Seis golpes sobre el dolor

Seis golpes sobre el dolor

21 / febrero / 2025

Hay que golpear dos veces para que el dibujo aparezca sobre el dolor. ¿O eran seis? Seis golpes, precisos, constantes, encima del dolor. 

Yo estaba de lado sobre la silla. Era una silla negra, larga. Me había subido con la certeza de quien entra en un salón de operaciones, con esperanza y angustia, confiada; pero siempre a la espera del quiebre, de la inseguridad, del error. Me había subido voluntariamente y esa era la diferencia. O la estupidez. 

Estaba de lado sobre la silla cuando la aguja comenzó a entrar y salir con rigor. Minutos antes, el muchacho me había rociado con alcohol y me había limpiado y había estampado una guía de color azul en el muslo. Un papelito, un camino, una ruta de la cual no podía desviarse y sobre la cual no podía dudar ni improvisar. Se colocó guantes y llenó unos vasitos con tinta negra, azul, roja y blanca que estuvieron siempre, sobre una bandeja, a la izquierda de mi vista.

***

La condición humana es corporal, escribió Le Breton, «el cuerpo es el espacio que se muestra para que los demás lo lean e interpreten» y la piel es «prueba de presencia en el mundo» y en la piel se fabrica la identidad. Las personas, como seres sociales en interacción, necesitan crear presencia en el mundo, definirse, ser sujetos. Hay que marcar, hay que apropiarse del yo. Hay marcas lingüísticas, marcas temporales, marcas emocionales, marcas geográficas, marcas corporales... 

En las islas Marquesas, en el Pacífico, a una persona tatuada la identificaban con un vocablo que significa «gritar siempre». Yo quería gritar siempre, cambiar mi relación con el mundo y no podía hacerlo sin modificar el cuerpo de alguna forma y esa forma consistía en el dolor porque también dice Le Breton que si se puede aguantar el dolor del tatuaje se pueden superar las pruebas de la vida. Tonta presunción, pensé después. 

¿Cómo se supera una pérdida en la vida arrojando más dolor sobre el dolor que estaba antes? 

Por supuesto que existe una construcción social del cuerpo y por supuesto que hay cierta disciplina, castigo, biopolítica que busca, desde el poder, regular. Regular el comportamiento, el aspecto, las percepciones, la vida. Imponer la «identidad» de lo que hacemos con el cuerpo.

Quienes nacimos en Cuba después de 1959 lo conocemos bien. Llevamos la marca. Somos un cuerpo al que obligaron a obedecer. Somos cuerpos a los que intentaron disciplinar y cuerpos que pueden dejar de funcionar en un hospital o en una escuela porque la «gran Revolución» tiene la potestad sobre la vida y la muerte. Tiene la potestad sobre las medicinas que no administra a pacientes graves. Tiene la potestad sobre el silencio que queda después de que un alma, que es también todas las almas, ha dejado de ser en medio de un salón.

***

Una amiga y yo habíamos prometido tatuarnos a los 35. Suponíamos que era una edad que significaba algo, aunque no teníamos certeza de qué. A los 35 se cumplieron cinco años de mi exilio, ocho años de mi hijo y cuatro años sin pisar Cuba. 

Después de los 35 suponía que vendría la aceleración real del tiempo, la urgencia por terminar los proyectos, la preocupación por lo mundano y lo sobrenatural, la inquietud de llegar al lugar que tampoco sabía cuál era o qué sentido tenía, qué color, qué sabor, qué límite. A los 35 no esperaba ninguna mala noticia.

Pero a los 35 hacía bastante tiempo que ambas éramos dos raíces suspendidas, como dice Gloria Anzaldúa, y necesitábamos plantarnos, dejar bien claro que pertenecíamos a algo, que significábamos algo. Y esa marca tenía que explicarse por sí sola. Explicarse antes del habla. Antes de la persona. 

Pasaron dos años en los que todo eso que esperábamos que pasara a los 35 no sucedió. Seguimos siendo las mismas exiliadas —ella en Canadá después de México y yo en México— que se inventan que todo está bien, que trabajan y estudian y crían hijos en medio del caos cotidiano, de las dificultades de la casa y de la noche. De noche, pensaba en que si tuviera que explicarme a mí misma con una imagen, ¿cuál sería? Pero la imagen se apartaba de mí, como lo había hecho yo de Cuba. Y apartarse de Cuba traía una carga extra, una culpa que no cesa, ni aun cuando creas, todo el tiempo, que no había remedio o salida que te rescatara del terror.

¿Qué puedo ser yo después de Cuba? ¿Cuándo la tierra ajena se siente como la propia? ¿Eso realmente sucede? Fuera de Cuba me quedé sin familia, sin amigos, sin paisajes, sin certezas. 

***

Me había puesto a revisar los bocetos y las obras de Camilo Díaz de Villalvilla una tarde. Él me había prometido cederme el que me gustara. Yo no puedo pensar en imágenes. Malamente, lo hago en sintagmas. Así que me puse a buscar y buscar, como quien busca un nombre para un hijo; una tarea tan sagrada como equívoca. 

Y encontré el bote. Camilo le había cambiado los remos por plumas, y era un bote que parecía volar; pero yo en realidad sentí que vagaba, como lo hago yo. Era un bote vacío, en apariencia, sin travesía, deshumanizado, lo suficientemente pequeño para aparentar que allí cabía un país o una persona, o que en él se había marchado el país o una persona rumbo al vacío, que es otra forma de decir, rumbo al exilio. 

Otro día, en Guadalajara, me había bajado del metro en la estación Juárez, en el centro de la ciudad. Para salir a la superficie hay que desandar un pasillo y en ese pasillo, detrás de un cristal, estaba la bandera cubana y Martí y varios botes, astillados, desbaratados en medio de un manglar o unos matojos; y el mar, el mar de noche, tan violento como esperanzador, y maletas, montones de maletas abiertas y cerradas, y libros, y letras y muchos libros. 

En especial, un bote me sedujo y era porque el fondo estaba coloreado de rojo y azul. No hacía falta decir mucho más. Quien se marcha no puede desprenderse sin que lo haga también el cuerpo, sin que lo haga también la fe de encontrar un rumbo y una tierra donde encallar. 

Le escribí a Camilo. Le imploré que necesitaba un bote en particular. Que debía ser un boceto, a lápiz. Que los lápices fueran también los remos y que en el fondo estuviera Cuba, de alguna forma. Estuvimos cuatro meses conversando sobre ese tema de manera intermitente. Ahora que releo los mensajes pienso que no puede haber quien te entienda mejor que otro expulsado de la patria. 

Camilo me dijo el 13 de noviembre de 2023: «Meli, ayer quería hacerte el dibujo del bote, mija, pero me di tremenda enredá recogiendo las hojas del patio y la mierda antes de que llegue la nieve y la dueña de la casa me pidió ese favor y ya sabes». Camilo también había salido de la isla y también era otra raíz suspendida. 

Otro día me escribió: «tengo que cocinar mi almuerzo de mañana, pero si tengo chance esta noche te mando el montaje en el muslo para que tengas una idea». El 19 de noviembre me envió el primer boceto. Y yo le dije entonces que necesitaba colocarle los colores y él tuvo miedo de que se recargara mucho, pero me dijo que lo intentaría, que no me preocupara, que lo probábamos. El 25 de noviembre me envió lo que para mí fue lo definitivo.

El 12 de agosto de 2024 estuve toda la tarde, ¿o acaso fueron apenas unas horas?, tumbada sobre una silla negra mientras que las agujas recorrían mi muslo con fidelidad.

***

Minutos antes de empezar, antes de que el muchacho imprimiera en un papel el dibujo de Camilo, yo le había dicho que si podía escribir un nombre en la popa. Ya sé que muchas culturas marítimas le daban nombres femeninos a sus barcos, que algunos lo hacían para invocar la protección de las diosas del mar, Isis, Anfitrite o Iemanjá; que otros buscaban amparo materno, resguardo. Yo pensaba en algo similar, pero tremendamente distante. 

Le dije al muchacho que escribiera el nombre de mi hermana sobre el bote. Y la llevo conmigo como nunca hubiera querido llevarla o al menos no tan pronto. Seis golpes sobre el dolor; sobre el dolor de haberme ido y de habernos castigado con una ausencia que se volvió para siempre; sobre el dolor de la muerte, de perder lo sagrado, de perder el cariño; sobre el dolor de un duelo absoluto que me consume todas las formas en las que solía escribir, escribirle, contarle que esa tarde me iba a hacer un tatuaje y que desde el 22 de febrero, el día en que me detuve con ella, no sé cómo estar; decirle que me tomó todo un año poder organizar estas letras detrás de otras.

Seis golpes, precisos, constantes, encima del dolor. 


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