Desierto méxico

Fotos: Pavel García.

La travesía de un cubano emigrante (I): México lindo y querido (+Narración)

17 / octubre / 2022

«Atención pasajeros, el vuelo 842 de Copa está listo para aterrizar en Ciudad de México», anunció con voz de ultratumba el capitán del avión. Eran pasadas las dos de la madrugada. Con mi habitual distracción nivel galáctico, había confundido los horarios y comprado un vuelo pensando que aterrizaría temprano en la tarde cuando, en realidad, lo haría en la madrugada.

Las luces rutilantes de la Ciudad de México, una de las ciudades más pobladas (y contaminadas) del planeta, me dieron la bienvenida. El aeropuerto, sin embargo, me pareció bastante pequeño en comparación, e incluso un poquito sucio y vulgar.

La fila para migración era inmensa. Iba preparado para un interrogatorio exhaustivo, y me había creado una historia mitad ficticia mitad verdad del motivo de mi viaje a tierras aztecas. Para mi sorpresa el funcionario, un hombre mayor y canoso, le puso el sello de entrada a mi pasaporte luego de un par de preguntas rutinarias. Las puertas estaban abiertas.

Cuando me conecté al wifi del aeropuerto, recibí un cubo de agua fría en forma de mensaje de WhatsApp: «¿Qué onda? Lo siento mucho, pero no podré ir a recibirte. Mi tía no salió del quirófano. Voy ahora mismo camino a otro estado. Estamos en contacto».

Lo remitía Gustavo, antiguo compañero de aula de la Escuela de Cine y Televisión de La Habana, donde coincidimos en 2008 en unos talleres de sitcom (acrónimo de situation comedy). ¿Qué significaba esto?, pues nada menos que la pérdida de mi anfitrión y guía, al menos al inicio, en uno de los países más violentos e inseguros del mundo. Estaba absolutamente solo en medio de la madrugada dentro de un aeropuerto lleno de gente extraña.

Por suerte nunca he sido una persona que se deja llevar por el pánico, así que me senté, tomé un poco de aire y puse la mente en blanco. Poco después el mal momento había pasado. Era tiempo de improvisar sobre la marcha, trazar un plan B y saltar sin red a la aventura. Mi principal objetivo, alejar de la mente de los mexicanos mis verdaderas intenciones, que eran cruzar la frontera hacia el sueño norteamericano. La decisión la había tomado varios meses antes en Panamá, lugar donde residía hacía una década.

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Plan B

Una hora después, un nuevo plan cobró vida. Trataría de llegar a una región cualquiera del país, visitar un par de lugares turísticos llamativos y no muy caros, para dar forma y contenido a mi leyenda de «turista». Mi dedo se detuvo en un punto del mapa: el estado Michoacán. Con una idea clara en la mente, pasé a otro asunto más mundano y urgente: ¿dónde pasaría el resto de la noche?

Al pasear la mirada por el entorno, me detuve en un guardia joven, con el uniforme distintivo de la Marina. Me acerqué y tras saludarlo le pedí consejo. Su respuesta fue amable, pero contundente. Bajo ningún concepto debía salir del aeropuerto a buscar un taxi y un hotel a esa hora de la madrugada. «Hay mucho cabrón ahí afuera», expresó de forma elocuente. «Le aconsejo que se llegue a Itzz Sleep. Está aquí mismo, dentro».

Dicho y hecho. Luego de caminar cinco minutos llegué a una recepción y conocí en persona un nuevo tipo de alojamiento, que hasta el momento solo había visto en documentales japoneses: las cápsulas.

Después de pagar el equivalente a 46 dólares (carísimo me pareció), me condujo a una especie de colmena empotrada en la pared. La puerta y la cápsula se abren con una tarjeta magnética. Los baños y taquilleros para el equipaje estaban en una habitación independiente. El concepto nipón de la economía de espacio está llevado al extremo de eficacia con estas cápsulas. Dentro tienen televisor, aire acondicionado, manta, colchón y almohada, espejo e incluso una mesita plegable.

¿Qué falla de este lado del mundo? El civismo de la gente. Mientras un japonés se cortaría un dedo antes de molestar al vecino, a la mayoría de los gringos y latinos el concepto les resbala de manera absoluta.

Pasé el resto de la noche entre los abre y cierra de las puertas de las cápsulas y el movimiento constante del que estaba encima, no sé si «pelándose el guineo» o simplemente porque era hiperquinético.

Luego de resucitar al otro día con una ducha bien caliente, me despedí de las cápsulas; una experiencia sui generis, pero que no repetiría a no ser que no me quedara otro remedio. En la salida del aeropuerto me dejé llevar por una de mis máximas a la hora de escoger taxista en tierras desconocidas e inseguras: busca siempre a un señor mayor y bien vestido, suelen ser personas serias y honradas. Hasta el momento nunca me ha fallado.

Los taxis, por cierto, suelen ser costosos en comparación con los precios de los buses entre estados. Montado en mi taxi, llegué a la terminal y suprimí las ganas de agarrar de una vez un bus hacia una de las ciudades fronterizas como Nogales, Tijuana o Mexicali.

A veces lo más sencillo es lo más eficaz, pero mi instinto me decía que este no era el caso. Tenía razón. Cinco horas después desembarqué en un estado del que luego tendría información. Era el epicentro de la guerra entre carteles de la droga en México. Inicialmente, Los Zetas y La Familia Michoacana, ahora, Jalisco Nueva Generación vs. una escisión de los sinaloenses del Chapo.

Busqué un hostal tranquilo y económico y me dispuse a descansar. Al día siguiente, me desperté con la noticia de que había aparecido un tipo baleado en una de las calles principales de la ciudad de Uruapan, donde me encontraba.

Las consecuencias saltaban a la vista, el lugar estaba atestado de militares con sus camionetas, rifles de asalto y chalecos antibalas. El ambiente era más pesado que el plomo y la gente tenía la mirada huidiza del herbívoro en una sabana africana llena de leones.

La dueña del hostal me contó una historia surrealista y escalofriante. Unas semanas atrás y al amparo de la medianoche, los narcos habían colgado de uno de los puentes más céntricos de la ciudad cinco cuerpos desnudos y mutilados de hombres y mujeres, víctimas de su venganza. Estuvieron ahí toda la madrugada hasta que vinieron los federales en la mañana y los bajaron. Un señor que tenía un puesto de hamburguesas y tacos justo debajo siguió vendiendo como si nada durante horas, con el espeluznante espectáculo bajo sus narices. Cuando la prensa y las autoridades lo entrevistaron dijo con toda la naturalidad del mundo que él no había visto ni oído nada y por eso había seguido vendiendo normalmente. Se hizo famoso a raíz del incidente y vinieron televisoras de todo el país a tomarle declaraciones.

México entre falso turismo, hippies, corrupción y coyotes

Decidí, arriesgándome lo menos posible, visitar un parque natural hermoso, lleno de aguas purísimas que bajan y suben las montañas en medio de un ambiente mágico que recuerda al Rivendel de El señor de los anillos. La caminata me quitó décadas de edad. Es y será mi mejor recuerdo de México.

A medio trayecto me encontré dos hippies viejos con un puestecito de artesanía, escuchando su rock de los setenta y con ojitos perdidos por los vicios. Uno de ellos era idéntico a Brian May, el guitarrista de Queen, así que les pedí una foto. El tufo a tequila que exhalaba el de la derecha era tal que, si alguien llega a prender un fósforo al lado suyo, vuela el parque con hongo atómico y todo. Igual me dieron un poquito de envidia, escuchando su música, sin joder a nadie, y vendiendo sus collares en medio de aquel paraíso.

Un día después decidí que era suficiente de falso turismo y tomé un autobús a Morelia, la capital de Michoacán, y luego un avión hasta Tijuana. La noche anterior había hablado con el coyote y me había dado las instrucciones finales. Nos encontraríamos en un motel en Mexicali, cerca de la frontera. Allí me uniría a un grupo de cubanos para emprender el viaje hacia el muro.

Por teléfono sonaba amable, con voz de tío bueno y preocupado. Me afirmó que nuestra seguridad era la garantía de su negocio, pues esto funcionaba a partir de referencias. Aquello tenía toda la lógica del mundo. Le convenía ser serio y responsable para garantizar el flujo continuo de clientes. No voy a decir ni siquiera su seudónimo por cuestiones de seguridad, pero lo bauticé, como suelo hacer, como a un famoso cantante de Narcocorridos: El Komander.

En Tijuana me encontré con mi primer contratiempo serio: un oficial con una cara de cabrón que se la pisaba. Estaba parado como buitre al acecho en uno de los pasillos del aeropuerto. «Buenas noches, su pasaporte», me soltó apenas verme. Se lo extendí con tranquilidad y lo miré serenamente, aunque por dentro estaba hecho un manojo de nervios. «Cubano, ¿verdad?», me preguntó socarronamente. «Sí, oficial. Cubano residente permanente en Panamá, con visas de turismo para visitar México y España», le contesté tranquilo, pero tratando de sonar cortés.

Revisó una vez más el pasaporte y encontró ambos visados correctos y flamantes como medallas en el pecho de un veterano.

—¿Te quedas en Tijuana?, volvió a preguntar.

—No, señor oficial, de aquí pienso tomar un bus a Mexicali para continuar conociendo su país.

—Ya sabía yo. Me conozco perfectamente cuál es el objetivo de todos ustedes. Mira, no quiero hacerte pasar un mal rato, lo que quiero es dinero —soltó a bocajarro con un cinismo que me dejó boquiabierto a pesar de todas las historias que había escuchado sobre la corrupción de las autoridades mexicanas—. De lo contrario, vas a tener que venir conmigo y explicar un par de cosas y estoy seguro de que no estás haciendo lo que dices acá.

«Es ahora o nunca», pensé para mis adentros. Saqué mi celular y le mostré todas las fotos que había tomado hasta el momento, incluidas las del parque natural de Michoacán. Las últimas lo ablandaron bastante y se notó un cambio de actitud.

Después de un intercambio de miradas que fue sobre todo una última prueba de voluntades.

—Como puede ver, oficial, yo sí estoy haciendo turismo. Tengo un visado legal, una tarjeta de débito y dinero en efectivo para hacer frente a mis gastos acá. Usted no tiene ningún motivo para dudar de mí, así que decida qué hacer. Yo no voy a darle ningún dinero, porque no me sobra y bastante me cuesta ganarlo.

—Continúa, cubanito. Bienvenido a México —dijo tras pensarlo mejor y en un instante eterno de duda.

Acto seguido se desentendió de mí y clavó la mirada en el pasillo, a la espera de su próxima presa. Casi salgo corriendo, pero conservé un poco de dignidad. Caminé con paso normal hacia la salida, mientras mi corazón latía a mil revoluciones por segundo. De buena me había librado.

El inicio del final

Tomé otro taxi, camino a la terminal de buses de Tijuana. Con mi manía de buscarles parecidos a las personas, le encontré al taxista su hermano gemelo, Freddy, el mensajero de Ecomoda en Betty, la fea y su famosa frase «Perdóname, pero discúlpame». Cuando se lo comenté lo gugleó y, en efecto, el parecido era sorprendente.

Pasamos todo el trayecto bromeando con esto. Me ayudó un poco a olvidar la tensión vivida solo unos minutos antes. Al llegar a la terminal, me percaté de que había hecho otra Pavelada: el boleto, comprado online desde Michoacán, era para el día anterior. Tuve que pagar otro. Por suerte no era caro.

Estuve varias horas de espera en compañía de un grupo de braceros mexicanos (personas que trabajan a jornal, en especial en el campo). Lo deduje por lo humilde de su pinta y porque extendían sus mantas para pasar la noche en el suelo. Pasada la medianoche anunciaron el bus.

Solo tres personas hicimos ese viaje nocturno. Eso me volvió a poner intranquilo, pero un tiempo después el agotamiento me rindió. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que desperté. Estábamos en medio de la nada. Los choferes del bus transportaban unos bultos de tamaño mediano hacia el portaequipajes. El pelo de la nuca se me erizó. Aquello no podía ser nada bueno. Decidí hacerme el dormido y no dar acuse de recibo de aquel incidente en la carretera. No era asunto mío, así que cerré los ojos y me encomendé a Dios como tantas veces antes había hecho. Un tiempo después, el bus arrancó y seguimos el viaje como si nada hubiera sucedido hasta llegar a Mexicali.

Sobre las dos y media de la mañana, agarré mi enésimo taxista viejito. Entre charlas sobre otro viejito, de apellido López Obrador, y lo bueno y malo de su Gobierno, llegamos a mi punto de encuentro: un turbio motel de frontera cuyo nombre no voy ni a mencionar por razones obvias, pero que a un viajero solo como yo le hacía recordar cuanta película de terror se pueda uno imaginar.

El ambiente no era para menos: bombillas mortecinas de luz amarilla, callecitas de tierra que daban a las cabañas, equipadas a la manera de los años ochenta, y un recepcionista lo más parecido que puedan imaginar al Igor del Conde Drácula. Por suerte era un tipo amable y luego de cobrarme unos 12 dólares al cambio del peso mexicano, me condujo a mi habitación previamente asignada y me regaló un refresco.

Me cayó tan bien aquel ser medio mitológico que le regalé mi maletín de mano con casi diez kilos de ropa y zapatos que formaban parte de mi leyenda como turista y que, a partir de ahí, solo serían un estorbo.

Quedaba esperar el momento del cruce.

Historias al oído trae los mejores textos de elTOQUE narrados en la voz del locutor cubano Luis Miguel Cruz "El Lucho". Dirigido especialmente a nuestra comunidad de usuarios con discapacidad visual y a todas las personas que disfrutan de la narración.




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Jessy Castro

Que increíble historia de la vida real, No hay duda que eres un hombre valiente, inteligente y muy tenaz. Dios te bendiga siempre y te augurio muchísimos éxitos.
Jessy Castro

m_amy93

La segunda parte?? Necesito leerla ejjeje
m_amy93

Amy

La segunda parte????
Glenda Boza Ibarra

Muy pronto.

glenda-boza-ibarra
Amy

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