Dariel, un ninja cubano, entrena en las ruinas de un antiguo teatro. Foto: Yoe Suarez
Un ninja cubano
22 / agosto / 2017
De pequeño, el cuerpo de Dariel se revela contra sí mismo. Experimenta un trastorno del metabolismo que le ha dejado su estampa de quijote aindiado. Ahora ha subido de peso su metro setenta: 55 kilogramos. Toma weihgt protein, empieza a quemar con pesas en el patio de un amigo. En el patio del amigo Dariel levanta su peso, y con los últimos toques suelta un grito grave. Se me sale el dragón, dice.
A los seis años comenzó en el kung-fu, estilo Tigres del Norte, en su barrio, Marianao. Con nueve hizo wushu, en el Barrio Chino. Su maestro resultó ser luego su padrastro.
-Me entrenó personalmente hasta los 16 –recuerda-. Incluso en la casa.
Quince años antes de que le «salga el dragón» deja de entrenar un tiempo. Cuando se separan su madre y el maestro, cuando pesaba 42 kilogramos, cuando empieza a trabajar part-time en un restaurant frecuentado por chulos, delincuentes, prostitutas. Quizá porque había perdido a su amigo-instructor; tal vez porque comenzaba a adentrarse en el mundo del black metal, antítesis del arte marcial: disciplina cero.
En su adolescencia, antes del ninjato que maneja hábilmente, Pochi tuvo una guitarra eléctrica; y antes del dragón y el sable tatuados en una pantorrilla, tuvo grabadas las falanges de las manos.
-El abuso existe –interrumpe la historia y las repeticiones del bíceps como si fuera urgente dejármelo claro-. Sufría mucho de abuso psicológico.
A los 16 no le llaman Dariel Martínez, como en Registro Civil, sino flaco simplemente.
-Y tuve un problema en el restaurant.
El lugar tenía derecho de admisión, y había que consumir, sino, afuera. Una noche entró un hombre que le triplicaba el peso y llegaba a los dos metros. «Tenía muy buena condición atlética». Había que despedir al mastodonte. Pochi trabajaba con una mujer. Le tocaba. Cuando le pidió que se marchara, el hombre se puso agresivo.
-Y yo no sabía cómo defenderme.
-Pero, ¿y lo que aprendiste en Marianao y el Barrio Chino? –lo ayudo con las últimas repeticiones. Retiene el aire. Las falanges tienen color de otra carne luego de las quemaduras para borrarles la tinta. Bufa al final.
-El wushu sirve para defenderte -acepta-, pero cuando tienes un hábito marcial que ya yo había perdido.
Fue entonces que una amistad le habló del muay thai o boxeo tailandés. Dio patadas y piñazos hasta que escuchó que no era oficial, es decir, registrado por una federación cubana. Como un escolar aplicado Dariel empieza a interesarse por quiénes imparten los cursos, si el título es certificado, si los profes improvisan.
Brinca para el jiu-jitsu. Llega a cinta verde. Se embulla, y paralelo empieza a hacer taekwondo. Luego, por complacer a su novia, la acompaña a practicar hapkido, pero en cuanto acaba la relación deja de visitar el tatami.
No trabaja, se ordena, se ofrenda de modo vehemente de un noviciado a otro. Es quizá el modo que haya para sentirse seguro, espantar los complejos, la depresión que desde la secundaria le devolvía el espejo.
Comienza a aprender de la historia de cada arte marcial. Hablar con Dariel es dar un tour básico por el Antiguo Oriente. De Corea, a Japón, a China. Nombra nombres que suenan a lata que cae por escalera.
Y luego de siete años lo deja todo para pasar el ninjitsu. Siente que no puede llegar al nivel que exigen. Le es más que técnica y proyección al ejecutar. La preparación es violenta. Se siente presionado por el ejercicio físico. Pero, extrañamente, amén de estar bajopeso, se descubría capaz de «controlar ciertas situaciones».
En las otras artes marciales estaba cómodo, pero en el ninjutsu encuentra un programa de combate diverso: en el agua, subiendo sogas de cabeza, meditando. Hay un deslumbramiento, precisamente porque no es tan fácil.
¿Será que el reto, entonces, refuerza la autoestima? Dariel ya no es el mismo que 10 años atrás, no por la simple razón que nadie tampoco lo es pasado ese tiempo. Dariel halló una efusión que lo hace sentir poderoso, inalterable, a salvo.
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