La polymita, una especie de caracol endémica de Cuba, se está extinguiendo por culpa del comercio ilícito. Para evitar su desaparición a Irina Pantoja le encomendaron en 2014 criar 24 ejemplares en un laboratorio de la Quinta de los Molinos, en La Habana. En ese momento la joven no sabía ni por dónde empezar.
“Yo soy técnica en Agronomía y no puedo saber más que un biólogo sobre los órganos internos de los caracoles; pero sí sé sobre todo lo exterior, sobre todo lo que les gusta”, revela.
“Yo hablo con las polymitas, les pregunto por qué no comieron y siento que me escuchan; algunas mueren cuando hacen su puesta de huevos y eso me entristece”, cuenta la joven mientras mira las cuatro virinas donde ha logrado reproducir más de cien caracoles.
Los especialistas que han visitado el sitio aseguran que hacía mucho tiempo no veían tantas polymitas juntas, ni habían conocido de otra experiencia similar en el país. Con la asesoría del malacólogo José Espinosa Sáez, se logró la primera y segunda generación con mucho éxito, según parecen demostrar la forma de las conchas y sus colores.
“Se aparean una vez al año en los tiempos de lluvia, con los cambios de temperatura y la llegada de frentes fríos. Nacen con la concha transparente y los colores aparecen según la genética de cada tipo; pertenecen a lugares húmedos y las primeras que tuvimos vinieron de Guantánamo – explica la agrónoma. Para adaptarlas al nuevo ambiente creamos las condiciones en un pomo, pedimos permiso y devolvimos la misma cantidad de ejemplares que trajimos al medio de donde se extrajeron”.
Los moluscos no se incluyen en los estudios de la carrera de Agronomía, una profesión que tampoco conquista en la actualidad a muchos jóvenes cubanos. La relación con el campo, las plantas, la tierra, sencillamente no gusta, pero Irina aprendió muchísimo sobre los procesos de la naturaleza y dice que hoy es una excelente cuidadora. Por atender a sus caracoles va a la Quinta hasta los domingos, para chequear cómo anda todo.
El ritual es detallista: mira las polymitas, las limpia, al cambiar las ramas revisa hoja por hoja, y eso le lleva casi todo el día. Procura mantenerles las mismas condiciones de su hábitat natural, donde pueden vivir alrededor de un año y tres meses. Sin embargo, con sus cuidados en el laboratorio, estos ejemplares en cautiverio pueden alcanzar hasta tres años de vida.
“Debo saber lo que les puedo dar de comer, por ejemplo, necesitan calcio para sus conchas. Ellas funcionan como un controlador biológico: comen hongos, ayudan al árbol a permanecer limpio, libre de líquenes, no consumen las hojas y habitan sobre todo las plantas de café y los cítricos.”
Con ese menú conforma sus dietas.
Irina tiene a su cargo la polymitapicta y las subespecies iolimbata y roseolimbata, diferentes por las coloraciones, el tamaño y la carnosidad del molusco. Las mantiene en vitrinas separadas, porque si se aparean podrían aparecer deformaciones.
El riesgo para estos caracoles es que por su belleza cotizan muy alto en el mercado sumergido de la artesanía ilegal.
“Los primeros depredadores son los humanos porque las matan; yo las mías las crío, las mantengo cerca de mí, las atiendo y al enterarme que se decomisan sacos y más sacos me preocupo – dice un tanto molesta.
“El ciclo de vida de estos animales es corto, si esperaran a que murieran de manera natural y las recogieran sería diferente, pero capturándolas vivas están afectando algo muy bello, que es único en el mundo y uno de los tesoros más preciados en Cuba”.
Su pasión la está volvienda famosa. En su círculo de colegas la han llamado “la mamá de las polymitas” y el doctor Eusebio Leal Spengler, director de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, bautizó a sus pequeños como “caracoles mágicos”.
Si ella pudiera repoblaría los campos; desea salvar otras como la sulphurosa de la provincia Holguín, en estado muy crítico de existencia. En todo eso piensa mientras mira deslizarse, con sobrada tranquilidad, a su colonia crecida.
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