Nadie entra o sale con bolsos de la Biblioteca Nacional José Martí (BNJM). Por seguridad del patrimonio bibliográfico, se dejan en depósito y se recogen una vez concluida la estancia. Sin embargo, muchas veces vi a entrar y salir a esta mujer, cargando a ambos lados enormes jabas repletas de libros.
Robusta, mulata, ojos escrutadores y risueños, cinta sobre el pelo rebelde, voz ronca de matrona recia, pasaba junto a los custodios y las recepcionistas, los saludaba y seguía su camino. Ellos le hacían la reverencia y ni por asomo se atrevían a mirar o dudar de la legitimidad del trasiego. Un pequeño detalle justificaba la escena: la que pasaba era Ana Cairo; y en aquellas inmensas jabas se cocinaban día a día destellos esenciales de la cultura cubana.
Por supuesto que todos la conocían en la Biblioteca, que era como su tercera casa. La segunda, la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana (UH) —o simplemente la Escuela de Letras, para decirlo a la vieja usanza—, se sabía de memoria sus gestos y su estirpe. Más de 40 años de docencia universitaria. Más de una veintena de libros. Tutoría de decenas de tesis de licenciatura, maestría y doctorado. Y tribunales. Y premios. Y eventos. Y jurados. Y comisiones académicas. Y el copón divino… Eran tan solo parte de sus atributos. Lo otro, la verdadera procesión de formadora de inteligencias, iba, como debe ser, por dentro, en un caparazón a simple vista hermético; pero revestido, para generaciones de alumnos, de la más severa ternura.
Ana Andrea Cairo Ballester (1949-2019) es un nombre cuya traducción al lenguaje intelectual significa Historia y Literatura, aunque en cubano antiguo puede leerse también como Resistencia y Cimarronaje. Pero esto, que parece una verdad demasiado compleja, se descubría de manera naturalísima luego de escuchar a la poseedora de tan sonoros atributos disertar sobre cualquiera de los temas que sostienen a la Patria desde sus orígenes hasta su porvenir.
Todavía recuerdo, como si la tuviera enfrente, su mirada perforante cuando a uno se le ocurría decirle que quería estudiar tal o más cual tema. Al momento, como si le activara una enciclopedia mental interactiva abría un racimo de hipervínculos: “¿Ya viste la publicación X? ¿Ya entrevistaste al profesor Z? ¿Consultaste los fondos del archivo Ñ? ¿Sabes que sobre ese mismo tema se han escrito N libros en Cuba y M en el extranjero? ¿Y por qué analizar todo el problema, si con un pedacito basta para leer e investigar un año?…”.
Uno, a la par que escuchaba e iba rebajando las ínfulas de descubridor, tomaba nota inmediata de lo serio y verdaderamente angustioso de una investigación, si es que pretende asumirse como tal… Lo demás, ya sabemos, es, a lo sumo, ofrecer brochazos barnizados de los asuntos, jamás sus esencias o trasfondos.
Máximo Gómez, Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras, Eduardo Chibás, Raúl Roa, Fidel Castro, son figuras cuya comprensión cabal para los estudiosos de hoy y mañana, pasan por los libros de esta profesora. Volúmenes abridores de caminos interpretativos; ricos por la diversidad de miradas, por el viaje insustituible a las fuentes originales. Entre estudiantes de Filología y más allá, en todas las facultades de humanidades de la UH era famosa su asignatura sobre José Martí. La que había que vencer, sí o sí, tras la lectura de más de 30 textos capitales del Apóstol, nunca con reseñitas insulsas o copiaypegas epidérmicos.
Sus conferencias y clases iban de la Historia grande a la íntima: del dato estremecedor al sabroso chisme manigüero con la misma y rigurosa soltura con que cargaba día a día los pesados libracos.
Siempre andaba en muchos proyectos académicos, pero “aterrizada” también en las labores de su hogar y la “lucha” cotidiana. “Teleología del progreso”: así definía este indomable afán cubano de sobreponerse a todo, de ir más allá y conquistar desde la guagua repleta hasta el lauro artístico sublime.
Cuando le entregaron en 2016 —tardíamente, por cierto— el Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas, solo pidió: “que la voluntad de hacer y la autodisciplina me acompañen para concluir nuevos libros y para imaginar otros. Solo necesito un poco de suerte para que me acompañe la salud”. Autodisciplina y voluntad le sobraban. La salud solo le dio una tregua de 3 años.
Y ahora, que el más grande evento cultural del país, la Feria Internacional del Libro de La Habana, multiplica su rostro entre los lectores, me viene a la mente aquella minicrónica de Eduardo Galeano en la que un niño, que había ansiado mucho conocer el mar, finalmente se encuentra con la enormidad azul. “Ayúdame a mirar”, cuentan que le dijo al papá.
Ana, y los buenos maestros como ella, desde algún sitio más dentro que distante, también nos ayudan, frente al mar inabarcable de las letras.
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Delvis Toledo desde Cienfuegos
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