Un grupo de personas se protege de los bombardeos en la ciudad de Bucha, al oeste de Kiev. Noveno día de la invasión Rusa a Ucrania. Foto: Aris Messinis / AFP.
Ucrania y los dilemas del equilibrio de poder
5 / marzo / 2022
Desde los orígenes de la civilización, los seres humanos no han cesado de guerrear y matarse entre ellos. Escenario de crímenes y devastaciones, la guerra se cuenta entre las actividades favoritas de los pueblos. La guerra ha provocado que se arruinen Estados poderosos y que otros, miserables en los albores de su historia, se alcen hasta alcanzar la cima del poder económico y militar, en esa especie de cuento de nunca acabar que ha sido el nacimiento y caída de las grandes naciones. La guerra provocó todo esto hasta la segunda mitad del siglo XX. Desde entonces la historia ha sido distinta.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se salvó de enfrentamientos armados entre grandes naciones. Bien sabemos cuál es la razón de fondo: las armas nucleares. Ese instrumento devastador, fruto mancomunado de la inteligencia y la estupidez de los seres humanos, se convirtió en el principal aliado de la paz cuando Estados Unidos y la Unión Soviética alcanzaron el poder de acabar con cualquier forma de vida colectiva en este planeta, hacia la década de 1960. A partir de ese momento, los países llamados «de la periferia» —con ese dejo altivo que caracteriza a los pensadores de los Estados poderosos— se convirtieron en el único teatro de las intrigas y las disputas imperiales. Sin embargo, este orden de cosas comienza a cambiar. Cierto, la amenaza nuclear aún evita que las potencias se despedacen entre ellas, pero el mundo se vuelve más inseguro y hay cada vez más naciones dispuestas a retar la hegemonía de EE. UU. y sus aliados. Tienen razones de sobra para hacerlo.
Tras la caída de la URSS, la nación más poderosa del planeta escarneció incluso las ambiciones de aquellos pueblos cuya fuerza menguó al terminar la Guerra Fría y que entonces solo podían observar con temor o envidia la salud de su economía y el tamaño y sofisticación de sus fuerzas armadas. Una alianza como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), conformada por los países más ricos e influyentes, habría hipnotizado a Napoleón o a Bismarck, sobre todo porque nadie podía contenerla. Y cuando un individuo, un grupo de individuos o una congregación de naciones actúa sin límites, tarde o temprano abusan de su libertad. Resulta casi innecesario explicar lo que han sido las relaciones internacionales durante los últimos 30 años. Aunque sé que dejo fuera algunos matices y pinto con trazos gruesos el panorama del mundo, Washington y sus aliados han obrado como si se tratara de su patio trasero, sin mucho respeto por esa especie de religión laica inventada por la cultura occidental que son los derechos humanos. Por esta razón, cada vez tienen más enemigos.
Hacia 1988, Francis Fukuyama vaticinó una era de paz y prosperidad universal basada en los principios occidentales. La idea del fin de la historia no suponía el ocaso de las rivalidades entre pueblos e individuos, sino que todas podrían ser resueltas dentro de las instituciones occidentales: la democracia-liberal, la economía de mercado y la red de organismos internacionales que surgieron tras la derrota de los fascismos europeos y el militarismo japonés. Al fin —pensaban Fukuyama y sus adeptos— se abrirían los portones de la paz perpetua y el reino de los cielos. Los argumentos de Fukuyama eran de una perfección lógica sin tacha; y por la misma razón, un desatino. Solo un grupo de políticos e ideólogos cegados por el triunfo sobre la Unión Soviética podía tomarlos en serio.
Hoy vemos el error bajo la luz diáfana de la guerra y la depredación imperial. Occidente no dejó de hacer lo que han hecho todas las naciones poderosas de la historia: imponer sus intereses a través de la razón o la fuerza, y defenderlos, casi siempre por medio de la fuerza más que la razón. Treinta años de hegemonía occidental humillaron a Estados más antiguos que la propia Unión Norteamericana y engendraron rebeldías y lógicas, justas muchas de ellas; otras, insensatas y peligrosas. El razonamiento de Fukuyama tenía un defecto de fondo: cualquier orden político necesita personas convencidas de sus bondades o, en su defecto, muchos beneficiados. Pero allí donde hay hombres siempre surgirán discordias por cuestiones de principios y siempre habrá perdedores. Mientras haya conflictos, habrá historia. Y conflictos sobran en este planeta.
En 1995, William J. Burns, el actual director de la CIA y por entonces funcionario en la Embajada de Moscú, informó a Washington que la hostilidad hacia la expansión de la OTAN en las fronteras rusas era vista con desagrado por Moscú. En junio de 1997, 50 expertos en política exterior firmaron una carta abierta a William Clinton en la que decían: «creemos que el esfuerzo actual liderado por Estados Unidos para ampliar la OTAN es un error político de proporciones históricas [que] perturbaría la estabilidad europea». En 2008, Burns, entonces embajador estadounidense en Moscú, escribió a la secretaria de Estado Condoleezza Rice:
«La entrada de Ucrania en la OTAN es la más brillante de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin). En más de dos años y medio de conversaciones con actores rusos clave, desde los que se arrastran en los oscuros rincones del Kremlin hasta los críticos liberales más agudos de Putin, todavía tengo que encontrar a alguien que vea a Ucrania en la OTAN como algo más que un desafío directo a los intereses rusos».
Rusia nunca ha compartido del todo los principios occidentales y tiene razones suficientes para sentirse orillada en el reparto del mundo que siguió al colapso del imperio soviético. La invasión a Ucrania, la última y más atrevida maniobra de Vladímir Putin, sorprendió a millones de espectadores, como si se tratara de un suceso extraordinario semejante a la aparición de una estrella fugaz.
¿De qué se asombran? Rusia está haciendo lo que sabe hacer mejor desde la época de Pedro el Grande. Si la invasión ha causado tanto revuelo, se debe a que Occidente no lo esperaba, como mismo un monarca absoluto se queda pasmado al escuchar el atrevimiento de un plebeyo o el esposo machista, cuando su mujer le devuelve el puñetazo. Síntoma de un orden moribundo, el despertar ruso es la revancha contra políticas mal diseñadas y peor ejecutadas. Dije el despertar ruso, pero me equivoco: también el chino —aún más peligroso para Occidente— y otros que acaecerán en los años venideros. El orden internacional se ha hecho más plural; también más inestable y violento.
Lejos estoy de creer, como repiten algunos intelectuales de izquierda atormentados por los fantasmas de la Guerra Fría, que la responsabilidad de la invasión a Ucrania recae sobre EE. UU. y sus aliados. Ese es un despropósito de igual magnitud que el de Fukuyama con una agravante: el cinismo. La responsabilidad de esta invasión recae sobre el Gobierno de Vladímir Putin que pretende resucitar la política de expansión y el sentimiento gran-ruso de sus predecesores en el trono de Moscú, en un movimiento que recuerda al imperio zarista más que a la Unión Soviética. Pero hay que llamar a las cosas por su nombre: Occidente está recogiendo las consecuencias de sus errores. No se puede tratar como a una republiqueta a un Estado antiguo y famoso, repleto de recursos naturales y dueño de uno de los ejércitos más grandes y mejor pertrechados del planeta. Ahora Occidente debe lidiar con una potencia militar de primera magnitud en su frontera europea y con China en Asia, cada vez mejor armada y más rica. ¿Podrá contener estos desafíos y los nuevos que vengan?
Vladímir Putin es un gobernante calculador, rodeado de consejeros experimentados. Lo han llamado «loco» e «irracional». Todas me parecen acusaciones sin fundamento: Putin no tiene iguales en Occidente, a excepción de Angela Merkel, quien abandonó su cargo. Su «ideología» parece estar más cerca del paneslavismo de los Romanov que de las nebulosas del marxismo bolchevique. Considera que las antiguas repúblicas soviéticas deben ser parte de la Madre Patria o estar ligadas a ella por algún lazo fuerte, como un Gobierno afín. Si comprendemos estas premisas de su mentalidad, uno entiende por qué desprecia las instituciones democráticas: la democracia implica cambio de Gobierno; ¿qué pasaría si un Gobierno prooccidental asume el mando en Ucrania o Bielorrusia? Se rompería el cordón umbilical que une a la Gran Rusia con las Rusias menores. Sin embargo, la guerra en Ucrania fue un paso atrevido por el que está pagando caro en términos de reputación internacional, y podría sepultar su economía y menguar su legitimidad frente a los ciudadanos del país.
Putin no puede arriesgarse a una guerra larga. Una guerra es empresa costosa y la economía rusa es su punto débil. Las sanciones de EE. UU. y Europa han sido un golpe durísimo: la mitad de las reservas rusas, unos 600 mil millones de dólares, fueron congeladas. Los jefes de Occidente calculan que Rusia no aguantará un asedio prolongado y tendrá que ceder, incluso si China viene en su rescate, como hizo cuando Moscú ocupó Crimea y cayó la primera ola de castigos. Por estas razones, Putin está obligado a evitar un nuevo Afganistán. Tampoco puede retirarse sin más. Retar a Occidente sin obtener nada en Ucrania es cosa de novatos o estúpidos, y Putin no parece ser ninguna de las dos. Tiene pocas opciones: su mejor curso de acción es caer sobre Ucrania con toda la fuerza de su máquina militar y alcanzar sus objetivos lo más pronto posible. Las próximas semanas demostrarán si esta hipótesis es el camino elegido por el presidente ruso o si en verdad es uno de tantos estrategas mediocres que van a la guerra sin haberla ganado antes, mientras prevé todas las posibilidades y se adelanta a los movimientos de sus enemigos.
Los enemigos de Rusia son muchos. Entre los «logros» de esta invasión hay algunos que Putin debería tomar en cuenta. Suiza rompió con 200 años de neutralidad en su política exterior y se unió a la ola de condenas contra el gigante euroasiático. Alemania decidió tomarse en serio su política de defensa después de 30 años de abandono. La alianza atlántica parece hoy más unida que nunca, después de la política imprudente de Trump y 20 años de invasiones estadounidenses en Medio Oriente, a donde las potencias europeas fueron a regañadientes. Por supuesto, la reacción suiza es menos importante que el despertar alemán, y sin duda nada comparado con la determinación demostrada por la OTAN. Es difícil saberlo, pero creo que Putin no esperaba estas reacciones. El Gobierno ruso debería tomar en consideración los retos que la guerra le pone delante, incluso si gana en Ucrania. El aislamiento de Rusia, la reanimación de la alianza atlántica y la carrera armamentista que es probable siga a esta guerra son retos difíciles para un país que se ha convertido en un paria.
En efecto, Moscú cuenta con pocos aliados, la mayoría sin peso en el mundo. Cuba es uno de ellos y ha demostrado una fidelidad temblorosa a la amistad inquebrantable que une a nuestros pueblos. Me explico. El 18 de febrero de 2022 el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba publicó una nota en la que calificaba de «propaganda» las advertencias de una invasión rusa a Ucrania. Un día después, el ataque ruso convirtió en propaganda la declaración del Ministerio de Relaciones Exteriores. La Habana demoró hasta el 26 de febrero para emitir un comunicado oficial en el que responsabilizaba a EE. UU. por el ataque y pedía, al mismo tiempo, una solución diplomática al conflicto. El 2 de marzo dulcificó aún más el tono al abstenerse en Naciones Unidas durante una votación de censura al ataque. Lo que ha evitado Cuba en todo momento es una condena abierta a la invasión.
La postura de Cuba ante los acontecimientos es tragicómica. El primer comunicado, sin duda, lo redactaron mientras creían que Rusia jamás sobrepasaría la línea roja. No se puede culpar a nadie de esto: millones de personas, entre ellos yo, creyeron que Putin no se atrevería a tanto. El segundo comunicado vino a lavar un poco la imagen, sin renunciar a esa manía de la «Revolución» de culpar a EE. UU. de todos los horrores y errores de la humanidad, pasados, presentes y futuros. Imagino que la abstención en la ONU se deba al miedo de sufrir más sanciones de Washington, para las que Cuba está peor preparada que Rusia. Dije tragicómica porque no hay comedia más divertida que la política, ni más triste en su fondo. Los malabares del Gobierno cubano son un síntoma de su debilidad. Rusia es un aliado al que Cuba se aferra para contrarrestar la influencia de EE. UU., pero Rusia tiene poco que ofrecer a Cuba. Como retribución por el apoyo al zarpazo en Ucrania, Moscú aplazó el pago de 57 millones de dólares que le debemos. Es decir, nos dieron un salvoconducto financiero para compartir una parte de su desgracia. Me pregunto qué pensaría Fidel Castro de este trato, ¿le parecería justo? Al menos él recibió miles de millones de dólares durante 30 años por apoyar a la Unión Soviética. Hoy, los gobernantes de Cuba se venden por mucho menos.
El destino de nuestra isla es sentarse en la mesa de negociaciones con EE. UU. Eso lo sabe Raúl Castro tanto como cualquier barrendero de Guantánamo. Se dice que ese diálogo debería ser en condición de iguales, pero es una quimera: Cuba es un país pobre y EE. UU., la primera economía del mundo. El fin de las hostilidades entre nuestro país y su vecino traerá una influencia política y económica descomunal de aquella nación sobre la nuestra. Al retardar durante décadas ese momento, la cúpula dirigente ha debilitado la posición de nuestro país y resta capacidad de maniobra a sus sucesores que, es probable, salgan de entre sus filas. Cierto: Washington se niega a dialogar bajo los términos de La Habana, pero EE. UU. puede esperar a que la cuerda se rompa por el punto más débil, como siempre ocurre. La postura del Gobierno cubano en la arena internacional es un reflejo de la decadencia de ese régimen político. Ni siquiera tenemos la capacidad de emprender una política exterior imaginativa. Ahora, solo resta esperar a que Washington se haga el de la vista gorda por el apoyo brindado a Moscú, de lo contrario, La Habana se expone al recrudecimiento de la crisis económica y, tal vez, a una nueva ola de protestas.
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