Mil y una formas para divertirse en un preuniversitario cubano. Mil dos maneras para perder el cabello, matar las neuronas y estar orgulloso de ello.
Por: Harold Cárdenas Lema ([email protected])
En esta racha que me ha dado de escribir lo que me venga en gana, voy a contarles cómo fue que nos volvimos estúpidos y empezamos a perder el cabello en un preuniversitario de Santa Clara. No somos pocos los que en esta tierra del trópico algún día pagaremos el precio de nuestra circunstancia y querer lucir más allá de las posibilidades.
Crecer en la Cuba del Período Especial tuvo sus particularidades en el sistema educacional. Mi primer recuerdo del preuniversitario es la cantidad de “cerelax” que había. Así le llamaban a una poción que todavía no sé cómo se prepara y nos salvó de pasar hambre a muchos. En nuestra búsqueda de formas para pasarlo bien en esa escuela becada, un día alguien descubrió lo divertido que era desmayarse intencionalmente. Primero debías respirar con intensidad y en un punto exhalar profundamente, entonces te apretaban el pecho y listo, se apagaban las luces.
Algunos eran unos auténticos campeones de hacerlo 4 y 5 veces al día, yo me limitaba a unas 3 porque eso de perder el conocimiento me hacía sentir en desventaja y podían bajarme los pantalones. Qué cosa divertida, si no fuera por el detalle de que el desmayo se producía por falta de oxígeno en el cerebro. Cualquier error histórico que cometa nuestra generación, debe estar permeada por tantas neuronas asesinadas. Cuando la estupidez innata no es suficiente, siempre podrá contarse con la búsqueda adolescente para ser un chico cool.
No hay que sentir vergüenza, nuestros padres también hicieron de las suyas pero esas historias que las cuenten ellos, si se atreven.
En la pirámide social todos queríamos estar a la moda y lo intentamos todo con ese objetivo, solo que no teníamos recursos. La diferencia económica en nuestra escuela de becados se medía fácilmente por lo que usabas en el cabello. Los más afortunados con padres prósperos tenían gel “de fábrica” pero el resto, los mortales, teníamos un abanico de oportunidades por donde escoger: jabón, champú, acondicionador y otros inventos que igual dejaban el pelo como una piedra. Cuando la línea de jabones Kinder salió al mercado en Cuba, para nosotros fue como si hubieran inventado un nuevo tratamiento para el cabello.
Los días que nos caía la lluvia encima corríamos avergonzados al albergue antes que nuestras cabezas empezaran a generar una espuma blanca delatora de nuestra incapacidad para comprar un pote de gel cada dos meses. Incluso hubo un tiempo en que se usaba pasta dental en las puntas del pelo para que se vieran blancas. Imaginen una docena de muchachos en la penumbra del patio de la escuela con uniforme escolar y algo blanco encima que no puedes distinguir bien, hasta que lo hueles. Más tarde nos dio por hacernos los “rayitos” y nos decoloramos de rubio las mismas puntas antes que se hubieran recuperado de su experiencia previa con el dentífrico Perla, el más barato que existía.
Queda claro que no estoy calvo de milagro.
Mi generación será conocida por muchas cosas, preferiría que una de ellas sea la calvicie y no la estupidez. Ambas estarían completamente justificadas, por culpa del bloqueo y los ingenieros químicos que fabrican los jabones. Es un pequeño precio a pagar por sobrevivir esa etapa de crisis que ahora recordamos con nostalgia. Ser un hijo del Período Especial es tener muchas historias así, es agarrar la pasta dental al acostarme y todavía no saber si peinarme o cepillarme los dientes. Y vivir orgulloso de esos recuerdos.
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