Fotografía de Ana María Buitrón para GK.
Las mujeres que le ganaron al desierto en Ecuador
29 / enero / 2021
Las montañas cafés sequísimas parecen infinitas. Anchas, delgadas, redondas, puntiagudas, apuntan en todas las direcciones, formando el desierto de Jubones, un lugar tan árido e inhóspito que parece una postal lunar, y no un paraje andino donde viven, siembran y cosechan Blanca Atre, Adriana Tapia, Daisy Dota, y Mélida Romero, cuatro mujeres que no se conocen —están separadas por una, dos, tres y hasta cuatro horas entre ellas— pero que comparten una lucha diaria: llevar agua a sus plantaciones.
Sus parches son tan verdes que parecen retazos artificiales en el paisaje marrón de las 1200 hectáreas del desierto de Jubones, enclavado en el sur del Ecuador que es—según el mapa de climas del Instituto Nacional de Metereología e Hidrología— seco y templado cálido. Por su topografía, altura (que estriba entre los 800 y 1400 metros sobre el nivel del mar) y ubicación geográfica, la cuenca del río Jubones tiene un ecosistema particular que hace que las corrientes de viento se lleven toda la humedad hacia la Costa, lo que lo vuelve desértico. “Con el cambio climático esta situación se intensifica”, dice el especialista en Adaptación del Ministerio de Ambiente del Ecuador, Nicolás Zambrano. Ahí, en su aridez, crecieron Blanca, Adriana, Daisy y Mélida. Ahí, con una paciencia metódica y una dedicación inquebrantable, le han ido ganando terreno.
Blanca Atre, Adriana Tapia, Daisy Dota y Mélida Romero no saben con certeza qué es el cambio climático. Tampoco están enteradas de que, según varios estudios, agravará las condiciones de vida de los agricultores como ellas, y que sus consecuencias más extremas —como las sequías— aumentarán el hambre y la malnutrición. Todos los días se adaptan a él pero desconocen que eso es lo que están haciendo con sus prácticas concretas para que las altas temperaturas, los soles intensos, la falta de lluvia y la sequedad del suelo no merme la producción de las cebollas, mangos, aguacates, limones, tomates, pepinos que cosechan para vivir.
Ganarle al desierto es una tarea que exige todas las horas posibles, de todos los días posibles y no solo la intermitente aparición de un burócrata de buenas intenciones. En eso les va la vida a las señoras Blanca, Adriana, Daisy y Mélida.
El valor de una gota
A las seis de la mañana el sol aún no calienta pero sí lo ilumina todo. Blanca Atre prepara el café, alimenta a los cuyes y una hora después, junto con su marido, Jaime Sandoval, sale a trabajar la tierra, su tierra. “Ella es de las pocas sino la única mujer que se dedica a la agricultura aquí”, dice una vecina, sentada en un portal amplio, amarillo y de cemento. Está hablando de Jubones, un centro poblado en la parroquia Santa Isabel, del cantón Santa Isabel, de la provincia del Azuay, de la Sierra sur del Ecuador. Todos los habitantes de Jubones siembran, cosechan y venden lo que la tierra les da. Hace cuatro décadas era caña de azúcar. Luego vino el camote y la yuca. Después, la cebolla. Hoy, Blanca Atre y Jaime Sandoval tienen más de 50 productos.
— Este es el riego a goteo, del que le conté, dice y señala un orificio diminuto en el tubo, desde el que cae una gota de agua y moja la tierra.
Me contó porque, según Blanca Atre, en su vida hay un antes y un después de esa técnica de riego. Los tubos con agujeros se colocan a lo largo de cada surco y cada ocho días (más o menos, dependiendo del producto) se enciende la bomba y llega el agua. “El goteo es menos trabajo porque se deja abierta la llave y se va a hacer otra cosa, a hacer el almuerzo”, dice. “Entonces está regándose solo, en dos horas está regadito y se cierra la llave. Es lo mejor, me da más tiempo para cualquier cosa de hacer”.
El goteo, a Blanca, le ha dado tiempo. El tiempo, lo ha invertido en diversificar. Esa diversificación, le ha dado más ingresos. Pero el goteo es más que eso. El especialista en ecosistemas secos, Zhofre Aguirre, la describe como una “buena práctica agrícola” porque no solo se cuida el agua sino la calidad del suelo evitando que se pierdan los nutrientes.
Ese tiempo que tiene desde que empezó con el goteo, antes lo dedicaba a regar con la técnica de inundación, en la que usa una pala para quitar y poner tierra en medio de surcos naturales por donde fluye el agua. Ese tiempo que ahora tiene, desde hace dos años, lo usa para sembrar naranjilla, mango, berenjenas, maracuyá, melón.
Blanca y Jaime son los únicos productores de la comunidad de Jubones que diversifican y venden sus productos directamente. El resto solo siembra cebolla y la vende a intermediarios en Santa Isabel.
El goteo también es ahorro. Para regar sus cultivos, Blanca y Jaime bombean el agua del río Jubones. Ponen una manguera gruesa en el río y con la fuerza de un motor, que funciona con un cilindro de gas de uso doméstico que cuesta 2 dólares e impulsa el motor por seis horas (un galón de gasolina les cuesta 1.85 dólares pero le dura apenas una hora). La tubería que absorbe el agua del río termina en un reservorio desde donde, del otro lado, sale el agua hacia los cultivos a través de mangueras y canales. Todo este recorrido, dice Jaime Sandoval, es de dos kilómetros.
Esa capacidad de adaptarse, aprender y emprender los llevó, en el 2001, a migrar a Estados Unidos. Allá vivieron seis años con tres de sus seis hijos. Blanca Atre pasó de cosechar su tierra en Jubones, a limpiar un supermercado y pocos años después, a ser su coordinadora. “No hacía nada, solo andaba viendo que la otra gente haga su trabajo”, dice, se ríe, y toma un sorbo de un jugo de maracuyá que acaba de exprimir en su cocina. Son las 12 del día y, como siempre, con su marido Jaime, hacen una pausa a esa hora porque “el sol pega más fuerte”.
Las horas de luz en Jubones, explica Zhofre Aguirre, son casi doce. Allí, la heliofanía —las horas de sol al día— es de seis de la mañana a seis de la tarde. Es uno de los tres factores para que en el desierto de Jubones haya tanta sequedad. Los otros dos son las elevadas temperaturas —un promedio de 25 grados centígrados en el año—, y la precipitación que es de 400 milímetros anuales. “Cualquiera dirá que esa cantidad de lluvias es interesante para doce meses pero el problema es que es demasiado concentrada, llueve fuerte por poco tiempo, dos o tres meses”, dice Aguirre, quien es investigador en la Universidad Nacional de Loja, una de las provincias donde está el desierto.
Aunque es dueña de su tiempo y sus ingresos han mejorado por la diversificación, a Blanca todavía no le alcanza el dinero para instalar el riego a goteo en sus 50 y tantos cultivos. “Pero está entre mis planes hacerlo”, dice segura.
El agua es política
“Adrianita, ¿y usted?”, dice Andrés Muñoz, el alcalde de Saraguro, para pedirle a Adriana Tapia que opine sobre cómo deben invertir los fondos del Municipio en la cabecera parroquial de San Sebastián de Yuluc, donde ella nació, creció y vive. Adriana —de nariz pronunciada y mirada fija— increpa a Muñoz y le dice que allí, en una de las once parroquias de Saraguro —un cantón de la provincia de Loja—, se necesitan muchas cosas. Sus vecinos hablan de infraestructura, de promover el turismo, de lastrar los caminos, de mejorar la educación.
Dos horas después está sentada en un círculo más cerrado con sus 20 vecinos que asistieron a la reunión. De pie está el alcalde Muñoz. Adriana Tapia le dice que la calidad del agua que consumen —gestionada por la Junta Administrativa de Agua Potable, de la que ella es la Presidenta— es mala, y que necesitan un clorificador porque el que tenían se dañó hace un año.
—El sistema de clorificación no es muy caro, usted podría donarnos uno, le dice Adriana Tapia al alcalde de Saraguro.
—¿Cuánto cuesta una clorificadora?, le pregunta el Alcalde a Víctor González, el director de Agua Potable y Alcantarillado del Municipio.
Le responde que unos 1200 dólares, y el Alcalde se queda callado por un momento y dice que bueno, que se hará esa donación. Entre los 20 vecinos que aplauden la decisión, está Juan Tocto, el marido de Adriana Tapia. Ella regresa a verlo, sonriente, como quien celebra una pequeña conquista. Muy pronto, José Antonio Tocto —otro vecino que es el Presidente de la Junta de Agua de Riego— le recuerda a Muñoz sobre la crisis de la cebolla. En noviembre de 2019, el precio de esta hortaliza cayó hasta 1 dólar por saco. Un año antes, ese mismo saco, se vendía a 30 dólares. La gran mayoría sino todos los habitantes de la cabecera parroquial Yuluc, donde vive Adriana, siembran y venden cebollas, que riegan con la técnica de inundación.
El consejo se ignora y la conversación se centra, de nuevo, en el agua. En un intercambio de ideas, precios y soluciones entre Adriana Tapia y Andrés Muñoz, el alcalde llama al presidente de la Junta Parroquial —el ente político responsable de Yuluc— y le dice, como dándole una orden, que debe financiar la mitad de la obra de alcantarillado porque los 18 mil dólares asignados del Municipio no serán suficientes. Adriana y Juan, su marido, salen satisfechos de la reunión con el alcalde. Ella está contenta porque, dice, es la primera vez que Muñoz va hasta allá luego de las campañas electorales. También porque todas las gestiones prometidas serán para mejorar el acceso al agua en su comunidad.
Todos, sin excepción, participan en la revisión y mantenimiento del canal, que conduce el agua a los cultivos con productos que venden para vivir. Todos los días —incluidos los fines de semana y feriados, explica Adriana Tapia— una persona camina los 18 kilómetros del canal para cerciorarse que no está bloqueado por tierra, piedras, ramas.
Para asegurarse que los miembros cumplan, crearon un sistema de fichas. “La persona que tiene el turno, debe subir hasta la captación, dejar una ficha, y volver. Al día siguiente, a quien le toque el turno, debe subir, coger la ficha y regresar con ella”, explica Adriana. Quien no cumple, debe pagar una multa de 25 dólares. Mientras ella explica la organización de los miembros a detalle, su marido Juan Tocto la observa y me dice “siempre ha sido buena en trabajar con la gente, le gusta”. Esa habilidad se evidencia cuando Adriana está entre sus vecinos y habla: la miran y escuchan con atención. Confían. Le creen porque durante años ella ha hecho posible que gran parte de su localidad, de 400 habitantes, tenga agua para regar verduras que cosechan y venden para dar de comer a sus familias.
Agua cada ocho días
“Cuando era niña todo era seco y faique aquí. Con el tiempo se fue ‘enverdeciendo’”, dice Daisy Dota, de zapatos tenis, gorra azul, camiseta fucsia, blue jean y una chaqueta de la misma tela. Sobre la gorra se coloca un sombrero gris de tela, se saca los tenis y se pone unas botas negras de caucho que le dan a la rodilla. Deja lo que no va a usar en una cabaña de madera donde también guarda insecticidas, pesticidas, bombas de aspersión, rastrillos, palas, mangueras, baldes y materiales para la tierra. Agarra una pala —que es más grande que ella— y empieza su media jornada que durará, de corrido y sin descanso, cuatro horas.
El degradé cromático es la prueba de que sus pobladores desafiaron la falta de lluvia y los suelos áridos. Estas condiciones ya difíciles aumentan con las amenazas climáticas que, en zonas como Seucer, se manifiestan como sequías. La sequía, según el IPCC —el organismo mundial de mayor autoridad sobre el cambio climático— es de las amenazas climáticas que más pueden afectar a agricultores y campesinos por el riesgo a que se queden sin comida.
A pesar de esto, repite Daisy Dota, no tienen para arriesgarse y cambiar. Responde todo mientras sujeta su pala, corre y salta de surco en surco para sacar tierra de una parte, colocarla en otra para bloquear el paso del agua, y enseguida abrir otro espacio para que por ahí vaya la corriente. Si se demora demasiado, habrá surcos que se inundarán y otros que se quedarán secos porque nunca les llegó el agua. Es como si con su pala controlara un sistema de diques a pequeña escala, y su destreza logra que todo se moje lo suficiente.
Daisy Dota nació en Seucer y cuenta que hace apenas 14 años ella y sus vecinos tienen agua de riego. “Antes había más agua de lluvia, pero bajó la lluvia y decidimos hacer algo”. Toda el agua llega desde un canal que se nutre de tres vertientes “de arribísima”, dice señalando la punta de la montaña seca donde hay una vertiente, llamada Sevillán. Una parte del canal tiene tubería, otra cemento y otra, tierra.
Su trabajo administrativo no le toma tanto tiempo como el que le dedica al cuidar su campo. Esta mañana está preocupada porque el agua que debería durarle ocho días ahora se consume más rápido. Teme que su reservorio tenga un hueco o una filtración y, para mostrar por dónde se podría estar escapando el agua, se acerca y señala la membrana negra en el pozo donde almacena el agua de riego. El reservorio es esencial para economizar el agua. Antes, dice Daisy, también los llenaban en época de lluvia, pero ahora eso casi no pasa, “llueve poquísimo”. El invierno es muy corto, continúa, en noviembre y diciembre de 2018 y enero y febrero de 2019 no llovió nada, solo en marzo y abril. Y eso no es suficiente para mantener sus cultivos de cebolla que corren el riesgo de secarse.
Daisy y Franklin Dota dicen que seguirán regando y cuidando cebollas coloradas para cosecharlas en enero. No están seguros si lograrán venderla, “pero vamos a seguir trabajando igual”, dice ella, con un poco de resignación.
Todas las formas que tiene el agua
Para llegar a El Tablón hay que dejar la carretera pavimentada y entrar a un camino lastrado que se vuelve más árido en cada curva que dobla la camioneta. De un lado está la montaña café pálido, del otro —sin ninguna baranda— un precipicio que termina en valles que a lo lejos parecen manchas verdes.
Al comienzo todo era por inundación. Después, le recomendaron que con el goteo ahorraría, entonces probó. “Luego me di cuenta que el de goteo salía muy poquito para plantas medianas y lo cambié a microaspersión”, dice Mélida Romero —de cachetes rojos y redondos, y una sonrisa que le achina los ojos— mientras arranca del tubo delgado negro que está sobre la tierra, un objeto plástico, redondo, que parece la tapa de una botella de agua.
El día, para Mélida Romero, arranca a las 4:30 de la mañana, antes de que salga el sol en El Tablón, una parroquia rural del cantón Saraguro, en Loja. Prepara el desayuno para su hijo de 16 años antes de que vaya al colegio y para su marido, Danilo Sigcho. “Yo cocino y él lava las vajillas”, dice cuando le pregunto cómo se dividen las tareas. Ellos se van, y ella se queda, casi siempre, sola.
Mélida no solo ha aprendido a innovar con los cultivos. Aprendió a preparar bioinsumos orgánicos sólidos y líquidos para mejorar la calidad del suelo. Esa, un suelo pobre, poco fértil, sin nutrientes, y no la falta de agua, es la mayor amenaza a los cultivos de El Tablón, dice Álvaro Ordóñez, el técnico que trabajó en Foreccsa, el proyecto del Ministerio de Ambiente de adaptación al cambio climático en el desierto de Jubones, que capacitó a los agricultores de la zona, entre ellos a Mélida Romero, para mejorar los suelos.
El bioinsumo sólido que prepara Mélida no está a la vista sino debajo de una funda plástica negra extendida en el suelo, que ella sujeta con troncos y piedras a los costados para que los fuertes vientos no la levanten. Mientras ella, con guantes negros plásticos, levanta esa cobertura negra se desprende un olor penetrante indescifrable: entre fruta podrida, heces de animal y basura común.
Lo que deja ver es una masa de diferentes tonos de café que ella explica mientras la va mezclando con una pala que sobrepasa su tamaño: “Le pongo melaza, excremento seco de chancho, de chivo, de gallina, de cuy, con tierra de montaña, le echo agua con la manguera y le mezclo muy bien. Eso repito cada ocho días y al mes está listo”, dice Mélida, mientras lo tapa con la misma funda gruesa negra, y me explica que ese se llama abono Bokashi —que significa materia orgánica fermentada en japonés. El único ingrediente que compra es la melaza —un residuo viscoso de la caña de azúcar—, el resto lo saca de sus animales y su tierra. Dice que utilizar lo que antes solía botar es una “buena inversión”.
—Brotan más bonito con el abono, verá, se venden mejor los productos porque es más grande, más jugoso, dice Mélida Romero, sonriente, mientras tapa uno de los tanques.
Los bioinsumos mejoran la humedad del suelo y logran que recupere los nutrientes que se pierden luego de cada cosecha.
Entre la elaboración de abono, las decenas de productos diferentes con los cuatro tipos de riego, Mélida Romero está siempre ocupada. El tiempo es su mejor aliado. “Me mando yo misma, cuando quiero hago, cuando no quiero no hago y me siento un rato y nadie me dice ‘apúrate, trabaja, muévete’. Entonces la agricultura es muy bonita porque se hace al mando de uno mismo”, dice y enseguida agrega que por la cantidad de tareas, no se alcanza porque no tiene ayuda. Y esa falta de ayuda hace que algunos productos se dañen porque no son cosechados a tiempo.
Epílogo
Blanca Atre sonríe cuando nos ve llegar entre la multitud de compradores en el mercado de Cuenca donde vende sus productos. Lleva el pelo hecho una rosca, y viste un delantal azul que combina con las carpas de los vendedores de la provincia de Azuay. Son unos 200 y cada uno paga 10 dólares al mes por el alquiler del espacio. Han pasado cuatro días desde que visitamos y recorrimos su casa y cultivos. Sus productos resaltan en cajas y baldes plásticos: cebollas moradas y blancas, tomates, limones, naranjas, pepinos, pimientos, melones, yucas, papas, sandías, peras, fréjoles, plátanos verdes, mangos de chupar y de comer, cocos, bananas, mandarinas, cilantro, ají, aguacate. Su carpa es de las más concurridas y sus cajas plásticas llenas de verduras y frutas de todos los colores son la evidencia de cómo le ha ganado al desierto. A la 1 de la tarde empacará todos los productos para al día siguiente, y todos los sábados y domingos del año, volverlos a desempacar y vender todo lo que su tierra le da.
El precio bajo de la cebolla del que se queja Adriana Tapia también afectó a Daisy Dota y su marido. En diciembre vendieron 80 sacos de cebolla colorada. Por cada uno le dieron apenas seis dólares, cinco veces menos que el año anterior. “Esperemos, pues, si dios quiere, que suba el precio”, me escribe Daisy, vía Whatsapp. Lo dice porque hace apenas 15 días, volvió a sembrar, nuevamente, cebolla en todas sus hectáreas. Lo hizo, una vez más, superando los obstáculos como la tierra árida, el exceso de sol y la falta de lluvia.
Superar obstáculos es para Mélida Romero parte de su trabajo y los enfrenta con buena cara. “El primer consejo para la agricultura es ¡ánimo! Es un trabajo que requiere buena voluntad porque sin voluntad no se hace nada”, dice convencida y recuerda que cuando se asentaron con su esposo en las tierras donde viven ahora, no tenían nada y todo era seco. No tenían agua. “Nosotros empezamos de cero, no teníamos plata ni las cosas hechas. No es necesario un montón de plata para trabajar la tierra y entenderla y hacer que los productos crezcan, lo que se necesita solamente es voluntad y ánimo”.
Créditos
Reportería y redacción: Isabela Ponce
Fotografía y video: Ana María Buitrón
Edición y mentoría: María Teresa Ronderos (Fondo ODS – Centro ODS para América Latina)
Edición de texto: José María León
Edición de video: Diego Ayala
Dirección de arte: Gabriela Valarezo
Ilustración: Paula de la Cruz
Gestión de redes sociales: Verónica Aumala
Este proyecto tuvo el apoyo de: Fondo ods. Centro de los objetivos del desarrollo sostenible para América Latina.
Fue originalmente publicado en el medio GK, de Ecuador, y es republicado como parte de la Red De Periodismo Humano.
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