Los cinco hermanos tomaron la Virgen y peregrinaron por los campos de la familia. Durante meses no había llovido y perdieron muchos sembrados: no tenían otro alivio que hacerle promesas al cielo. Después de varios kilómetros, en el primer charco que encontraron, la Virgen probó el agua. El líquido estaba tan sucio y estancado que algunos consideraron aquello como una ofensa.
Aun así, las plegarias fueron efectivas y un diluvio con truenos los sorprendió al regreso. Con el triunfo de la Revolución, el 1ro de Enero de 1959, la Virgen volvió a peregrinar. Uno de aquellos hermanos, Perico, tenía un hijo que había luchado en la Sierra junto a los guerrilleros y no estaba de acuerdo con la adoración a los santos.
Fue entonces cuando el altar pasó de bohío en bohío, hasta terminar en la ciudad, cerca de mí. Veinticuatro años después de verla por primera vez, supe que era la Virgen de las Mercedes. Siempre había existido un vínculo entre mi niñez y los santos del altar, pero sin adoctrinamientos. Cada cierto tiempo, los sobrinos de Perico y yo limpiábamos las esfinges: una de Santa Bárbara, otra de San Lázaro, tres de la Virgen de la Caridad y aquella santa grande e impetuosa que resaltaba sobre las otras.
Yo llegué a esa casa a los seis meses de vida. Era 1993 y el período especial estrujaba a Cuba. En aquellos años dormía la siesta en una hamaca, tenía un columpio improvisado que el vecino construyó para mí y la jaula de los pollos era mi trampa para cazar gorriones.
No había otra rutina que llegar de la escuela, hacer las tareas, dormir las tardes (siempre entre los vientos de los árboles del patio) y despertar a la misma hora para tomar el baño y disfrutar los dibujos animados. Mis padres venían casi al anochecer y yo volvía a la casa de mi familia carnal.
En la escuela mis compañeros corrían en el horario del receso, ensuciaban sus uniformes, jugaban juntos… Yo no entendía por qué. En sus hogares no seguían horarios para dormir, comer, ver la televisión… No cazaban gorriones, ni tenían hamaca. Y el colmo para mí: algunos no hacían la tarea. Hoy solo viven dos de los tres sobrinos de Perico, y van muriendo, ya eran ancianos desde que los conocí. Pero allí siguen las rutinas y los rituales inviolables, aunque ahora limpio sola el altar: me hace feliz complacerlos.
A veinticuatro años de haberla visto por primera vez, he sabido que aquella santa grande e impetuosa que resalta sobre las otras, es la Virgen de las Mercedes.
Dicen que su nombre surgió a orillas del Mediterráneo, en el siglo XIII, y que en su honor se fundó una comunidad religiosa para auxiliar a seres cautivos que eran llevados a sitios lejanos.
Entonces repienso mi infancia en aquel escenario irreal para muchos: horarios de comida inviolables, todos sentados a la mesa, compartiendo cada plato a partes iguales… Palabras pausadas, decisiones compartidas, respeto… Retratos de los ancestros reverenciados con flores del jardín… Infusiones de tilo y albahaca… Y el altar con una bandera cubana a sus pies, junto a aquel brazalete rojinegro que perteneció al hijo de Perico, durante la lucha clandestina.
Fui feliz, sin dudas. Lo soy. Y le enseñaré esas libertades a mis hijos. La vela está encendida.
(El Toque es una plataforma que abre espacio a voces múltiples. Las opiniones aquí expresadas no necesariamente representan la visión del proyecto, las publicamos porque creemos en la necesidad de lo diverso)
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