Cada quien resume una historia personal que es la sumatoria de varias historias personales, algunas son de redención otras de derrota.
Fue en el noticiero de televisión. Estaba Raúl Castro hablándole a la gente, rodeado de vecinos, y a un lado, entre los que lo escuchaban, vi al vendedor de agendas. Escuchaba fijo, frío, sin expresión, una mirada de sordo, aunque oía perfectamente, como si detrás de las frases y de las palabras no hubiera significados sino un ruido grave en un solo tono.
Este señor tenía un hijo al que vi prácticamente crecer. Un adolescente normal, con dos piernas, dos brazos y una cabeza. Salvo que su papá, el vendedor de agendas, bolígrafos, y almanaques le daba golpes en medio de la calle, al lado de la parada, en la cola de la bodega, bajo la lluvia. Trompadas en el oído, en la cabeza, en cuello, para no perder la costumbre.
Una vida de mierda. Créanme, cualquiera podría estar mejor que ese niño. Un niño sin madre, con un padre que vendía agendas. Un padre con un agujero dentro que rellenaba pegándole a algo. Y ese algo, en este caso no era un muro o una piedra, ese algo era un niño, un ente que llora y se humilla, una carne de venganza, un aliviadero de rencor. Le pegaba con ese mismo rostro frío de siempre, sin mover un músculo de la cara.
Además, nuestro muchacho era feo. Una fealdad de perro, de monte, que acentuó la pobreza económica a medida que crecía. Toda la adolescencia la pasó en una escuela para retardados, ¿qué otra cosa pudo heredar, que definitivamente no heredó? Nunca lo sabremos, por supuesto. Un hombre es lo que hace y lo que hacen de él.
El joven también generó su agujero. Andaba carretera arriba y carretera abajo, diciéndoles cosas a las muchachas, tirándole besos, charlataneando, revolcándose en la hierba, riendo a carcajadas.
Yo lo observaba y comprendía. Todo individuo con badajo está irremediablemente condenado, no importa su orientación sexual, su fe o vehemencia religiosa. Toda su vida puede reducirse a una larga carrera por encontrar cómo reorientar esa pulsión viril. Algunos no lo logran, algunos no saben en qué agujero encerrar el pájaro. Y el pájaro grita.
Algunas veces me puse en su lugar. Le sería difícil enganchar a una de esas mujeres guapas. Mirarlas le producía aquel hormigueo que se sacaba de dentro diciéndoles algo, provocando un ruido, tirando besos o masturbándose frenéticamente tras los árboles.
Cierta noche -él era poco más que un adolescente-, mientras yo esperaba la guagua lo vi conversando con un sujeto entre las sombras. Ambos fumaban. El sujeto, de unos 38 años, era una especie de mono consumido. Iba vestido de blanco, un blanco sucio, zurcido y usaba un turbante de mujer en la cabeza. El sujeto hablaba en tono bajo, y el muchacho asentía. El sujeto a menudo se le quedaba mirando, y el muchacho evitaba, molesto, esa mirada.
Semanas después ambos caminaban a lo largo de la carretera. El muchacho iba delante, y el sujeto detrás, observándolo. Meditabundos, como caminan dos sujetos de pronto castigados por una lluvia fría, aunque no llovía, ni hacía frío.
Los volví a ver de noche. El sujeto se le arrimaba y el muchacho lo empujaba, el sujeto le pegaba su trasero en la entrepierna, y él lo apartaba de una manera ambigua: a veces enérgico a veces lo dejaba pegarse unos segundos, unos segundos maravillosos, probablemente, para ambos.
Varias veces los vi deambular por el barrio y salir de un bosque de bambú, al pie del aliviadero de la presa. La gente por el barrio, los custodios de los talleres, algunos transeúntes que se detenían a verlos pasar por la acera del frente, le gritaban bugarrón. Nuestro muchacho no hacía caso, venia justo de ese sitio. Dicen que un niño no se recupera nunca de una trompada en la cara.
No lo he visto más por el barrio, y supongo que al padre no se le debe preguntar por él. Eso sí, cuando el muchacho andaba solo, sin la compañía de aquel sujeto, no dejaba de tirarle besos a las mujeres guapas. En ocasiones no les decía nada simplemente se volvía. Y las miraba alejarse.
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