Manifestantes opositores al Gobierno cubano en la calle Obispo, La Habana, son violentados por la policía y agentes de la Seguridad del Estado.

El orden público no puede ser un límite a la libertad de expresión

6 / mayo / 2021

Las manifestaciones de Leonardo Romero Negrín —«socialismo sí, represión no»—, Luis Robles Elizástegui —«Libertad. No más represión. #FreeDenis»—, Katherine Bisquet y Camila Lobón —«Nuestro amigo muere en huelga, no quiere vivir sin libertad, bajo el acoso y la violencia de la Seguridad del Estado. ¡Devuelvan sus obras de arte, quiten el cerco policial en San Isidro! #RespetenNuestrosDerechos»— y Wilfredo Prieto —«President Biden, the 60 year [sic] old trade embargo on Cuba is not a joke. We most [sic] end it now»— comparten un mismo impulso, a saber: la libertad de expresar libremente una opinión. La única diferencia es que las tres primeras sostienen una opinión que cuestiona el orden público cubano, el statu quo; mientras que la última, la de Wilfredo, no lo hace.

En torno a la libertad de expresión gravitan falacias y fantasías que el discurso oficial gusta alimentar. El Artículo 45 de la Constitución cubana[1] es citado por Humberto López como límite legal a la opinión pública, con más visión de burócrata que acierto jurídico. De esta forma pretende establecer el orden público —en su dimensión de statu quo— como límite a un derecho que deviene requisito sine qua non en una democracia; pretende burocratizar el uso de un derecho humano —como lo es la pública expresión— al subordinarlo a requisitos de fondo.

La Constitución cubana vigente norma en su Artículo tercero: «la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado». Reconoce al pueblo como el poderdante, el sujeto, el soberano y, en última instancia, como el representado al concluir: «El pueblo la ejerce [la soberanía] directamente o por medio de las Asambleas del Poder Popular y demás órganos del Estado». No obstante, en todo caso, el pueblo conserva constitucionalmente la posición de poder, de mandante.

Esta idea es esencial. El Estado ejecuta, en teoría, la voluntad soberana del pueblo; es el representante del soberano. Parece simple, pero es una realidad que se obvia con pasmosa cotidianeidad. El razonamiento de Humberto López trastoca esa idea fundacional.

Los conflictos de derechos constitucionales son harto complejos de solventar, y los tribunales constitucionales suelen recurrir a los análisis casuísticos en vez de establecer preferencias ex lege —regladas en la ley—.

Resultó icónica la sentencia del Tribunal Constitucional del Reino de España 104/1986[2] en la cual se resolvía un conflicto entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor como límite de aquel. En esa sentencia se lee:

«No necesariamente (…) el derecho al honor haya de prevalecer respecto al ejercicio que se haya hecho de aquellas libertades, ni tampoco siempre hayan de ser estas consideradas como prevalentes, sino que se impone una necesaria y casuística ponderación entre uno y otras. Es cierto que el derecho al honor es considerado (…) como límite expreso de las libertades [de expresión], y no a la inversa, lo que podría interpretarse como argumento en favor de aquel. Pero también lo es que las libertades [de expresión] no solo son derechos fundamentales de cada ciudadano, sino que significan “el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático”. Esta dimensión de garantía de una institución pública fundamental, la opinión pública libre, no se da en el derecho al honor».

Esta valoración jurídica sobre la prevalencia de la libertad de expresión por encima del derecho al honor —que un tribunal constitucional español, con meditada prudencia, se niega a elevar a regla— es un ejercicio que de forma casuística se ha de replicar cuando la opinión pública colisione con «los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes» [como refiere el Artículo 45 de la Constitución cubana]; y, en todo caso, se debe ponderar, además, la dimensión política y democrática de la expresión libre de una opinión sobre el statu quo.

La libertad de expresión es condición de la propia idea rousseauniana que simula el diseño republicano actual en Cuba. No puede concebirse un poder popular, no puede entenderse un diseño consensuado de manera hegemónica, una soberanía que reside intransferiblemente en el pueblo si una opinión contraria al diseño se castiga porque atenta contra el orden (pre)establecido.


Criminalizar la crítica que realiza una parte de la ciudadanía —y, por ende, una parte del todo soberano— como forma de reprimir la divergencia más osada y amedrentar la cauta, supone, al menos, dos posibilidades. O bien desconoce como parte de la comunidad a esa disidencia que se atreve a cuestionar —y cobran carácter de pública y solapada política estatal las ideas que la doctora en Humanidades, Karima Oliva Bello, lanza con poca mesura y menos humanidad en sus redes sociales: «pienso en el trato humano que nuestro Gobierno socialista le da a grupos pagados por un Gobierno extranjero injerencista», las cuales develan una lógica segregacionista detrás de la perogrullada—, o bien desconoce al soberano todo y ofrece altavoces solo a quienes comulgan con el statu quo. A quienes comulgan con ese orden público que la prensa estatal pretende elevar como límite a la libertad de expresión para que estos sujetos/objetos sirvan como legitimadores de lo que, en definitiva, resulta un poder dictatorial disfrazado de uno constitucional.

La libertad de expresión no es un derecho que concede el poder estatal, sino un ejercicio básico para entender ese poder como un acuerdo de voluntades. No puede limitarse su acción a aplaudir el statu quo o a lanzar mensajes políticos a Joseph Biden que coinciden con el querer político estatal, pues entonces no sería libertad; sería, apenas, expresión. No puede existir democracia sin plena libertad de opinión pública[3] y esto es un axioma político.

Debatir acerca del contenido ideológico/cultural de la opinión enunciada, para entonces valorar sobre la libertad del opinante para expresarlo, es absurdo, pero, sobre todo, es triste y lamentable, porque reproduce la lógica segregacionista de Karima —o la lógica segregacionista que reproduce Karima, pues ella no es la fuente—. No importa si el clamor contiene en sí «el ascua de la inteligencia, la flecha de la sabiduría, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jardín del buen decir»[4], o si se reduce a un concentrado y popular —harto atinado—: «¡jama!» en voz áspera y alcoholizada. La libertad de expresión ha de defenderse allende ideologías. Nos va la nación en ello.

El Código Penal vigente en Cuba, amén de las puntuales modificaciones sufridas, es el mismo que sustituyera al otrora Código de Defensa Social cubano. Lo reseñable, lo destacable, es que aquel tuviera un nombre que ilustrase a la sociedad civil sobre el objeto del derecho penal: la defensa social, la defensa de la sociedad.

El actual Código Penal se ha convertido en un instrumento que blanquea la represión en Cuba, un código de defensa estatal si se quiere. De tal suerte, tenemos a Leonardo Romero Negrín, Camila Lobón y Katherine Bisquet investigados por desordenar el ordenestablishment—, a Luis Robles Elizástegui acusado de propaganda enemiga, y a Wilfredo, no, a Wilfredo, no.

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Las privaciones de libertad en Cuba, ora en establecimientos penitenciarios, ora en el domicilio del imputado, se basan en la aplicación arbitraria de una ley penal para reprimir derechos constitucionales, para reprimir un derecho humano reconocido en el Artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la cual Cuba es firmante:

«Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión».

El Gobierno se mofa, además, de la sociedad civil cubana debido a que el Artículo 41 de la Constitución establece: «El Estado cubano reconoce y garantiza a la persona el goce y el ejercicio irrenunciable, imprescriptible, indivisible, universal e interdependiente de los derechos humanos».

Contemplar cómo el Estado cubano engulle derechos en apariencia ajenos e individuales, y pensar que las barbas propias están a salvo, es ingenuo, irresponsable, cobarde, crédulo, amartiano. Que Wilfredo diga lo que quiera, también Karima Oliva, Israel Rojas; que utilicen la palabra como mejor sepan —o como mejor les convenga—. Que también digan su verdad Romero, Lobón, Bisquet, Robles y tú.

 

[1] El ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes.

[2] https://hj.tribunalconstitucional.es/HJ/es-ES/Resolucion/Show/SENTENCIA/1986/104

[3] Con apenas regulaciones para su ejercicio.

[4] El árbol de la ciencia. Pío Baroja.

 

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