Tarde de clases en la universidad. El sol ralla el suelo del aula y el aburrimiento de los chicos se hace evidente. Uno de ellos, quizás entre los más brillantes, me ha increpado sobre la esencia de la asignatura que imparto: filosofía marxista.
Si le doy la razón y digo que el comunismo es una utopía inalcanzable, se reirán, son estudiantes de ciencias exactas y aplicadas, prácticas. En tal fórmula encarno algo así como un escritor de ciencia ficción que no escribe, o un mago que imparte alguna religión increíble pero obligatoria para todos los que cursen estudios superiores. La escena es común, hay quien impone su autoritarismo de profesor y pasa por encima de cuestionamientos muy humanos, otros eluden responder. Se deja en entredicho al marxismo, se entredice que es una ciencia en crisis o una seudociencia. Los alumnos se van a sus cuartos sin motivación, sin que medie la metamorfosis del conocimiento, el instante en que aprendemos algo inigualable.
Pero en mi caso me siento tentado a responder, a decirles la distancia entre el socialismo real y la teoría marxista clásica, a proclamarles el carácter humano de esta ciencia que intenta como visión del mundo llevarles el fuego de Prometeo. Ellos hacen como que entienden, miran hacia mí con caras de hombres y mujeres que mañana serán marxistas y tendrán una concepción dialéctica y materialista de la historia, pero al darse vuelta los veo coquetear con los fetiches del momento, los escucho decir las bondades de irse del país, de su desánimo ante el estudio de cualquier asignatura.
La crisis que nos acompaña no es del marxismo, sino de los marxistas, no es de la ciencia sino de los hombres que la hacen, la divulgan o la estudian. En otras palabras, me pareció imposible taladrarles en ese momento aquellas ideas poco sanas pero lógicas, sentí la impotencia de mi labor, lo fútil en decirles acerca de las leyes de la dialéctica, de las categorías.
Uno de esos estudiantes es además heladero los fines de semana, revisa constantemente su celular, tiene más economía que el resto de los muchachos. Ahora mismo funge como una especie de dios entre las chicas, de fetiche. Para él, el liberalismo norteamericano, el mercado, encarna los santos griales del ahora, repite constantemente que el hombre es egoísta, que cada quien debe luchar por su vida. A este le he puesto el mote de “Rey de la Selva”, y ellos, los estudiantes, se ríen de mi ironía que no entienden a cabalidad. No obstante, no dejo de explicarles que el marxismo no es una historia sobre fantasmas, sino la articulación científica de verdades que ya nos acompañan, la anticipación espiritual del cambio que pide la historia.
Hay una gran distancia entre el hombre y el conocimiento de su lugar en el universo, lo postmoderno tiende a ser omnipresente y a romper estructuras, el fin de las ideologías es tentador para el estudiante que intenta estudiar menos, estar a tono con la ley del mínimo esfuerzo. Aquella tarde de categorías y explicaciones, entendí además que ellos, mis muchachos, no tienen culpa de que el programa soslaye siglos de pensamiento anterior al marxismo, la gran historia del hombre y sus preguntas universales: quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Ellos no deben pagar por las ineficacias de un catálogo que además de las deudas, se concibe casi con una única finalidad ideológica y no cognoscitiva.
El “Rey de la Selva” se destacó por su eficaz verborrea, esa que usa para conquistar a las chicas, hizo hincapié en lo ficcional de mi asignatura. Intenté decirles que no se puede creer a pie juntillos en un capital que te vende la imagen del triunfo, pero te escamotea todo triunfo real. La ideología no funciona mecánicamente, es duro decirle a un estudiante, cuya vida gira en torno a un smartphone, que detrás de ese aparato hay indecibles historias de explotación, de seres que trabajan hasta 16 horas diarias y son sustituidos como objetos. El concepto del trabajo alienado, el fetichismo de las relaciones monetario-mercantiles, el aparataje del sistema capitalista que oculta lo que Marx describió a partir de su análisis sobre Inglaterra, el país imperial por excelencia de fines del siglo XIX. Inútil, parecía todo inútil.
Toda verdad chocaba contra la pesadez de los chicos, contra el horario que ya se tornaba infernal por lo tardío y el silencio que invade la facultad cuando todos salen de pase hacia sus casas. Pensé en el precio de las motorinas, en el hacinamiento del tren de transporte obrero, en las roturas de guaguas, en los diez pesos que cuesta un camión particular desde la universidad hasta mi hogar en Remedios. Me vi atrapado por la duda, por el espíritu de ellos mis estudiantes, sentí la angustia del hombre real, no dije más sobre el fetichismo, el Rey de la Selva se reía, di la clase por terminada.
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Roxana