Tengo derecho a decir

Foto: Hansel Leyva

Tengo derecho a decir

24 / noviembre / 2017

La democracia en mi barrio fue fugaz, duró seis minutos con veinte segundos. El tiempo suficiente para cumplir el protocolo electoral e impedirnos reaccionar. La nominación de candidatos a delegados del Poder Popular tiene, ante todo, que garantizar la permanencia del sistema. No puede haber errores.

Los dos candidatos estaban nominados, era la última asamblea de la circunscripción y el guión ya estaba ensayado. Nunca se había sido tan puntual en comenzar, muchos electores salían rezagados y no llegaron a tiempo. Quien debía proponer —al ya propuesto en otra zona— y quien debía ratificarlo, aguardaban ansiosos en primera fila.

En cada proceso electoral el sistema político cubano se sacude, se expone y abre una brecha al cambio. Es evidente la tensión y el estrés que genera en estructuras del poder. Hay un margen —pequeño— a lo incierto, todo no se puede controlar y eso atormenta. La institucionalidad es consciente, la gente no tanto. Su tranquilidad en los próximos cinco años comienza aquí, no la garantiza, pero se gana tiempo.

Cuando yo nací, en 1991, las reglas del juego ya estaban escritas hacía 9 años. En 1992 se modificaron. Desde entonces no se han revisado. La reforma constitucional y el cambio a la ley electoral se esperaban estrenar en esta legislatura. Todo parece indicar que no era el contexto adecuado para los decisores, un debate popular en el momento actual pareció para ellos un riesgo innecesario.

Nominar y elegir al delgado o delgada de circunscripción es importante, más de lo que pareciera. Esa persona tiene legalmente mucho poder, aunque en la mayoría de los casos no lo ejerce. En la práctica no creo que pueda, solo, transformar la realidad, subvertir los mecanismos exteriores de prevención de daños que mantienen atada su autonomía, ni implosionar la corrosión sistema. Me consta que algunos lo han intentado.

Pero es que no se trata de reinventar, de dinamitar, sino de corregir. El Sistema del Poder Popular en su sentido creador es lo más justo que yo he leído. El problema es precisamente ese, la traición a sus esencias en la práctica.

Si consideramos que mi representante (con el mandato que le confiere mi voto) puede —según el Reglamento de la Asamblea Municipal— decidir sobre la ejecución del presupuesto local, sobre la elección de la administración del territorio y de los jueces municipales; tiene potestad para adoptar acuerdos y dictar disposiciones, dentro del marco de la Constitución y de las leyes vigentes, sobre asuntos de interés municipal; puede controlar y fiscalizar las entidades de la demarcación; entre otras, no es poco el poder que tiene. ¿Cuánto no podrían hacer entonces un conjunto de delegados conscientes y con voluntad?

Si a eso le sumamos capacidades organizativas para movilizar a la comunidad, podría vivirse una renovación profunda usando las mismas reglas del juego todavía vigentes.

En última instancia, la despolitización de la sociedad, y de los jóvenes en particular, es funcional al sistema, permite mantener el estatus quo, legitima y reproduce el orden establecido, no lo cuestiona. Desde el punto de vista político quien no está de acuerdo conviene más que se aisle, se aparte, no interfiera, que vote nulo o no vote. Y en el caso cubano, además, que se vaya, que emigre.

¿Cuánto le aportará al proyecto revolucionario toda esta estrategia? , ¿por qué no aprovechar este momento para construir consenso popular, para aportar al proceso de cambio de la sociedad cubana?, ¿tan riesgosa es la participación popular? ¿tanto es el peligro de ruptura en un pueblito de la periferia de la capital? Quizás, también, las aprehensiones son síntomas de desgaste.

Lo peor de la nominación en mi barrio no fue el tiempo en el cual la ejecutaron, sino que la propuesta de candidato era válida. El teatro de la asamblea irrespetó a la gente, al futuro delegado y ratificó la falta de confianza del Partido Comunista —que es quien vela por correcto desarrollo del proceso— en la participación y en el sistema político.

Reconozco que me falta capacidad de acción, de reacción, como a una gran mayoría. La correlación de fuerzas es desproporcionada y la resistencia agota. Pero, por lo pronto, el domingo 26 de noviembre yo voy a votar, porque es mi derecho, porque es una forma de expresión política, de decir, de tomar parte —aunque sea mínimamente, aunque no pueda cambiar las reglas del juego—. Para salir electo el delegado necesita más del 50% de los votos válidos y contará conmigo.

Votar significa decidir entre las opciones: uno u otro candidatos, anular o dejar en blanco. Sin embargo, la disputa fundamental no es elegir entre opciones; todo se decide en el momento de las nominaciones. Lo que pudiera ser sustantivo es organizarse para nominar alguien con capacidad y disposición para construir en el barrio. Posibilidad reventada, consciente o inconscientemente, por los temores al poder popular.

Me tomará menos de seis minutos votar y no creo que eso resuelva nuestros problemas, pero menos lo hará tomar distancia y observar desde el banquillo resignada al fracaso. La burocracia y la hegemonía no me pueden silenciar. Votar significa también creer por encima de los mecanismos que destruyen el proyecto y sus valores; no desanclar, no perder la capacidad de lucha.

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