Jose suelen llamarle sus amigos. Llegó a La Habana con unos 40 CUC y tres trozos de lienzo bajo el brazo. Salió de su pueblo natal, Morón, porque ya le quedaba pequeño hacer retratos a los turistas en los hoteles de los cayos. No le importó, o al menos no se lo pensó mucho, dejar atrás los casi cien CUC que de esa forma ganaba diariamente.
Cuando llegó a la capital, Jose consiguió alquiler en las inmediaciones de la calle Monte, una zona donde la vida acelerada y claustrofóbica de La Habana antigua, además del folklore, más de una vez le espantaron sus musas. Eran días en que José Luis Bermúdez caminaba kilómetros porque no se defendía con las rutas de ómnibus, y el dinero no alcanzaba para tomar un taxi.
No conocía a nadie, salvo los dos o tres parientes. Pero él venía a comerse el mundo, y, lo sabía de antemano, comerse el mundo no es tarea sencilla.
“Imagino que para nadie debe ser fácil salir de su medio, más si tienes cosas que te aten a él, pero sentí la necesidad de dar el paso, de salir a probar. El mundo del arte es muy complejo, pero ese fue el que elegí y ahí me quiero hacer grande. Por suerte o por desgracia, dentro de Cuba, La Habana es el lugar que más posibilidades ofrece para emprender. No obstante, como todo en la vida, tiene su precio.”
Cuando vendió su primer cuadro, Jose vio los cielos abiertos. Una venta inusual, fuera de los tradicionales círculos del arte instituido. Fue en la pequeña sala de su alquiler. Ese día creció. No vaciló para negociar con su comprador, el típico pez gordo. No se dejó llevar por el regateo, natural en estos casos, y con los dedos cruzados en el bolsillo, casi rozando el único billete de CUC que le quedaba, mantuvo firme el valor de su obra, que ya trascendía los 20 o 30 CUC que antes cobraba por retrato. Aquellos 2500 pesos convertibles fueron luchados casi con la misma delicadeza con que se corta un pastel.
De repente comenzó a creer en el dicho “fortuna llama fortuna”, y aunque estaba lejos de casa, viviendo rentado, lidiando con el dilema de la escasez de materiales de trabajo, José Luis llegó un día a Madrid. En el camino, que le tomó casi lo mismo que llegar a Morón, dice que no tuvo tiempo para pensar, porque cuando las cosas resultan increíbles la mente se queda en blanco.
“Llevaba siete meses en La Habana cuando se dio la oportunidad de ir a España. No me lo había planteado como meta inmediata, pero sucedió. En Madrid me organizaron una muestra personal, que luego me abrió otros caminos, aquí y allá.
“Fue un antes y un después en todas las facetas de mi vida, que me reafirmó que cuando uno tiene inconformidades, hay que salir a saciar esa inquietud.”
La coyuntura era idónea para el adiós a Cuba. Becas, contrato de trabajo… pero un mes después Jose retornó. Regresó, eso sí, un poco más gordo, lleno de ideas y aspiraciones, de nuevas experiencias, con otra mirada. La expo le dio lo suficiente para el currículum y el sobrepeso de su equipaje, pero también le preparó el camino para otras empresas.
Ahora sigue en La Habana. Cada noche llama a Morón para escuchar la voz de su hijo de dos años. Consulta a larga distancia proyectos y decisiones para continuar dándole participación a su familia. Bebe refresco de cola con tendencia adictiva, coloca el vaso justo al lado de sus pinceles y del óleo fresco. Cada semana actualiza su perfil de Facebook, colecciona aplicaciones para su teléfono, en ocasiones dedica toda una jornada nocturna al videojuego, y pinta, como un loco desenfrenado pinta.
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Maira Jaime
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Ana roa