Junto a la carretera hay un camino, una plantación de tabaco y una breve hilera de casas que parecen bombardeadas. Hay también una mujer negra que amamanta a su bebé justo al frente de un terreno donde la basura, indetenible, crece sobre la hierba. A unos metros está la entrada de Macondo.
Allí viven 76 familias. Son cientos de personas, muchas trabajan. Allí tienen el CDR 5, una presidenta que se llama Lourdes y un grupo de federadas que dicen cotizar. Esta podría parecer una comunidad más en las afueras de La Habana, a 8 Km de San Antonio de los Baños, aproximadamente; pero parece que ningún lugar nombrado Macondo escapa del surrealismo.
El descrito en Cien años de Soledad tenía veinte casas de barro y caña brava. En ese lugar el mundo era tan nuevo que muchas cosas aún no tenían nombre; pero tenía la suerte de ser, en definitiva, una aldea feliz y laboriosa.
Macondo, el nuestro, tiene dos edificaciones de cuatro pisos y pasillos que las enlazan. También algunas viejas aulas con vidrios rotos y puertas desclavadas. Lo que en algún momento fue la escuela Ignacio Agramonte hoy es hogar para cientos de personas. Un lugar que puede parecer igual de primitivo al que contaba García Márquez, aunque quizás no tan feliz.
Cinco personas viven en un cuadrante de pasillo. Un trozo que se les dio por caridad y que ellos mismos han reconstruido. Allí no hay una división entre el baño y la cocina. Para la familia de Carmen, inodoro y alimentos ocupan un único espacio. Se come y defeca en el mismo lugar, casi.
La fachada de tablas parece demasiado vulnerable; pero ellos dicen que se sienten seguros: realmente tienen muy poco que perder. Junto a la misma puerta, usando la luz solar, Carmen cose en su máquina para sustentar a los suyos. Me invita a pasar y me ofrece una de las tres sillas de la casa.
Me cuenta cómo llegó a Macondo, unos meses atrás. Su rostro permanece inexpresivo a lo largo de la conversación. Solo a ratos se permite una sonrisa como quien está instintivamente feliz, quizá de seguir respirando. Habla de que se fue con su familia de donde vivían y que el gobierno local les permitió refugiarse allí. Apunta como detonante a un exesposo alcohólico que era violento y alguna vez maltrató a Rosy, su nieta.
A sus cuatro años Rosy es demasiado elocuente para pasar inadvertida. Para ella y su hermano Isac, un chiquillo de 15 meses que anda con pantalones mojados, mi teléfono celular y la cámara fotográfica son novedades que quieren descubrir. El único equipo eléctrico de la casa es una hornilla.
El piso de baldosas manchadas está cubierto por periódicos viejos y sobre ellos hay un par de muñecas sin pelos — rotas— un charco de orine de Isac — pestilente—, algunos retazos de costuras. Todo es tan viejo y usado que cuesta creerlo real.
Carmen dice, y yo no logro entender cómo, que está satisfecha por vivir ahí… con una pared de zinc oxidado, con cuartos delimitados por pedazos de telas colgados sobre alambres; en una propiedad que ni siquiera es legalmente suya; sin poder tener libreta de abastecimiento para la comida de los niños; de tener un solo bombillo, tres sillas y tomar agua caliente. “Agradecida” es la palabra que usa.
“No es mucho lo que tengo pero al menos vivo tranquila”. Yo no logro entender cómo, pero ella insiste en decir “agradecida”. Escuchó mensajes alentadores del delegado y confía en que será temporal.
Cubanos ilegales en Cuba
En el mismo edificio de Carmen, en el segundo piso, vive Yurisnely con sus cuatro hijos y su pareja; en el local de la izquierda está una de sus hermanas; a la derecha, otra; en el bloque anterior vive su mamá Eneyda; y así, seis de las 76 viviendas de Macondo pertenecen a esta familia. Durante demasiado tiempo han estado allí.
En 1990 Eneyda Méndez, con 6 hijos y sin tener dónde vivir tras un desastre meteorológico, fue ubicada temporalmente en un trozo de un antiguo albergue. Tres meses, le dijeron entonces. Y en este lugar nacieron sus últimas hijas, sus nietos, y los hijos de sus nietos. Tres meses se han convertido en 27 años; y siete personas, en una familia de 21.
“Nos hemos quejado en todos lados”, asegura Eneyda mientras sostiene la copia de una carta enviada al Consejo de Estado y fechada en junio de 2014, de la cual asegura nunca obtuvo respuesta.
“Cada delegado nos promete que van dar solución a nuestro caso, pero se acaba el período de mandato viene otro delegado y se repite la historia. Hace unas semanas nos dijeron que en el 2018 estaríamos en el presupuesto para mejorar condiciones sanitarias, pero de legalizarnos y darnos la libreta nadie habla. Por otra parte yo no entiendo cómo alguien puede ser ilegal en su propio país. No estoy aquí porque me colé sin permiso, llegué porque el gobierno del municipio me trajo con mis hijos y se lavaron las manos después. Entonces si ellos mismos me pusieron aquí ¿cómo me van a decir que estoy ilegal?
“Ya a estas alturas no estoy esperando la casa prometida hace casi 30 años. Me conformo con que me ayuden a arreglar esto o me vendan materiales de construcción con subsidios. Ni eso he tenido. Cuando veo en el periódico y en el noticiero que le hacen casas a los damnificados, me siento engañada. No entiendo qué ha pasado con mi familia”.
Eneyda mueve la cabeza de izquierda a derecha, manotea. Insiste en su indignación por las promesas rotas de antes y hasta por la falta de promesas de ahora. Respalda sus quejas con resoplidos y suda.
¿Cómo hacen para tener servicio eléctrico?
“Robamos la corriente. ¡Aquí no se paga ni el agua!” – interrumpe su hija desde la cocina y se suma a la conversación.
“Intentaron ponernos contadores pero los recibos no eran justos y como protesta los vecinos acordamos no pagar. Si somos ilegales para tener una propiedad, o para coger el arroz de los mandados, entonces tampoco tenemos legalidad para pagar facturas. Un día vinieron a quitarnos el suministro pero todos salimos hasta el poste y salieron huyendo los de la empresa eléctrica. Nunca más lo intentaron”.
Muchas familias han migrado desde el Oriente del país y viven indocumentadas. ¿Cómo funciona la atención médica para ellos?
“Del consultorio vienen a visitarnos frecuentemente y nos dan las recetas y tratamientos que necesitamos. Todos los niños son vacunados y se les atiende. Esa es la verdad. Estar indocumentado no ha sido una traba en este sentido.
“Para mí lo peor es vivir presa en mi casa. Imagínate lo que es saber que no puedes ausentarte por semanas, ni irte de vacaciones a Oriente porque te pueden quitar este espacio. Y si eso pasa no tienes cómo proteger tus derechos sobre el inmueble mientras no haya un papel que lo certifique como tuyo. Mi esposo y yo hemos invertido dinero y trabajo para hacer este local habitable. Vivimos sin lujos, pero como personas. Ya eso aquí es bastante. Por lo tanto no podemos salir y dejar que nos quiten esto. No será nuestro, pero es lo único que tenemos”
Solo se necesitan unas horas en Macondo para sentir el dolor de su nombre. Andarlo, conocer su gente, pasar la yema del dedo para padecer sus inclemencias y fisuras, es cada vez más difícil.
Justo a la salida, Yakelyn, quien vive con sus dos hijos en el primer piso sobre una fosa desbordada, le comenta a Eneyda : “Tal vez cuando salga el artículo alguien venga a preocuparse por nosotros y mejoremos”.
comentarios
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Barbara
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Jesús López Martínez
Un sillón como el que tiene la señora donde vivo cuesta 60 CUC y no tengo los problemas de ella, pero no me lo puedo comprar porque hay otras prioridades. En el artículo se aclara que la ateinde salud, estoy seguro que los niños tienen los mismos maestros que otras familias, pero aunque en el país tengamos la voluntad de resolver los problemas de todos, eso no se hace solo con deseos, hacen falta recursos que cuestan.
Claudia
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Cary Lopez
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