En su casa le dicen: “¡Hasta cuándo, Liliana!” A menudo le piden que pare, porque ya viven aquí nueve perros y algunos gatos: Beba, Canela, Negra, Verdugo, Bobo, Gordo, Luna, Simba, Flaca. Su hijo quiere parecer más adulto que ella, usa el sentido común, ilustra a la madre: “¡Mami, ya son muchos!” “Pero qué hago” –se justifica– “si la gente me deja cachorros en la puerta, si veo un perro enfermo y siento que sólo yo estoy dispuesta a hacer algo por él”.
Liliana Dulzaides es una veterinaria distinta: “Algunos no lo creen, pero jamás he cobrado por atender a un animal.” No cuestiona a sus colegas. Ni le parece heroico que ella sea la única veterinaria disponible casi las veinticuatro horas, la extraña veterinaria que no consulta en la calle, no escatima su tiempo libre, no cobra los medicamentos de su botiquín. “Los veterinarios tienen que vivir” –reconoce–, “y yo he tenido que renunciar a parte de mi vida privada”.
Por tres miércoles ha perseguido a Amarillo, un callejero desarrapado. Jeringuilla en ristre se le encara. El perro no sabe que mejorará con el pinchazo. El Labiomec, un medicamento cubano, lo cura casi todo. “Pero, cuidado” –avisa Liliana–, “es como una puñalada en el hígado”.
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“Desde niña me gustaron los animales” –cuenta, abrazada de Beba–. “Mi papá es médico veterinario y fue director de la empresa pecuaria Macún durante veintitantos años. Cuando yo era chiquita, había cría artificial de reses, los terneros estaban en cunas, y yo iba a todas las lecherías. Me fascinaba ese mundo. Siempre quise cuidar animales.”
Liliana estudió en un preuniversitario de ciencias exactas. “Me decían: ‘¿Qué tú haces ahí para estudiar veterinaria?’ Pero yo quise ir a la mejor escuela para no tener obstáculos. Al final la dejé. Era una etapa mala y se pasaba hambre.”
El camino hacia la carrera de veterinaria se intrincó. Terminó la enseñanza media en una facultad obrera. “Pude estudiar veterinaria en el curso para trabajadores. ¡Hasta cambié de trabajo para poder hacerlo! Yo laboraba en el gobierno municipal. Como se exigía afinidad entre la plaza ocupada y la carrera a estudiar, me fui a Macún.”
Esta empresa figura al frente de su ramo en Cuba. Miles de cabezas de ganado pastan en la costa. La prensa se ocupa de Macún con frecuencia. Según fuentes, posee más búfalos que nadie.
“Me propusieron dirigir una unidad productiva” –Beba se queda quieta, como si oliera que Liliana dirá algo importante, hará una profesión de fe–, “pero no me gusta la producción. En esas unidades, el destino final de los animales es la muerte. Esos procedimientos para dar muerte se estudian en la carrera de veterinaria, pero yo no quiero trabajar en nada de eso. Las vacas perciben el olor de los que mueren. ¡Qué va! A mí no me gusta ese trabajo.”
La jauría se alborota. Ella no los escucha. Ha aparecido el conflicto, la encrucijada de sanar y matar. Liliana empieza a distanciarse de lo que la mayoría asume normal, inevitable.
“Te esfuerzas por salvar un ternero, sufres por él, te desgastas. Luego lo ves en el potrero, haciéndose añojo, torete… ¡Y cuando llega a toro lo mandan a matar! Yo sé que es así. Es la cadena alimentaria. Y no me conformo.”
Quisieron encargarle la dirección de una clínica veterinaria, pero ella rehusó. “Eso no es una clínica –explica–, es un desastre.”
Liliana querría fundar su propio establecimiento de salud animal. Uno supone que no cobrará, que deberá buscar financiamiento desinteresado. Liliana no es una “emprendedora” según el concepto novísimo. Demasiados compromisos afectivos, éticos, no toleran la rentabilidad. Hay empresas que no sirven para negocio. Son obsesiones que se llevan a cabo aunque desangren.
“A veces siento remordimiento cuando como carne” –ahora parece desconcertada de sí misma–. “Trato de no pensar mucho en eso. Jamás criaré animales para matar.”
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Valia Rodriguez