelia. Se trata del derecho ciudadano de exigir, de protestar, de hacer catarsis, de vivir con dignidad tal y como nos prometieron. Amelia, tú, yo, todos, tenemos el derecho de señalar a los dirigentes sin que importe más la decoración de las uñas que el reclamo.
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