Ancianos comiendo en el Restaurante Divino. Foto: Darcy Borrero
Restaurante privado ofrece atención gratuita a los ancianos
27 / diciembre / 2018
No queda una hebra negra en el pelo de Sora Guzmán, ex trabajadora del merendero de un ex hipódromo que hubo alguna vez en La Habana, lugar de nacimiento de esta hija de españoles. Sora, la misma que viera la luz el 10 de agosto de 1933 es, en el 2018, la última anciana que deja cada tarde el bohío de la finca La Yoandra, donde construyeron el restaurante Divino, en el barrio de Mantilla.
En el bohío pasan sus horas de ancianidad Sora y un grupo de ancianos que juegan al parchís y al dominó. Están aquí por una razón: Divino no es un simple restaurante. Es, en términos de economía solidaria, un negocio con una historia asentada de responsabilidad social y comunitaria.
Esa historia comienza en el año 1999 cuando el Ministerio de la Agricultura otorgó una hectárea a la familia de Yoandra Álvarez. “Nos dio estas tierras para que nos dedicáramos a la actividad de agricultura, pero más que a la rústica de producción masiva, nos dedicamos a un proyecto científico”, dice ella.
Entonces la casa era muy pequeña y de la cerca hacia adelante se hallaba la finca La Carbonera, que en tiempos de la colonia era de las más importantes de la zona —añade— justo antes de contar que estas tierras tenían dueños, pero eran personas mayores y las entregaron al gobierno.
Su familia pidió solo una parte porque en aquel momento no se entregaba mucha extensión de tierra. “Era solo un 0.25% del terreno por persona lo que podíamos pedir. Entre varios miembros de la familia pedimos un pedazo, cada uno a su nombre, logramos conformar una hectárea y en ella comenzamos a trabajar en función de la recuperación del suelo.
“Aquí había una herrería y todos sus desechos se vertían en este lugar; además el suelo es muy húmedo y a un metro y medio de profundidad ya está el manto freático. Estamos en un escurrimiento de la cuenca y por tanto hay mucha agua subterránea. Tuvimos que recuperar el suelo porque estaba totalmente contaminado”.
La Yoandra, una caballería de propiedad privada y referencia nacional
Para recuperar todo, tuvieron que dejar que el césped se quedara para incorporar nutrientes a la tierra y luego aplicaron materia orgánica en toda la hectárea, que se fue extendiendo hasta llegar a una caballería.
Todo de modo empírico, intuitivo, dice Yoandra, porque ella asegura que no tiene conocimientos agrícolas.
Pero sí muchas ideas, como la que luego desarrollaría con Adolfo Rodríguez, jefe del Grupo Nacional de la Agricultura Urbana hasta su muerte: “Él me habló del problema que tenía el país con los árboles frutales. ¡Un país tropical sin frutas! Entonces lo único que se veía era aguacate en estación, guayaba, alguna naranja, platanito… pero muchas especies como zapote negro, caimito, níspero, carambola, nada de eso se recordaba. De ahí surgió la propuesta de hacer un rescate de especies, por lo que el primer jardín botánico de árboles frutales que se hizo fue este”, resalta.
La idea de ese jardín botánico era llegar a las 100 especies frutales o más. Hoy —destaca Yoandra— tiene entre 110 y 120: “lo hemos logrado trabajando con el Instituto de Fruticultura Tropical.
“Este concepto de jardín botánico no es de producción masiva porque aquí llegas a tener dos o tres ejemplares por especie y, por lo tanto, las producciones son mínimas, aunque las empleamos en el abastecimiento del restaurante. Tenemos, gracias a esas producciones, un banco de germoplasma, con lo que logramos las posturas y favorecemos que las personas siembren estas especies que estaban perdidas”.
Así han llegado a tener un espacio con todas las condiciones de un ecosistema.
“Ahora las condiciones del suelo son espectaculares, se ha convertido en dormitorio de especies de aves, hay muchas libélulas, mariposas y otras especies que no encuentras muy fácilmente. Tengo sello agroecológico y lo respeto a cabalidad, no uso químicos aquí y, por ejemplo, ves que todo está lleno de hojas, que es lo ideal para enriquecer el suelo.”
A Yoandra le interesan las alianzas con organismos estatales. “Me gusta muchísimo. Los estudiantes de biología vienen y aprendo cuando estoy con ellos, a mis hijos les encanta. La doctora Marta Reinés, de la facultad de Biología, es una persona muy entendida. Y luego estás ayudando al desarrollo intelectual del país, ahora este trabajo se va a presentar en un evento internacional de biodiversidad”, revela.
De ser una finca de referencia municipal, La Yoandra fue escalando —referencia provincial, nacional— hasta obtener la distinción de Excelencia de la Agricultura Urbana. “Más tarde obtuvimos las coronas: tenemos la cuarta y ya estamos propuestos para la quinta, que es el máximo. El grupo nacional de la agricultura urbana visita, inspecciona una vez por mes para ver si mantenemos las mismas condiciones que nos llevaron a las categorías que tenemos”.
Proyectos comunitarios: de la edad de oro a la tercera edad
Este capítulo comienza con un círculo de interés, el primero de varios proyectos comunitarios de Yoandra y su esposo: ella, técnica en Química; él, informático, trabajador de una firma italiana en Cuba.
“Todos los fines de semana a partir de ese momento, año 1994, venían hasta 40 niños y, por lo tanto, ellos, que ya tienen 24 años, aprendieron a cuidar la naturaleza aquí, en el círculo de interés La Rosa Blanca. Ese fue nuestro primer proyecto social. Lo llevé adelante durante muchos años y, de conjunto, mi esposo inició un proyecto de Plan de la Calle. En un Willy viejo que teníamos íbamos por La Güinera, Mantilla, Párraga, El Moro y otros lugares, haciendo un Plan de la Calle gigantesco. Durante tres años lo hicimos y le donamos el equipo a las autoridades de cultura de Arroyo Naranjo para que lo asumieran, pues era un proyecto interesantísimo; los niños se preparaban para ese día.
“Cuando dejamos esto en manos del gobierno conocimos la organización internacional Semilla de Paz y comenzamos a trabajar conjuntamente. Ellos trabajaban en Lawton y comenzamos a expandirnos y nosotros a trabajar como parte de la organización, sin renunciar a nuestros propios proyectos. Abrimos un comedor de ancianos en la iglesia de Los Pinos, otro en la de la Santa Bárbara, siguiendo el ejemplo del que ya ellos habían abierto en Los Pasionistas de La Víbora. Y abrimos nosotros el nuestro. Necesitábamos fondos para sustentar los demás comedores de ancianos porque antes Semilla de Paz tocaba puertas en instituciones internacionales y obtenía fondos, pero eso se fue haciendo cada vez más difícil por la crisis internacional del 2008.
“Vimos que las cosas se ponían peor, que no teníamos fondos no solo para los comedores de ancianos, tampoco para otros proyectos con niños —discapacitados, con enfermedades múltiples, hijos de madres solteras—. Eso requería de una cantidad de dinero que no teníamos, por lo que pensamos que lo mejor era hacer un restaurante aquí en la casa”, cuenta.
Era 2011, diez años después de haber empezado el trabajo con Semilla de Paz. Siete años antes de este diálogo en lo que es hoy Divino, restaurante que nadie desconoce en el barrio de Mantilla.
Entre árboles frutales y olor a comida, encuentro el bohío donde varios ancianos conviven hasta pasado el mediodía. Desde las primeras horas de la mañana llegan para pasarse el día y recibir, de manera gratuita, clases de educación física, merienda, almuerzo y atención.
“Me siento muy bien aquí”, dice Sora Guzmán mientras arrastra sus piernas de 85 años y una pensión de poco más de 200 pesos. Dice también que tiene familia pero no la ayudan. “Dos hijos, uno paralítico, que vive solo frente a Bellas Artes. Hace 12 años que está así, esperando que le den casa. Mi otra hija, al parecer, tiene ateroesclerosis. Me embulló para que vendiera mi casa en Mulgoba, pero eso me ha venido muy mal: mi hija hace cinco años que no me dirige la palabra, está enferma de los nervios. Ahora yo estoy enferma y ella no pregunta por qué voy al médico. Y yo voy solita al médico”, repite Sora como para convencerse de que esto en realidad sucede aunque ella no lo asimile. Añade que la operaron hace un tiempo y que ayer, en este bohío, le bajó la presión: “pero me atendieron muy bien”.
Yoandra comenta que la labor que realizan va más allá de lo que sucede con las personas mientras que están en la finca. “Nos preocupa lo que sucede con quienes trabajan (o vienen) aquí una vez que llegan a sus casas. No somos un simple restaurante donde la gente viene, come y se va y el dinero me llega a mi bolsillo y me compro una cartera. No es el caso. Ese dinero que se recauda y mucho de nuestro dinero propio, se dedica a ayudar a los demás. Estamos pasando ahora por momentos difíciles pero seguimos ayudando”.
Una señora de cabello azul, pero que pudiera tenerlo rosado en este reportaje si la entrevista se hubiera hecho otro día, apuntala la frase “momentos difíciles” y explica que antes, en el bohío, si se comía pollo era muslo y encuentro. “Ahora es ripeado”, sostiene mientras se lleva una cucharada de arroz amarillo a la boca y señala el plato. Sin embargo, para ella lo que hacen Yoandra y sus trabajadores es un acto caritativo digno de admiración. “Yo soy la más vieja, llevo cinco años”, dice y, aunque reconoce que es de las de menos dificultades económicas en el grupo, ha recibido una ayuda apreciable.
Al otro lado de la mesa, Arnoldo Piza cuenta que nació en 1931 y llegó hasta noveno grado. Es casado, pero su esposa casi no puede caminar y por eso no viene. Él le lleva el almuerzo. Y merienda. Y juega y recibe clases de educación física. Y va de excursión a veces y recibe una cesta de productos de aseo cada mes.
Sora fue la última en llegar a esta especie de hogar de ancianos y la última en irse cada tarde. Ahora está fregando, “para ayudar”, dice, y para no estar en su casa. El bohío ha sido el oasis donde se refugia de la desidia.
“Desde que vino el aumento salarial, cojo un poco más de dinero, pero nunca he podido contar con mis hijos. Supe de esto porque mi patio colinda con el de otra señora que ya estaba vinculada. Para quedar seleccionada se sometió a un proceso de investigación, cuenta que “para comprobar si es verdad que tenemos necesidad”.
“Llenamos una planilla, nos hacen fotografías, nos retratan la casa. El proceso lleva entre uno y dos meses”.
Si a Yoandra le piden calificativos para el Divino, responde que “somos un proyecto abierto, que mantenemos relación con muchas organizaciones, trabajamos con los católicos, adventistas, pentecostales. Lo que nos une es el deseo de ayudar.”
“Hemos trabajado en ayuda humanitaria internacionalmente, en República Dominicana trabajamos en barrios marginales, hicimos colegios grandísimos para unos 2000 niños; estuvimos en Haití cuando el terremoto, nosotros llevábamos los convoy de la ayuda humanitaria desde Santo Domingo hasta Puerto Príncipe por tierra. Allí ayudamos muchísimo. También en Perú, en la selva amazónica. Hemos tenido esa experiencia de trabajo fuera de Cuba, pero yo soy cubana, vivo acá y no me voy, yo adoro este lugar. Soy nacida y criada en Párraga, de familia humilde, muy humilde y no quise abandonar a la gente; ya que tenía la posibilidad de compartir, quise hacerlo. Yo sé que con esto no se resuelve el hambre en el mundo ni los problemas, pero un granito de arena que pongas, ayuda. Estos viejitos que vienen aquí se sienten solos, aun cuando algunos viven con su familia, y tienen historias de abandono”.
— ¿Cómo seleccionan a los ancianos?
—Los hemos ido seleccionando con la ayuda de nuestro trabajador social. Empezamos a hacer una pesquisa en la zona aledaña a la casa para saber quiénes eran los más necesitados. La idea es que puedan venir caminando hasta aquí porque no tengo infraestructura para trasladarlos. Así hemos tenido a muchos ancianos: algunos se han muerto, otros se han ido a otros lugares, se han insertado nuevos. Hemos llegado a tener 40 ancianos, algunos que no pueden venir por estar postrados y se les manda el pozuelo con la comida.
Economía solidaria desde lo interno
“El trabajador social (Ridel) y la cuidadora (Yanet) les hacen visitas frecuentes para estar al tanto y se les ayuda con lo que necesiten en la casa: el arreglo de la cocina, de una pared, el techo, una colcha que les haga falta, una cama; se bañan muchos aquí, lavan su ropa aquí; todos los meses se les da aseo y tenemos a Omarito —mediana edad, síndrome de Down— que prácticamente vive aquí”, comenta también Yoandra.
A Ridel lo conocieron porque trabajaba en la comunidad y siempre estuvo, desde la parte estatal, asesorando los proyectos de La Yoandra primero, del Divino después.
Yanet llegó de otra forma: “vino un día a hablar conmigo, como mucha gente que viene a tocarme la puerta. Tiene una niña con discapacidad. Cuando llegó yo no podía atenderla pero le dije que volviera, y cuando lo hizo, le dimos este trabajo en el comedor de ancianos; la empezamos a ayudar con el alquiler porque venía de Oriente y la ayudamos también con la niña; así entró a nuestra familia.”
Los salarios de ambos, explica Yoandra, salen de lo recaudado en el restaurante, al que llegan personas de todas partes del mundo en grupos de intercambio y, como reconocimiento, ostenta la excelencia en 2014, 2016, 2017 y 2018 que otorga el servicio TripAdvisor.
“Los grupos empezaron a venir desde que se creó el proyecto People to People porque aquí veían lo mismo agricultura que proyectos sociales y cumplían el objetivo de comer en un restaurante. Por eso hemos sido muy seguidos y aceptados por los grupos. Eso se mantiene hoy por hoy, tenemos contrato con todas las agencias: Cubatur, Habanatur, San Cristóbal, todas. Y recibimos los grupos.
“Tuve una época en que era más el turismo norteamericano que el cliente cubano, pero ahora la baja turística esta fuerte y casi está viniendo la misma cantidad de nacionales que de extranjeros. El cubano aprecia este lugar porque puede venir con la familia, comer, se pasan el día, los niños caminan, conocen. Para ir a un lugar similar tendría que ser el Parque Lenin, Las Terrazas, pero aquí mismo en la ciudad no y es muy lindo venir, sentarse, conversar, caminar entre los árboles y además almorzar. Este no es un simple restaurante”, sentencia.
— ¿Tienes alguna formación empresarial, Yoandra?
— No. Me gustaría tener tiempo para pasar los cursos de Cubaemprende, por ejemplo, porque yo digo que siempre se aprende, hasta de lo más mínimo: hasta cuando estamos muriendo aprendemos porque no sabemos morir. Cualquier experiencia en la vida te deja un aprendizaje, si uno es cuidadoso y observador, aprende. Las categorías son muy lindas, son el fruto del trabajo que uno ha hecho, y uno dice: «alcancé esto porque otras personas están reconociendo mi trabajo» y eso es una categoría que te estimula a seguir adelante, pero realmente lo que más vale aquí es la cercanía con los ancianos, el día a día con ellos. Nuestras navidades son con ellos. Y si yo falto, enseguida los ves preocupados por si me enfermé; y me cuidan, eso tiene un valor incalculable, es el verdadero alimento, con eso es que de verdad vive el ser humano. Respeto a todas las personas que viven a su forma pero creo que de esta manera se halla más satisfacción porque se siente, se siente cuando un anciano a punto de morir, te toma la mano y te agradece.
comentarios
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Leslie P. Hijarrubia
Jose
Pedro
Erley
Yoa
Eso es lo que necesitamos en este planeta,amor, humanidad,compasión.
Dios los bendiga y les de mucha salud para continuar cosechando éxitos y tocando corazones.
YOANIA
Eso es lo que necesitamos en este planeta,amor, humanidad,compasión.
Dios los bendiga y les de mucha salud para continuar cosechando éxitos y tocando corazones.
Betty
A la tercera edad hay que mirarla con un cariño extra. Sin llegar a tener un Restaurant para alimentar a los mas cercanos, se puede desde nuestros hogares adoptar abuelos para apadrinarlos, desde los detalles que nos podemos permitir los que no tenemos lujos pero si fuerzas. Agradezco la experiencia de haber sido nieta de mis abuelos, por eso amo a todos los que puedo.
Un abrazo
martha señan