La loca está sentada en un quicio frente a la casa. Una casa enorme de un solo portón que al principio fue ventana. En realidad, es el resquicio de un hogar de clase media que la precariedad convirtió en tres casas de familias diferentes. Esta, la de la izquierda, aún conservaba cierto aire de plenitud cuando la loca la habitaba.
La loca mira el portón, a veces. La mayoría del tiempo sus ojos están perdidos en el vacío, como los de todo loco que se respete. Manotea, señala objetos imaginarios, se levanta en posición de firme frente alguna pared cercana. Por momentos se le ve conversando, disertando en el extraño mundo que solo las cabezas “idas” conocen. A saber si allá adentro, en lo más recóndito de sus pensamientos, existe una racionalidad más intacta que la nuestra aquí. A saber…
A la loca la conocemos todos. Desde hace dos días, cuando volvió a aparecer por los contornos, se han activado las alarmas del vecindario. “Nunca pensé que llegara a ese punto”, comentan algunos. “Está como rondando la casa otra vez”, balbucean otros que ni la miran. Mi madre se ha compadecido: “Le voy a llevar algo para que se alimente, la veo como deshidratada, lleva dos días aquí y nadie viene a buscarla”.
Mi madre ha tomado una taza de leche y le ha puesto mucha azúcar.
—Mira, te traje un poquito de leche con azúcar para que tomes —dice mi madre.
—Al niño mío le gustaba la leche sin azúcar. ¿Cómo está Luisi? —le pregunta, tan bajito que apenas se escucha, sin mirarla, la loca a mi madre.
—Muy bien gracias, trabajando ya. Se graduó hace tres años. Mira, aquí tienes la leche.
—No quiero.
—¿No quieres un poquito de café?
—No. Al niño le gustaba el café sin azúcar también.
—¿Y yogurt? Te puedo comprar una bolsa en la bodega.
—Al niño le gustaba el yogurt de la bodega. Agua, dame agua.
Después de varias horas, solo parecía racional cuando alguien se le acercaba. Mi vecina Marta logró que tomara café. Alexander la quiso acompañar a su barrio y ella le gritó dos veces “¡No me toques!” manoteando con las muñecas, que revelaban unas marcas rojas bastante crudas.
“Dicen que el hijo la amarra y todo, para que no se salga, pero cuando se sale la deja en la calle varios días. La ingresó en el psiquiátrico dos veces y salió, pero esta última vez dijo que no la iba a llevar ni carajo. Sabrá Dios qué pasa en esa casa allá arriba”, susurran en el contén del barrio con el placer que provocan las historias sórdidas ajenas.
Después de hablar vuelve a sumergirse en sí misma. Mira la casa, la merodea. Yo también he mirado la casa de nuevo. Es ahora un hostal, con todos los lujos medio kitsch de un hostal trinitario. Veinte años atrás no había ningún síntoma de hostal, al menos no para quienes vivían allá adentro. En aquel tiempo su familia la habitaba: un niño de mi edad, un hombre de 60 y ella, una esposa de unos 30 y tantos, que había venido de Sancti Spiritus a parirle a un viejo con mala fama en la cuadra por ser, antaño, soldado batistiano.
Al niño hace mucho que no lo veo. A la madre sí, a cada rato. A la madre de aquel niño la estuve viendo en sus constantes visitas hasta que se fue convirtiendo en una loca que palmoteaba y conversaba con la mirada perdida en el vacío. “¡Qué malo le ha salido ese hijo!”, me han dicho y he quedado en shock.
A su hijo lo recuerdo cómo el más débil del barrio, en un piquete como de ocho muchachos más o menos de la misma edad. Éramos un grupo de amigos inseparables y aquel era famoso por debilucho y tristón. A su hijo lo mismo lo defendíamos de otros que lo tomábamos para descargar nuestra furia. Un niño roto por la mano recia de un padre viejo y una madre frustrada. Un niño que era obligado a jugar dominó todos los domingos con los amigos del padre, aunque su piquete hubiese ideado la mejor forma de pasar la tarde. Un niño que a los 14 años aun no dejaban salir a la calle después de las 9 de la noche. Un niño magullado, ofendido, golpeado por sus padres. Los golpes venían por cualquier cosa: por no tomarse la leche, por no traer el café, por no ir a sacar el yogurt a la bodega en tiempo.
El sentido de la solidaridad lo desarrollamos el día que el niño llegó a mi casa con lágrimas en los ojos y un hilo de sangre corriéndole por la espalda. Nos reunimos para llevar a cabo una campaña que comenzó, primero, voceándole a los padres que eran unos abusadores, y después escribiendo una carta de queja al Gobierno, cuya copia les fue entregada por el umbral de la puerta. Por supuesto, el puño y letra con faltas de ortografía de un grupito de niños no llegó a ningún lugar, pero al menos mantuvimos a nuestro compinche libre de golpes por unos meses.
El niño, por su parte, comenzó a revelarse de la única manera que supo. A medida que su cuerpo crecía, su alma se iba rompiendo. Desde entonces se ha resistido a todo. Si le golpeaban porque había que estudiar, peor salía en las pruebas. Si le gritaban que debía llegar al pre, se fue a la escuela de oficio a no aprender nada. Si le dijeron, si le obligaron… hizo lo contrario. Hasta que un día se fue, cuando el padre ya había muerto y la madre envejecido. Vendieron el teléfono, un par de muebles y la casa para comprar dos. Él encontró una mujer con la reputación al estilo de Arjona, famosa por un escándalo que la involucraba a ella con su padrastro. La madre, en cambio, terminó sola. Y la soledad la está venciendo.
La soledad se ha apoderado de su cabeza. Cuando la veo parloteando, disertado, argumentando sabrá Dios qué razones, pienso que quizás esté hablando con la soledad. Quizás le está explicando que antes hubo una casa, la 480 de la calle San Procopio, y un marido, y un hijo —ah no, son dos, pero de la hija mayor nunca se ha sabido nada—. A lo mejor le está confesando sus pecados. Unos pecados que ahora mismo hasta yo le perdono. Inmiscuida en su delirio se salta el hecho de que la miro desde mi ventana con la angustia que me causa su demencia. Me he dicho varias veces que hay que tener mucho cuidado con los actos que hacemos en vida, pues para el infierno muchas veces no hay que esperar la muerte.
Pero aún bajo esa lógica no he podido dejar de pensar en el perdón, en las segundas oportunidades, en que nadie merece tales desgracias.
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Jesse Diaz
Yosmani Felizola