papel de las redes sociales e internet en las protestas del 11 de julio en Cuba

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Valdría la pena agregar…

4 / octubre / 2021

Las protestas populares de julio pasado marcaron un parteaguas en la historia cubana de las últimas décadas, no solo en lo político o en lo social, sino que también mostraron el nuevo escenario informativo —y el potencial de las nuevas tecnologías— del que los ciudadanos se sirvieron para manifestarse. Aquella jornada consagró una novel manera de decir y de enterarse.

El dosier sobre comunicación elaborado por la revista Alma Mater compila las opiniones del doctor en Ciencias de la Información José Ramón Vidal Valdés; el máster en Ciencias de la Comunicación Fidel Alejandro Rodríguez Fernández y la máster en Periodismo Multimedial Cristina Escobar Domínguez.

En lugar de responder o cuestionar los argumentos esgrimidos con que estos expertos explican el rol de la prensa en los acontecimientos del 11 de julio de 2021, prefiero optar por el recurso académico de anotar aquello que no fue mencionado y que valdría la pena agregar. Elijo glosar las ausencias.

Lo primero, sería precisar que las manifestaciones pacíficas que se desarrollaron en más de cuarenta pueblos y ciudades de Cuba con la participación de decenas de miles de ciudadanos, en su mayoría jóvenes y humildes, fueron un hecho inédito, espontáneo y de signo político. Los lemas que repetían «libertad; patria y vida; no tenemos miedo» y las ofensas explícitas a la figura del presidente de la República, indican que se compartía una conciencia de que la protesta no podía quedarse en las consecuencias, sino que debía dirigirse a la causa y origen de los problemas.

El triunfalismo, el secretismo, el partidismo y la verticalidad que caracteriza a la prensa oficial han sido incapaces de formar en la población un estado de opinión favorable a las decisiones gubernamentales, ni siquiera un grado de comprensión que genere una aceptación de las dificultades como algo ajeno a la política trazada por el Partido Comunista. El 11 de julio se rompió ese supuesto «nosotros» simbólico que consagraba la santísima trinidad de pueblo, partido y Gobierno en el sagrado altar de la patria.

La incapacidad de la prensa oficial para generar ese idílico estado de opinión favorable (que hubiera hecho impensable las protestas) no se debe a la escasez de recursos materiales ni a la falta de formación profesional de los periodistas, sino al modelo de prensa que ha impuesto el Departamento Ideológico del Comité Central del Partido (que nadie en ese dosier menciona por su nombre) que premia el aplauso y sanciona la crítica.

Un modelo donde se planifica rigurosamente la línea editorial de cada medio y que incluye un proceso de selección para ocupar cargos de dirección que no prioriza la competencia sino la lealtad. La selección, vale la pena agregarlo, comienza en las entrevistas que se realizan previo al ingreso a las carreras universitarias. En ellas, los aspirantes a comunicadores se someten a un filtro de lealtad.

Un tema que desborda el contenido de este análisis es hasta dónde puede ser defendible el sistema en su conjunto, lo que disculpa a la prensa ante la imposibilidad de mantener a toda una población creyendo en algo que no existe.

Entre las deformaciones apuntadas por los ponentes se menciona «la hipertrofia de la función propagandística, en detrimento de la función informativa de la crítica oportuna y necesaria para cualquier proyecto político y del uso de los medios como plataformas de participación de la ciudadanía en los asuntos públicos» y «el no reconocimiento de una sociedad civil más diversa, informada y con mayores posibilidades de expresarse en el espacio público».

Aquí valdría agregar un detalle: el país es gobernado por un partido único. Los Órganos de la Seguridad del Estado detienen y los tribunales procesan judicialmente a las personas que osan promover otros proyectos políticos en el espacio público. La crítica que más o menos se acepta es la que va dirigida a la aplicación práctica y puntual de la política, pero durante seis décadas la prensa oficial ha omitido opiniones tendientes a demostrar la inviabilidad del sistema o la ilegitimidad de los gobernantes.

Esa ausencia ha pretendido evidenciar la inexistencia de una honesta discrepancia política y ha justificado su criminalización por ser algo ajeno, «pagado desde afuera» para promover un cambio de régimen, lo que se identifica como destruir la nación.

Quizá sea ocioso agregar que el prolongado silenciamiento y represión de la discrepancia política no ha hecho desaparecer las opiniones adversas ni las sensaciones de agobio en los ciudadanos. Por un natural instinto humano, las personas buscan en su entorno o lejos de él a quienes comparten sus ideas, aunque sea de manera parcial, bien para seguirlos o para hacerlos sus seguidores. Como no se trata solo de la inhabilitación de un derecho, sino del intento de extirpar un instinto, la represión de esta tendencia absolutamente humana, tarde o temprano, acumula de forma creciente el vapor de la caldera y termina en un 11 de julio.

Las réplicas que tuvieron lugar el día de las protestas en el poblado de San Antonio de los Baños pueden explicarse mediante lenguaje técnico como una «explosión por simpatía». La súbita liberación de energía ocurrida allí, se dispersó por toda la Isla a través de mensajes de texto y videos realizados con teléfonos celulares por personas individuales ajenas a organizaciones opositoras y sin que mediara una orden de alzamiento desde un puesto de mando central.

Los diversos «mensajes y campañas» originados fuera del sistema de los medios oficiales, a diferencia de estos, no se subordinan a un aparato de «orientación contrarrevolucionaria» como se pretende hacer creer cuando se le endilgan las etiquetas de «mercenario a sueldo del imperio»; y aunque resulta fácil encontrar intereses comunes, son libres e independientes, en especial lo que circula en las redes sociales de Facebook y Twitter.

Se puede añadir que la prensa independiente no fue un vehículo de convocatoria; no hizo proselitismo político, sino periodismo. Se limitó a contar lo que sucedía.

Es satisfactorio ver cómo en la academia hay una demanda para que se adopte «una legislación de acceso a la información pública y de transparencia de las instituciones estatales, que facilite el conocimiento de sus acciones y resultados, así como regule y limite el abuso de la clasificación “secreta” de las informaciones». Igualmente alegra saber que se reconoce «una deuda con crear una cultura comunicacional y una relación con la información pública que trascienda su defensa». Pero, valdría la pena agregar que, si esa legislación y esas políticas comunicacionales no reconocen sin cortapisas el legítimo derecho a la plena libertad de expresión, solo funcionarían como válvulas de escape.

Se queja Fidel Alejandro Rodríguez de que «se ha normalizado el financiamiento externo de iniciativas que construyan un discurso antigubernamental», a lo que valdría la pena añadir que mucho antes en Cuba «se normalizó» el desempoderamiento económico de los ciudadanos lo que les impide sostener un espacio para el discurso antigubernamental. Aquellos que no han conseguido financiar sus proyectos de difusión de opiniones e información de manera independiente, sean o no antigubernamentales, se han visto en el dilema de renunciar a sus propósitos o buscar «allá afuera» los recursos.

Si existiera la intención de descontaminar el ambiente de intercambios públicos de esos dineros extranjeros, bastaría con permitir, incluso propiciar, que los cubanos pudieran llevar a cabo emprendimientos económicos de mayor escala.

Resulta paradójico que, en la esfera económica, el Gobierno clame por la inversión extranjera y hasta el día de hoy anule la posibilidad de que un nacional radicado en la Isla sea considerado un inversionista. Por otro lado, habría que recordar que organizaciones no gubernamentales legalizadas por el Gobierno reciben donaciones desde el extranjero que le permiten llevar a cabo sus proyectos.

Cree la presentadora Cristina Escobar que «se llegó a ese punto tras meses de la aplicación de estrategias que usaron las redes sociales para construir una narrativa de ingobernabilidad y caos en la Isla, así como para denunciar una supuesta incapacidad del sistema de salud para enfrentar los efectos de la pandemia de la COVID-19». Añadiría que la consecución temporal de hechos no establece necesariamente una relación de causa y efecto.

Cuando miles de clientes del monopolio de telecomunicaciones Etecsa lanzaron en el verano de 2019 la demanda de #BajenLosPreciosDeInternet, ejercían el derecho natural de un cliente sin opciones para elegir; no hacían una protesta política, aunque fue calificada como una acción contrarrevolucionaria. Los precios bajaron, aunque continúan siendo muy caros. Eso dio la lección de que protestar tiene réditos y, de paso, permitió a muchos usuarios subir videos y enviar mensajes el 11 de julio.

¿Puede creer alguien que aquella demanda de los clientes de Etecsa estaba concertada para conseguir los resultados ulteriores?

Lo mismo puede decirse del uso de etiquetas que se difundieron para aglutinar un mensaje inicial de solidaridad con una provincia, como #SOSMatanzas, que se amplificaron, como es debido, por figuras influyentes en el arte y las redes quienes no fueron «utilizados» por nadie, sino que respondieron a un llamado de su propia conciencia, independiente, no militante ni obediente.

Creer que esa reacción solidaria obedecía a la estrategia de «mostrar un país en la calle, enfrentado con las fuerzas del orden, mostrar desesperanza, y desarticulación con el gobierno y sus instituciones» es desconocer dos aspectos esenciales: que la desesperanza no es una construcción intelectual y que había personas que se sintieron en la obligación, en la responsabilidad cívica, de darlo a conocer, sobre todo porque los medios oficiales fueron lentos o lo pasaron por alto.

Resulta contradictorio el intento de promover una posverdad —que reduce las motivaciones de protesta a inconformidades puntuales con dificultades de la vida cotidiana— y al mismo tiempo justificar la feroz represión de la policía y simpatizantes armados de garrotes que trataron a civiles desarmados como si fueran invasores extranjeros.

En concordancia con Vidal, es posible afirmar que no se puede «interpretar al que se queja como un “mercenario” al servicio de la agenda enemiga (que pasa)» y pudiera añadirse que tampoco se puede interpretar al que apoya irrestrictamente al Gobierno como una ciberclaria de la Seguridad del Estado (que también pasa).

La imagen de un Estado fallido y represivo predomina no solo en el exterior, sino también en el interior de las familias de los cientos de detenidos que permanecen encarcelados por los sucesos del 11 de julio. Esa imagen no se modifica de otra forma que no sea con la liberación de los presos políticos y la despenalización de la discrepancia política. 

Para concluir agregaría que los medios de difusión en Cuba no son un bien público, sino la propiedad privada de un partido político que elige a los directivos, establece las líneas editoriales, paga a los empleados, compra los insumos y censura cualquier asomo de discrepancia.

Para que la prensa fuera un espacio donde se debatieran las opciones políticas tendría que consagrarse, primero, el derecho a discrepar y a asociarse alrededor de las ideas discrepantes sin temor a represalias; tendrían que existir diferentes formas de propiedad sobre los medios de difusión y tendría que proclamarse la libertad académica que permita —en un debate sobre lo ocurrido— mencionar la brutalidad de la policía, tener acceso a la lista de detenidos y determinar sin miedo las consecuencias y el origen de los problemas.

En una nota al margen Alma Mater precisa que «para la elaboración del dosier “Desafíos del consenso” se convocó a investigadores sociales de diferentes edades, géneros, colores de piel y procedencias geográficas, bajo la premisa de que las características sociodemográficas individuales también median la interpretación de la realidad». Valdría la pena añadir que hubiera sido saludable convocar también a personas de diferentes filiaciones políticas.


** Este texto forma parte del dosier «Desafiando el “consenso”».


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