El vínculo entre política y Derecho es innegable, a estas alturas no es necesario explicarlo. Por tal motivo, cuando se habla de alguna de esas categorías resulta propicio considerar las características de cómo se relacionan ambas en un contexto espacial y temporal determinado.
Es preciso, sin embargo, colocar en el debate público ideas puntuales acerca de los argumentos esgrimidos en los textos sobre política y Derecho que fueran publicados en la revista Alma Mater.
Me parece loable la iniciativa de esta publicación. Convocar a un grupo de académicos para debatir sobre algunas de las problemáticas cubanas de hoy es un acto destacable. No obstante, y solo a los efectos de enriquecer el debate, me circunscribiré a cuestiones puntuales que vale la pena precisar o complementar.
Al referirse a la regulación de los derechos de reunión, manifestación y asociación que contiene el texto constitucional de 2019, la profesora Martha Prieto Valdés plantea que «reitera la regulación de este grupo de derechos, no limitado a la convocatoria de las organizaciones políticas, sociales y de masas, sino dentro del grupo de los derechos humanos, como persona; y con la finalidad de expresar ideas, intereses, necesidades, reclamos, significando que en todo caso su ejercicio debe ser con “fines lícitos y pacíficos”».
Hablar sobre la tutela jurídica de los derechos humanos sin considerar la práctica política en la materia, solo con referencias a la letra constitucional y a la ley, resulta insuficiente. Cualquier análisis en este sentido debería considerar que, desde la perspectiva fáctica, el ejercicio de los derechos reconocidos en el ordenamiento jurídico se ha viabilizado en correspondencia con los intereses del Gobierno. Dicho de otra manera, ejercer los derechos individuales —en particular aquellos de tipo civil y político— es posible si se cuenta con el respaldo o anuencia del Estado, y si se comulga con sus intereses; por tanto, no es posible la oposición.
Ejemplos clásicos de lo anterior lo constituyen los derechos de reunión, asociación y manifestación, así como la libertad de expresión. Desde 1976, estos derechos han contado con respaldo constitucional, pero en aquel entonces tenían como límites lo establecido en la Constitución y las leyes, la existencia y fines del Estado socialista y la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo (artículo 62). Este precepto —que como otros de esa carta magna no fue interpretado y, por ende, no se contó con una definición política o judicial acerca de qué quería decir— sirvió de fundamento a la práctica política para legitimar las manifestaciones afines a las necesidades e intereses estatales.
Para ello, el Estado se valió de las organizaciones sociales y de masas identificadas como legítimas representantes del pueblo cubano (artículos 7 y 14 de las constituciones de 1976 y 2019, respectivamente) y encargadas de organizar dichas manifestaciones. Con la Ley de Asociaciones de 1985 se terminó de blindar el ejercicio proestatal de estos derechos cuando se estableció que solo podía existir una organización por sector y que debía contar con un órgano de relación dentro de la estructura del Estado. Esta ley continúa vigente y se ha aplazado en el tiempo la adopción de otra, a pesar de que estaba prevista su promulgación para septiembre de 2020.
Dicho orden de cosas generó una cultura política de tolerancia cero a manifestaciones antigubernamentales. La falta de un marco jurídico sobre los requisitos para organizar una manifestación pacífica también contribuyó. En la actualidad, los ciudadanos no conocen ante qué autoridad local (entiéndase aquellas municipales y provinciales) deben acudir para solicitar un permiso de manifestación, ni qué otros requisitos deben cumplirse para que no se violen los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes —los límites a los derechos en la carta magna vigente (artículo 45)—.
Al respecto, el Dr. Yuri Pérez Martínez argumenta que «La regulación de los límites es esencial, en ningún momento puede desconfigurar los contenidos esenciales de los derechos y debe contener los límites generales y específicos que pauta el texto constitucional».
Mientras no se regulen los límites para manifestarse en Cuba, no habrá suficiente claridad en los aspectos generales y específicos del tema. Ello podría provocar que se promueva el uso de instituciones jurídicas, como la amnistía o el indulto, para liberar a los manifestantes encarcelados durante y después del 11J que no cometieron delito alguno.
En el texto sobre política del dosier de la revista oficial, el Dr. Carlos Alzugaray Treto plantea que «se debe aplicar todo lo establecido en las leyes que impiden las detenciones arbitrarias y otras prácticas comunes; legislar sobre el modo en que los ciudadanos pueden protestar de forma pacífica; rendir un informe de lo acaecido con total transparencia; amnistiar o indultar, según corresponda, a quienes se manifestaron sin violencia; instaurar una suerte de tregua; y fomentar espacios de diálogo».
Es oportuno dejar claro que no afirmo que en el marco de las manifestaciones del 11 de julio no ocurrieran delitos. Es poco probable que estos hechos no sucedan en un país donde no existe cultura de cómo organizar protestas. Inclusive, se ha registrado vandalismo en otros contextos más propicios para emprender manifestaciones desde abajo.
La amnistía o el indulto no tienen cabida jurídica en los casos de manifestantes que no tuvieron participación en acciones delictivas, porque tanto una como otro son —con salvedad de las diferencias entre sí— perdones. Cuando un ciudadano se manifiesta de manera pacífica no hay nada que perdonar porque ejerce un derecho. Emplear estas instituciones como parte de la instauración de una suerte de tregua, no sería procedente porque implica, primero, la desnaturalización de ambas y, segundo, la criminalización de la protesta pacífica.
Esto se complejiza si analizamos el proceso penal cubano actual. El Dr. Juan Mendoza Díaz comenta que, a partir de los años noventa del pasado siglo, el enjuiciamiento penal cubano retrocedió y se introdujeron sucesivas modificaciones que limitaban derechos de los acusados. Como ejemplo claro de esta regresión menciona el procedimiento para la detención y aplicación de una medida cautelar a un imputado. Bajo estas condiciones parece atinado limitar el uso de instituciones jurídicas propias del Derecho Penal y valorar que se trata, sobre todo, de una rama de última aplicación.
Por otra parte, sin una ley que regule la libertad de manifestación tampoco tendremos fuerzas del orden que sepan proceder con claridad ante la ocurrencia de una. En esta ley se debería definir cómo deben actuar los funcionarios policiales y el resto de los cuerpos de seguridad interior; los que desempañarían más un rol de veladores del carácter pacífico de la manifestación que de represión de los participantes. De igual forma, tendrían que definirse los mecanismos para exigir transparencia y rendición de cuentas a quienes cometan excesos, con las consiguientes medidas sancionatorias y garantías de reparación del daño y no repetición.
En relación con esto, no debería primar la visión de que un ciudadano no puede considerarse desaparecido hasta que no se interponga un habeas corpus, porque, mientras esto no suceda, ¿qué pasa con los que están detenidos más allá de los plazos previstos en la ley? Al respecto, en el panel sobre Derecho, la Dra. Mayda Goite Pierre plantea que «Se puede afirmar, de manera categórica, que no es correcto decir que una persona está desaparecida si no se ha interpuesto ante el tribunal un habeas corpus. Afirmarlo es una burda manipulación de la realidad jurídica de Cuba».
No coincido con este criterio. La desaparición forzada implica la privación de libertad de un individuo, bien con intervención directa de agentes estatales o de otros con su consentimiento y protección, así como la negativa de reconocer la detención o revelar la situación de este. Si el acto de desaparición y su ejecución inician con privarlo de libertad y esto perdura, y mientras no haya información sobre su destino ni se determine con certeza su identidad, no puede hacerse depender de la interposición de un habeas corpus su reconocimiento como desaparecido.
El Estado cubano está obligado, en el marco de tratados internacionales —por ejemplo, la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, ratificada el 2 de febrero de 2009—, y según lo establecido en el artículo 51 de la Constitución, a impedir que las personas sean sometidas a desaparición forzada, torturas, tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes.
Estas condiciones de desprotección generan un desequilibrio cuando de manifestaciones se trata. Ciertamente, existen conductas tipificadas como delitos que pueden cometerse en el marco de una protesta, pero a la par no subsisten reglas del juego claras sobre cómo organizarlas y desarrollarlas. De igual forma, hasta que no se produzca la entrada en vigor del nuevo Código Penal no se contará con tipos penales específicos contra la desaparición forzada, tortura y tratos o penas análogas —lo cual valoro como un paso en la dirección correcta para la protección de la dignidad humana, en tanto valor con significación jurídica; en este aspecto sí coincido con Goite Pierre—.
Un Estado de derecho requiere cumplir, entre otros, con dos fundamentos básicos: garantías formales para el aseguramiento de los derechos humanos y una concepción política sobre estos que los asuma como límites al ejercicio del poder. En Cuba todavía no se cumplen a cabalidad ninguna de estas premisas, y la permanencia de esa realidad es un peligro para quienes intenten ejercer sus derechos en oposición al Estado.
Mientras no se cuente con un ordenamiento jurídico y una praxis política diferente a lo que se ha hecho hasta hoy, no se podrá hablar de consensos sólidos en la articulación del país. La realidad política y jurídica cubana no debe analizarse sin considerar que existen sectores sociales que no encuentran espacio ni se identifican con las rígidas fórmulas heredadas de antaño. Hacer política y construir el Derecho en la Cuba actual no pueden ser procesos separados. Sabemos que no basta con adoptar una nueva Constitución y aprobar leyes que la complementen.
Es necesario superar esa visión positivista que cree que implementar la Constitución es crear un nuevo ordenamiento jurídico, con más leyes y otras disposiciones jurídicas. Creo necesario resaltar el criterio del Dr. Rafael Hernández en el dosier sobre política —el cual comparto de manera parcial porque no pienso que todos los medios digitales tengan una postura antigobierno o desempeñen sus funciones informativas con desbalance— cuando afirma:
«Si la ley y la política tuvieran identidad coincidente, bastaría que el Partido Comunista de Cuba se definiera como el Partido de la Nación (artículo 5) para que estuviera en condiciones de ejercer ese rol de representación, políticamente hablando. Bastaría que una Ley de Prensa reconociera a los medios no estatales, según deja abierta la Constitución (artículo 55), para que los medios digitales antigobierno se dedicaran a cumplir un papel informativo balanceado, en lugar de uno muy beligerante, como el que ejercen».
«El hecho de que la Ley no sea en ninguna parte el espejo de la política no significa que las normas acordadas en la Constitución cubana recién aprobada carezcan de significado. Al contrario, esa Constitución, aun con sus limitaciones, representa un marco jurídico nuevo para hacer política. Digamos, por ejemplo, el reconocimiento del derecho de manifestación pública, reunión y asociación (artículo 56). Que el Estado se gire hacia ahí no ocurre de modo automático, requiere un proceso que lo haga efectivo, mediante una práctica que lo ajuste, no nada más en una norma escrita que lo estipule, y que podrá tener más de una aplicación».
Si bien es cierto que las nuevas leyes pueden ser, a priori, garantías jurídicas de los derechos, para que lo sean a cabalidad y se atemperen al momento actual debemos analizar sus contenidos y su implementación como parte de la práctica política. Podrán cumplir este rol si responden a una lógica que identifique a los derechos como limitantes del poder; si no dejan espacio, por mínimo que este sea, a la arbitrariedad y al descontrol de las actividades del Estado y sus funcionarios; si permiten a los ciudadanos contar con herramientas eficaces para combatirlos; si generan un marco de transparencia y rendición de cuentas; y, sobre todo, si responden a la realidad de la sociedad cubana actual, diversa en todos los órdenes, incluido el político.
** Este texto forma parte del dosier «Desafiando el “consenso”».
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