Foto: Jessica Dominguez Delgado
Una noche de reguetón y caldosa en el lugar donde no pasa nada
25 / enero / 2021
Es difícil identificar a alguien en la oscuridad. Solo algunas luces de colores encendidas ocasionalmente iluminan el pasillo donde más de 50 personas están de fiesta. Saltan, bailan, cambian de pareja, sudan, se tocan o se abrazan. Un reguetón estridente, una bachata o un bolero viejo de fondo emanan de dos bafles negros de un metro de altura cada uno, hechos artesanalmente y acomodados justo en la entrada como bienvenida a esta noche.
Dale cintura / Paʼ arriba y paʼ abajo / el pasillito loco / sube una mano
Ya el alcohol ha hecho su efecto. El baile se ha vuelto un combate del que no habrá ganador. Los pulóveres arriba dejan al descubierto los cuádriceps del abdomen; este es un requisito básico para impresionar. El primer contrincante mueve el cuerpo en forma ondulatoria, está en semicuclillas y al ritmo de la música va trancando diferentes músculos. El segundo combina brazos y pies a una velocidad que parece un aleteo desesperado, como si se fuera a desarmar. Otro tira un pañuelo y lo recoge con la boca sin tocar el suelo. El primero está acostado en el piso. Se suben encima de él, se empujan. Alrededor, los demás observan, gritan y juzgan. Los niños imitan.
Talento tengo yo / oye, oye / talento tengo yo
Es viernes, pero podría ser martes o domingo en la comunidad agrícola Pedro Soto Alba. Para quienes trabajan en el campo eso no hace diferencia, para quienes no trabajan, menos.
Yakelín Rodríguez se toma unos segundos para respirar. Mira a su alrededor y disimula su agotamiento. Lleva horas bailando, caminando. Su pelo anda suelto y mojado. La blusa roja le deja el vientre al descubierto. Como una de las organizadoras, da el ejemplo. Su hijo es uno de los bailadores. Esto es para gozar.
No es una fiesta cualquiera: es el aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), la organización de masas más grande del país, y ella es la presidenta del CDR de esta comunidad. Aunque aquí cualquier pretexto es bueno para celebrar.
El humo del carbón encendido nubla el ambiente. Hace unas pocas horas Yakelín recogió dinero entre los vecinos, limpió el piso del pasillo central —ahora transformado en una provisional pista de baile— y, lo más importante, peló las viandas para la caldosa que todavía hierve en el fuego improvisado.
Oh, sí, la caldosa, la poción mágica. Desde las seis de la tarde comenzaron a preparar este caldo de viandas y algo de cerdo con sazones (por lo general, hueso, cabeza o alguna carnita). Se parece al típico ajiaco cubano, una tradición de la cocina nacional que mezcla culturas precolombinas, africanas y criollas. Don Fernando Ortiz, en 1939 en su célebre obra Los factores de la cubanidad, escribe que «la imagen del ajiaco criollo simboliza bien la formación del pueblo cubano. La isla de Cuba es una olla puesta al fuego de los trópicos». La caldosa, hija de la escasez, se cocina con todos los ingredientes juntos desde el inicio. Se le echa todo lo que aparece y se hace lentamente, sin tapar, en un caldero colectivo casi siempre al carbón y en la calle, hasta que todo se integre bien y se espese.
Como la caldosa tarda más de cinco horas en cocinarse, Yakelín, su esposo Raidel (o Clavel, como lo llaman), sus sobrinos que están de visita, Aylín Carrasco —su vecina— y algunas otras personas prepararon los ingredientes desde más temprano, todos sentados en una de las escaleras con salida a las áreas exteriores. Los niños de todas las edades también ayudaron mientras corrían por el lugar y se metían en los sótanos. Una de ellas fue Angélica, que tiene nueve años y vive con su abuela desde que apresaron a su mamá. Pero esta noche no piensa en eso, está perreando igual que los demás. La caldosa de hoy tiene, sobre todo, yuca y calabaza.
Mira cómo tengo a mi Cubita / Dale cinturita con la puntica / Puntéalo, puntéalo…
Aquí hay que moverse para espantar los mosquitos y el calor. No llueve hace días, pero casi de madrugada, en medio del campo, la humedad se combina en un sopor insoportable que te hace sudar, incluso si estás sentado. Por eso, Yakelín y Aylín en el medio de la pista mueven el cuerpo, la cabeza, baten el cabello, las nalgas, todo lo que se pueda poner en movimiento a la vez. Casi agachadas, con la cabeza hacia adelante, el mundo gira alrededor de ellas. Es todo lo que importa ahora.
Tierra adentro
Pedro Soto fue una de las 131 escuelas cerradas en 2010, cuando el Gobierno cambió el modelo educativo en el campo por centros urbanos. La antigua escuela politécnica de riego y drenaje Pedro Soto Alba estuvo abandonada hasta su reconversión en 2014 cuando se le añadieron tres escaleras exteriores y se transformó el inmueble. En el edificio delantero, de tres pisos, antes estaban las aulas; y en el de atrás, de cuatro plantas, era donde estaban los albergues de la escuela.
El edificio se convirtió en viviendas para 75 familias que, a cambio, contrajeron la obligación de trabajar en el campo durante 15 años.
Sin embargo, hoy parece un lugar abandonado a su suerte: solitario, despintado, condenado al desamparo. Una mole de concreto que se impone y desentona en medio de tanto campo. La ropa tendida, el movimiento de personas y la música que nunca deja de sonar son los únicos elementos que indican que es un lugar habitado. El proyecto constructivo llevado a cabo por la Empresa de Cultivos Varios de Melena del Sur en la antigua escuela solo se ocupó de las viviendas. Aunque planeaba incluir un parque, un consultorio, un mercado, todo esto quedó en el aire. Hoy hay un teléfono y una bodega. No hay ni alumbrado público ni basurero.
Estamos a 15 kilómetros tierra adentro de la Playa Mayabeque en la costa sur de Cuba. Es un municipio agrícola que surte a la capital. La comunidad está a 5 kilómetros de la carretera que conecta de la cabecera municipal de Melena del Sur con el cercano municipio de Güines, en la provincia de Mayabeque. Si se llega caminando desde ahí, hay que atravesar grandes extensiones de tierras cultivadas y pasar frente a la prisión local.
El mérito más grande de estas tierras es haber sido el primer territorio libre de analfabetismo en el país. Una zona bien ubicada, pero en ella los asentamientos urbanos están distantes unos de otros. Todavía hoy, como en el siglo xix, la tracción animal —o la bicicleta— predominan como solución de transporte local.
En Pedro Soto Alba las guaguas, entre semana, pasan cada tres horas hasta las seis de la tarde. También hay taxis privados, pero solo en los puntos de salida y Pedro Soto es un punto medio. Desde la carretera se divisan los dos edificios cuadrados de hormigón prefabricado en forma de H conectados por un amplio pasillo y escaleras interiores.
De cerca, Pedro Soto Alba es idéntico a todas las escuelas en el campo realizadas a partir de 1970 en Cuba con el método bautizado como Girón por el entonces departamento de Obras Escolares del Ministerio de Construcción. Un diseño más económico, símbolo de las nuevas escuelas en zonas rurales donde los alumnos combinarían el estudio con las labores agrícolas. «Esta es la nueva escuela, esta es la nueva casa, casa y escuela nueva, como signo de nueva raza» cantaría entonces el trovador Silvio Rodríguez. La agricultura a gran escala era una tarea social y hoy sigue siendo un problema sin resolver. El autoabastecimiento alimentario es considerado por el Gobierno como un asunto de «seguridad nacional».
Yakelín vive en el apartamento 206, segundo piso a la derecha en el primer edificio. Aylín es su vecina: las separa una pared.
Como la mayoría de las personas aquí, Yakelín es una migrante. Nació en Manuel Tames, en la provincia Guantánamo, en el extremo oriental del país. Estuvo 13 años viviendo en un campamento asociado a la cooperativa Manuel Isla —una de las dos a las que le asignaron las viviendas— y trabajando en lo que hiciera falta: barrer, recoger basura en la cooperativa, cocinar, etc. Mientras duró la construcción fue custodio del lugar. Desde que se mudó no tiene trabajo. Dice que ha intentado varias cosas pero termina por dejarlo, que al final es mucho gasto de transporte, que se tiene que ocupar de la casa y que no le da la cuenta. Ha probado en la cocina y también pasó un curso de tabaquera pero nada de esto le interesa de verdad.
Con la religión le pasa igual que con el trabajo: dice que es fanática de Dios, que en su familia todo el mundo cree, que su padre y su hermano practican la religión afrocubana, pero que ella fue a los Testigos de Jehová y después a la Iglesia Pentecostal, y que todo le parecía una hipocresía. En una esquinita de la sala le tiene flores y velas puestas a Elegguá, «el abridor de caminos», uno de los siete dioses fundamentales de la religión Yoruba.
Yakelín y su esposo, jefe de brigada en la cooperativa —pero que muchas veces trabaja por 50 o 60 pesos con los campesinos privados—, quieren criar animales. La Empresa y el Gobierno no permiten armar cochiqueras colectivas en la comunidad, por cuestiones higiénicas, por la falta de una infraestructura adecuada y para evitar gastos de agua. Tampoco pueden disponer del terreno baldío que circunda la comunidad.
Pedro Soto Alba pudiera ser cualquier comunidad campesina de Cuba, lejos de la ciudad, de la cultura, de los medios de comunicación, un lugar invisible ante los ojos ajenos en el que cada día es igual que el otro. Un lugar donde no pasa nada.
Fajaʼo con toʼ el mundo
El tono de la fiesta sube. El número de bailadores aumenta. La música no ha dejado de sonar. Alexander es el dueño de los equipos y el DJ de turno. Él vive en el pasillo del primer piso, debajo de Yakelín. Esta noche luce, como la mayoría de los hombres, su torso desnudo.
Estoy fajaʼo con toʼ el mundo / Yo soy tremenda pieza / Ehhhh
No es posible identificar quiénes son pareja. Se baila muy pegadito, se cambia de compañero; pero nadie se da un beso en público ni se agarra de la mano ni se mira cariñosamente. El amor tiene una dimensión más práctica, más terrenal, más de conquista.
Clavel, el esposo de Yakelín, no está en el pasillo ni bailando. Está sentado frente a la caldosa y la revuelve cada cierto rato. No se ha bañado ni está vestido de fiesta, anda descalzo y una botella de ron lo ha acompañado desde la tarde en su misión de vigilar la mezcla estimulante y afrodisíaca «capaz de levantar un muerto».
No importa que no haya agua ni nada de comer, tampoco hace falta. Antes, para los niños, se repartió refresco y unas galletas. El combustible esencial aquí es el alcohol y el premio será la caldosa.
Este nombre se hizo popular en Cuba gracias a la guaracha que le dedicó Rogelio Díaz Castillo a la receta preparada en 1979 por Kike Pérez y Marina Zaldívar en una fiesta comunitaria en la Tunas, la provincia donde inicia el oriente cubano.
Un jueves Doña Lolita dio caldosa a Pirindingo,
y lo mantuvo bailando del jueves al domingo.
Fíjese, Don Kike, fíjese, Marina, con esta caldosa qué bien se camina.
¡Qué bien se camina, qué bien se camina, porque esta caldosa tiene una gallina!
A pocos metros hay otro bafle puesto con música diferente y otra caldosa. Se supone que en la comunidad existen dos CDR. Por eso, hoy hay dos celebraciones y los vecinos pueden elegir, a ratos, en qué lugar prefieren estar. ¿Cuál caldosa sabrá mejor?
Fidel Castro creó los CDR para, según el discurso oficial, organizar a las personas en las comunidades y defender la Revolución de actos injerencistas. Se organizan por lugar de residencia y cada estructura de base está compuesta por 150 personas aproximadamente. Después de su fundación en 1960, coordinaron movilizaciones ciudadanas y un sistema de vigilancia barrial. Sin embargo, aunque es la organización más amplia del país y su principal representante es parte del Estado cubano —específicamente uno de los 21 miembros del Consejo de Estado—, su poder real de convocatoria e incidencia en la sociedad se ha reducido a espacios formales, como esta fiesta de aniversario.
Con la Federación de Mujeres Cubanas, organización oficial que agrupa a las mujeres, pasa algo parecido. En Pedro Soto, Aylín es su representante, tiene 30 años y tampoco tiene trabajo; pero no le angustia esto: ella dice que quisiera irse del país, que su futuro no está en este lugar.
Se sienta a mi lado un momento en uno de los bancos del pasillo. Ha dejado de bailar para fumarse un cigarro. Conversa sobre sus deudas —lo hace a gritos porque el volumen de la música está muy alto—, sobre el niño grande de 14 años que vive con la abuela en el Oriente del país y sobre el extranjero que el otro día le recargó el teléfono. Ya acostó a Caneca —Clavel lo bautizó así—, su niño de tres años, que se quedó dormido en sus brazos después de correr toda la tarde.
Casi todos los hombres tienen un apodo, una personalidad social impuesta por los otros y asumida con orgullo.
Caldosas de perro, de gato, de to’
—Esto aquí es Oriente, cuando ponen música no dejan dormir a uno con los escándalos, pero quién va a controlar eso si el jefe de Sector por aquí ni anda. Hace como tres días a las 11 de la noche, yo estaba colando un café y tenía la puerta abierta, veo a un tipo mirando. Rápido me tiré y lo cogí allá en la tercera planta. Ese lo que quería era robar.
Me cuenta Juan Estrada, «el Jabao». Es plomero, trabaja en el Gobierno municipal y fue el último que llegó a la comunidad. Su casa todavía está en construcción. Él pasa el tiempo recostado en el muro del portal, mirando al horizonte. Cuando uno llega a la comunidad es esta imagen una de las primeras que te recibe.
Cuba está dividida en 14 provincias que coinciden por la línea horizontal con las regiones occidental, central y oriental del país. Entre ellas tienen distintos niveles de desarrollo social, conflictos históricos y diferencias culturales. En el occidente está la capital del país, se decide la vida nacional, se ubican los principales polos turísticos y existe más diversidad de opciones laborales. Hacia el oriente, se encuentran las principales zonas montañosas y el acceso a la cultura y la educación es más limitado.
En el oriente, más cerca de Haití y República Dominicana, hay más población negra y mulata, y el Caribe se desborda en la música, la comida y una forma de hablar con un acento cadencioso y rítmico. El occidente, muy cercano a la costa de la Florida, ha tenido siempre un afán de «progreso» a la usanza de los vecinos más próximos como referente, incluso cuando la política entre Cuba y Estados Unidos ha marcado una abismal distancia.
Estas diferencias raciales, sociales y económicas sostenidas durante tanto tiempo han contribuido a una migración de Oriente a Occidente, sobre todo de los sectores más marginales y en precarias condiciones, y han acentuado los prejuicios entres las regiones del país.
—La mayoría de las personas que viven aquí son de Oriente y a veces hay muchos que llegan para fiestas familiares y están más tiempo, o personas que vienen de vacaciones—cuenta José.
Aunque las reglas establecidas por la Empresa dicen que se debe pedir permiso para que se queden visitantes en el lugar, la cantidad exacta de personas que pernocta cada noche en la comunidad es un misterio.
—Aquí se acuestan 300 y se levantan 500. Además, hay muchos que no tienen buenos hábitos de limpieza, que vienen de los campamentos y siguen con las mismas costumbres.
José Ponce nació en La Habana Vieja y fue designado administrador, la persona encargada de cuidar por los intereses de la Empresa.
—Mi trabajo es que no desbaraten el inmueble, tener los cuartos de corriente bajo llave, porque si tú los dejas quitan las ventanas de aluminio y las venden. Imagínate que hubo un hombre que vendió la puerta del patio porque decía que no le hacía falta.
Cada vivienda tiene un titular, a nombre del cual está el contrato. El documento establece que no pueden modificar nada de lo que habían recibido: su nueva casa, no es de ellos. No aún. La Empresa mantiene la propiedad y descuenta del salario el pago de la vivienda que oscila los 15 pesos cubanos, según el número de cuartos, mientras conserva la responsabilidad por el mantenimiento y las reparaciones del lugar.
En Pedro Soto las viviendas son amplias, con espacios bien distribuidos y todas tienen dos o tres habitaciones, baño y cocina.
La remodelación del lugar estuvo a cargo del grupo GELMA de la agricultura durante dos años aproximadamente y costó tres millones de pesos cubanos (al cambio estatal en ese momento, un peso cubano equivalía a un dólar). Esta comunidad es una de las 21 escuelas que, según Gustavo Rollero, ministro del ramo, en el programa Mesa Redonda, han aportado 1 706 viviendas para trabajadores de la agricultura en todo el país.
Todos coinciden en que estaban muy felices el día que se mudaron. El 5 de diciembre de 2014 ya sabían la casa que les tocaba y habían venido varias veces a limpiar. Por eso, cuando los camiones llegaron a la cooperativa a las 10 de la mañana y anunciaron la recogida, se desató la locura. A las cuatro de la tarde se inauguró el lugar. En la inauguración estaban presentes la Secretaría del Partido y los directivos de la Empresa.
—No es lo mismo vivir en un campamento que en una vivienda, donde tienes tu baño personal, tu privacidad. Hay gente que llevaba hasta 20 años trabajando y viviendo en los campamentos. En el campamento, bueno o malo, había desayuno, comida y comodidad; pero estábamos ansiosas por tener una vivienda —recuerda Yakelín.
—El problema es que se caen los trozos de pared, se parten los azulejos, se filtran las viviendas. Al cabo de los tres años la Empresa debió dar mantenimiento; han pasado cinco y no se ha podido pintar ni la fachada del lugar —explica José.
El entusiasmo inicial se fue asentando y aunque todos agradecen tener una casa, los problemas han comenzado a aparecer, dentro y fuera. Vivir en comunidad y adaptarse a las reglas del juego colectivo es otra cosa. Las costumbres y gustos personales, la educación acumulada, la seguridad, los intereses, los apoyos, los espacios de recreación —como en una escuela, cuando se llega nuevo— hay que tejerlos poco a poco.
Ahora y por muchos años, los vecinos serían los amigos, los compañeros de trabajo, los jefes, las militancias políticas y todas las formas de participación social. Todo se reduce, fundamentalmente, a las mismas personas, compartiendo el mismo espacio físico, todo el tiempo.
—Nos dijeron que no podíamos ampliar ni modificar la casa; pero imagínate que ni los fogones ni las ollas cabían en la meseta. Eran dos azulejos para el lado de acá, el fregadero y dos azulejos aquí —dice Yudmila Hernández (Yumi).
Su casa queda en el cuarto piso del segundo edificio y siempre tiene la puerta cerrada. Es una de las casas más lindas del lugar. Ella la ha arreglado y pintado varias veces. Todas las ventanas están cubiertas con cortinas de distintos colores y una alfombra grande cubre el piso de la sala. No le faltan muebles cómodos ni electrodomésticos fundamentales. El lujo más grande en su casa es un balón de gas líquido para cocinar, en un lugar donde en el mejor de los casos se cocina con electricidad, pero también puede ser con leña, luz brillante o cualquier otro líquido inflamable.
A Yumi la conocen como la Rubia, porque por mucho tiempo fue la única mujer blanca de pelo rubio que vivió en la comunidad. Ella trabajaba en la Empresa y cumple cinco años de servicio en el Partido municipal. Tenía una casita antes de llegar, pero añoraba que sus dos hijos pudieran tener cada uno un cuarto propio.
—Lo malo de este lugar es la poca cultura que tienen las personas, la falta de limpieza y la música que ponen todo el día que no te deja ni ver la televisión. Da igual que sean las dos de la madrugada de un lunes y que al otro día tengas que ir a trabajar, ellos no. Han venido y les han dicho una pila de cosas y nada, no pasa nada.
Yumi no es la única que se queja de la convivencia. Blanca, una anciana que vive en el primer piso, justo al lado de la escalera donde habitualmente ponen la música, también lo hace. Pero ella es más radical:
—Si se arma una fiesta, hay pica’os, hay problema, hay puñalá’. Es lo que yo digo: ¡no permitan las fiestas! Si tú quieres oír música, pon tu musiquita en la casa. A mí no me importa que me digan chivata ni to’ lo que les dé la gana. Yo fui a la policía y lo planteé. Les dije: allí no dejan dormir a uno. Es la una y las dos de la mañana y está el juego, la fiesta y la música. Se hacen caldosas de perro, de gato, de to’… Si se les muere su mamá, también lo celebran —dice Blanca.
Ni Yumi ni Blanca bajan a las fiestas. Yumi dice que aunque sean entre familia terminan a base de piñazos.
Triquití por aquí
—Tríquiti por aquí.
Esto lo dice uno de los cuatro jugadores sentados a la mesa que se han rotado el puesto durante toda la noche. Tira la ficha y tiembla el vaso de ron que está en el borde.
—Aquí hay de todo, asere, tú sabes que yo soy el tipo —le responde otro como parte de la jerga ruda y habitual.
El dominó ocupa el centro del pasillo. Está ahora encendida la luz que sacaron de una casa solo para esta noche. Todos los jugadores son hombres. Como solo cuatro personas pueden jugar a la vez, y la partida se juega a 100 puntos, mientras otros bailan, algunos se turnan por la mesa para cambiar de actividad.
Los más jóvenes están sentados en una de las escaleras y se rotan un vaso de ron. Aquí hay muchachos que vinieron desde Cantón, una comunidad de 35 casas que está justo al lado de Pedro Soto, y también llegan, a veces, visitantes de Lechuga, un pueblo que queda a 2 kilómetros del lugar.
Blanca se asoma desde la ventana e intenta cerrarla para evitar que la música penetre, es imposible. Ella, incluso contra su voluntad, también participa de la fiesta.
Yakelín y Aylín pasan por varias parejas de baile. Alexander responde a peticiones de la gente.
Las putas no tiene dueño, ni jefes ni na’ / Las putas son del que venga y les dé con maldad
Esta fiesta es una lucha contra la cotidianidad, una costumbre sistemática que ocupa y distrae mientras se guarda distancia del mundo exterior.
La escalera de los barrigas llenas
El tiempo hace evidente las diferencias entre quienes pueden permitirse arreglar su vivienda y quienes no. Es también un reflejo entre los que trabajan y los que no.
—Cuando me mudé para acá, desde la cuarta planta hasta abajo, era la única que baldeaba las escaleras con manguera. Se me escondían hasta los hombres para no conectarme la manguera y tenía que cargar cubos de agua. Ahora las barro y listo, porque a nadie le importa —cuenta Yumi.
Las escaleras en Pedro Soto son un espacio de socialización, un lugar importante y hasta nombre tienen: atrás está «la del diablo», porque en esa zona hay varias familias que practican la religión afrocubana y hacen toques de santos. Del otro lado está «la de los presidentes», porque en esa parte vivían varios directivos. Delante, «la de los pies descalzos», que da paso a las casas, entre otros, de Yakelín y de Aylín; y «la de los barrigas llenas», donde vive José. De este lado las personas son, en su mayoría, naturales de esta zona del país y tienen mejores condiciones en sus viviendas.
La escalera de los barrigas llenas, a un año de la mudanza, se derrumbó; pero eso tampoco importó mucho. Las que siguen en pie apenas resisten. Los fragmentos de concreto que conforman los escalones se van zafando y desprendiendo de a poco cada día, igual que las casas.
El desgaste de las instalaciones se asume como un hecho natural. Así que todos cuentan la caída de la escalera pero nadie recuerda la fecha exacta: solo saben que fue un día de sol entre semana.
En treinta segundos, dicen, se cayó como si la empujaran y se desbarató en cámara lenta. A Heberto lo buscaban entre los escombros. Eran las 8:40 de la mañana y él había subido a casa de José a tomar café. Su esposa Gladys estaba en la puerta de su apartamento, el 301, en el primer piso, y en el balcón del otro lado Yakelín y Aylín conversaban.
—Yo había dicho que la escalera no duraba diez días, porque tenía una pata floja, y me dijeron que con un saco de cemento se resolvía. Dije que no hacía nada con vestir una cosa que no estuviera bien amarrada; no tenía ningún tipo de amarre ni había soldadura, las cabillas estaban punta con punta —dice Heberto. Yo pensé que José me había tirado una piedrecita, pero cuando miro él no está en el balcón, había entrado. Entonces, me digo: ¿y esa gravillita por qué cayó? Empiezo a ver poliespuma, miro paʼ arriba, veo que la escalera tiene una separación de tres o cuatro dedos y me desprendo.
Lo único que atinó a gritar fue: ¡Huye! Le entraron temblores y no podía mirar dónde estaban tirados los restos de la escalera. Heberto salió ileso. Entonces tenía 53 años.
Él también es obrero agrícola en la cooperativa Manuel Isla, pero no siempre tiene trabajo.
—No tenemos tierras, las tierras son de los jefes y el que protesta se va. El otro día venía una visita, nos llamaron paʼ chapear, chapeamos y se olvidaron de nosotros —cuenta.
La cooperativa es una unidad básica de producción (UBPC), una de las principales formas productivas en las que se organiza el campo cubano. Las otras son las cooperativas de créditos y servicios (CCS) y de producción agropecuaria (CPA). Aunque también existen pequeños productores privados, las formas cooperativas representan el 70 % de lo que se produce en el país.
Las UBPC surgieron a partir de 1993 para contrarrestar los efectos del período especial: la más grande crisis económica que atravesó el país después de la desaparición de la URSS. Se constituyeron con trabajadores provenientes de empresas estatales y aunque las tierras y los medios de producción les fueron entregados en calidad de usufructo, estos son atendidos por el Ministerio de la Agricultura, particularmente por sus empresas.
Según el Decreto Ley 365 de 2018 todas las cooperativas tienen una empresa rectora que verifica, entre otros elementos, el plan de producción para satisfacer la demanda estatal. La Manuel Isla es una de las ocho que existen en Melena de Sur y está subordinada a la Empresa de Cultivos Varios del territorio. Aunque en teoría todos los trabajadores son asociados, es la dirección de la cooperativa la que dispone de la utilización de los medios y decide sobre las producciones.
Heberto, como otros habitantes de Pedro Soto, se queja de la impuntualidad en los pagos, las decisiones en beneficio de una minoría y la poca organización del trabajo. Sin embargo, no puede abandonar la cooperativa, tiene que buscar otras alternativas.
La pocera
Heberto atiende un pedacito de tierra cerca del pozo porque Gladys Ferrales, su esposa, es la pocera. La Empresa le paga por poner el agua dos veces al día y él, a veces, lo hace por ella. Allí tiene sembrado plátano, tomate, ají, frutabomba y hasta maní. Con eso hace algo de dinero para sostenerse. La tierra no es de él, pero hasta ahora nadie le ha dicho nada por sembrarla.
En la turbina, a veces, se bañan los niños para aprovechar la presión del agua que se bota.
Gladys camina unos 300 metros desde su casa hasta el pozo, enciende la turbina. Las correas se rompen con frecuencia, la comunidad se queda sin agua y ella sin tranquilidad. Hoy anda recogiendo un dinerito casa por casa para comprar una correa nueva.
—Las conseguimos nosotros por otras vías porque la Empresa no tiene ese tipo de correas. Hay un hombre que las consigue no sé dónde, pero hay que pagársela.
Para llegar al pozo se atraviesa la antigua área deportiva de la escuela, un terreno de asfalto donde en otra época se jugaba baloncesto. En esa zona se tiran los desechos, aunque el basurero no tiene un espacio delimitado. Montones de jabas de nailon rotas y llenas de desperdicios cubren el suelo: etiquetas de algún empaque, huesos de pollo, condones usados, un trapo viejo…
Heberto estuvo preso por intento de salida ilegal del país, pero ahora quiere trabajar para ayudar a su hijo que también está preso. Él y Gladys llevan más de 34 años casados, desde que ella se fugó con él en Las Tunas, en el oriente del país.
Gladys los domingos va a la Iglesia Pentecostal, los jueves vienen los hermanos a su casa y se reúnen varias personas de la comunidad. Ella recuerda que el día de la escalera solo podía darle gracias a Dios porque Heberto estuviera vivo.
—Los dos pisos de ese bloque quedaron incomunicados. Llegaron las autoridades y los bomberos a ayudar en las tareas de rescate. Tuvieron que modificar varios apartamentos y habilitar una entrada por la escalera tradicional del edificio. Luego se olvidaron del tema y no ha pasado nada más, cualquier día se cae otra.
Zapatos de medianoche
A las 12 de la noche se detiene la música. Se hace un alto momentáneo para cantar el himno nacional. Es el 28 de septiembre de 2019 y se festejan los 59 años de la fundación de los CDR. Todos se paran en firme y escuchan a Yakelín que agradece a la Revolución por haberles dado esta vivienda. No hay cuestionamientos ni resistencia, tampoco entusiasmo. Después de gritar ¡Viva Fidel!, ¡Viva la Revolución!, ¡Vivan los CDR!, la fiesta continúa.
En Cuba, la Revolución es un personaje protagónico que acompaña, determina, apasiona o condena. El Gobierno, la Empresa y la Revolución son como sinónimos que se acomodan según de lo que se hable. La política, incluso en este lugar, es parte del ritual, es omnipresente y determina, por acción u omisión, la vida y la actuación de las personas. Aunque solo de manera formal.
La caldosa está lista. No es una joya de la gastronomía, no se hizo para servir en un restaurante, pero mata el hambre y alcanza para todos. El carbón le ha impregnado un toque ahumado al caldo espeso, de color amarillento con trozos de vianda y dependerá de la suerte si te toca alguna carne.
Después de un rato, por fin se reparte. Cada cual busca su pozuelo y recibe una porción. Está hirviendo y huele apetecible. La mayoría se la toma ahí; otros la llevan a la casa para el día siguiente.
Bajanda / Bajanda / Bajanda andaanada / Bajanda / Bajanda / Bajanda andaanada
Son casi las dos de la madrugada. La fiesta va agotándose, está en su último aliento, pero se resiste a cerrar. Ha habido varios intentos de pelea entre algunos hombres presentes, pero se resuelven rápidamente. Más de 20 botellas de ron vacías se acumulan en el piso.
A Yakelín le desaparecieron los zapatos desde medianoche. Ningún príncipe azul los recogerá.
Voʼ a dejarte tiesa y voʼ a echarme pieza ricamente / voʼ a hacer mi vida dignamente
Al día siguiente, los equipos de audio, la olla, las botellas continúan en su lugar. El silencio de la mañana es solo un receso.
En Melena del Sur la tierra es colorada y ese polvo se impregna en la ropa y en el pelo. En las paredes, de colores diferentes cada una, la tierra se pega y va subiendo como si el campo quisiera tragarse el edificio.
En breve comenzará la música otra vez.
*Este trabajo fue elaborado en el Taller de Nuevas Narrativas en La Habana, a cargo de Federico Mastrogiovanni y Sergio Rodríguez-Blanco, organizado por TallerINN, Rosa Luxemburg Stiftung, Casa de las Américas e Ibero México-Tijuana, en colaboración con Programa Prende y perrocronico.com. Se publica simultáneamente con Perro Crónico. @PerroCronico.
Edición: Sergio Rodríguez-Blanco / Federico Mastrogiovanni
Coedición: Ricardo López Cordero / Violeta Santiago
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