¿Se puede vivir con dos o tres horas de electricidad al día? La historia de una abuela cubana (y de tantas otras)

Foto: elTOQUE.

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Teresa tiene casi 70 años y vive en una casa amplia, de las que en otros tiempos fueron símbolo de estabilidad y orgullo familiar. Hoy, esas paredes grandes se han convertido en un espacio oscuro y vacío. La corriente eléctrica llega a su barrio apenas dos o tres horas al día, y cada apagón es un recordatorio de lo frágil que se ha vuelto la vida cotidiana en Cuba.

La electricidad, cuando aparece, significa mucho más que encender una bombilla. Es el momento de llenar los tanques de agua (si hay en ese momento), de conectar el refrigerador para que lo poco que guarda no se dañe, de cargar el celular para hablar con su hija que vive fuera. Son instantes que no alcanzan para todo, que obligan a priorizar y a decidir entre necesidades básicas que nunca deberían estar en disputa. Cuando la luz se va, regresa la penumbra y con ella la resignación: cocinar con lo que haya, esperar, sobrevivir.

El gas es otro «privilegio» en la Cuba de hoy. Lo guarda con cuidado extremo, reservándolo para cosas imprescindibles: hervir leche (cuando hay), cocer algún alimento que no resiste el carbón. Pero el carbón también se ha convertido en un lujo. Cada vez sube más de precio, cada vez cuesta más trabajo encontrarlo. «Si no hay carbón, no se come», dice sin dramatismo, con una calma que revela más agotamiento que rabia. La frase se le escapa con la misma naturalidad con la que comenta del calor o la lluvia. Se ha acostumbrado, aunque esa costumbre sea un modo de supervivencia.

En las noches, el calor hace imposible dormir dentro de la casa, y entonces se acuesta con sus nietos pequeños en la placa o en el portal. Otras veces duerme con las ventanas abiertas, pero no con tranquilidad. El miedo a los robos, cada vez más frecuentes, es una sombra constante. La inseguridad se suma a la incomodidad, como si la oscuridad trajera consigo no solo silencio, sino también peligro. «Ya no se puede vivir así», repite.

Los mosquitos no dan tregua. Teresa se ha enfermado varias veces de dengue. Los vecinos también. Cuando cae enferma, su hija al otro lado del mar escucha la noticia con impotencia, sin poder acompañarla. Esa distancia añade un peso más a la vida en la isla: la comunicación depende de un par de horas de electricidad, de que haya conexión, de que el teléfono resista lo suficiente. A veces, entre un apagón y otro, los mensajes se quedan atrapados en la pantalla, como si ni siquiera las palabras pudieran salir de la oscuridad.

Teresa, que trabajó toda su vida, que levantó una familia, que cuida a sus nietos, ahora se ve obligada a pensar en vender su casa. No porque quiera mudarse o porque la vivienda le quede grande, sino porque sueña con que su hija menor pueda irse del país con sus nietos. Pero su casa grande no vale lo que debería. Lo que le ofrecen apenas alcanzaría para costear una ruta migratoria, y nunca con seguridad.

Teresa se encuentra atrapada en un dilema: venderlo todo para que sus nietos intenten escapar de ese país, aun sabiendo que el dinero no asegura nada; o quedarse, resignada, en una vida que se ha vuelto cada día más insoportable para ella y para ellos. 

Lo que más duele es la normalización del desastre. El apagón de 20 horas ya no indigna: se espera. El precio desorbitado del carbón ya no sorprende: se paga o se pasa hambre. El dengue no alarma: se asume como parte del calendario. La inseguridad se comenta en voz baja, como una sombra inevitable. Y la idea de marcharse, aunque no haya dinero ni destino claro, se convierte en la única aspiración posible.

Teresa habla de todo esto con un tono sereno, sin lágrimas ni exclamaciones. La resignación pesa más que la queja. Es la voz de alguien que ha vivido tanto que ya no encuentra fuerzas para rebelarse, pero tampoco para callar. En su relato hay un cansancio profundo, el cansancio de quien ha aprendido a sobrevivir en la oscuridad, literal y simbólica.

La vida en Cuba, para ella y para tantos otros, se resume en resistir. Resistir entre apagones, calor, mosquitos, miedo e incertidumbre. Resistir, aunque cada día sea más difícil encontrar sentido a la resistencia.

Teresa no pide nada extraordinario. Quiere dormir sin calor, cocinar sin carbón, abrir una llave y que salga agua, hablar con su hija sin depender de un par de horas de electricidad. Quiere vivir sin oscuridad. Pero en la Cuba de hoy, esos deseos básicos se han vuelto lujos inalcanzables.

Teresa sigue allí, apagando y encendiendo velas (cuando tiene), esperando cada día que la luz regrese. 

Ella vive en Cienfuegos, en un barrio que no es circuito priorizado. En los otros, donde se va menos la corriente, su nieto va, a veces, a cargarle el celular en la casa de alguna persona conocida. 

Teresa sobrevive, aunque cada día sea más difícil llamarle a eso vida.

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