No hay una señal de crisis más clara que dormir en la cárcel sin un futuro. Pero aún de los agujeros más oscuros hay una salida. Esta es una historia real.
Por: Harold Cárdenas Lema ([email protected])
Es el año 2002 y por las calles de Santa Clara, Cuba, va un rebelde sin causa, sus inquietudes políticas provienen del rechazo. En el preuniversitario le obligan a ver las noticias todas las noches, en casa sus abuelos lo obligaban a ver los discursos de Fidel, incluso cuando era un niño y no entendía nada. Puede extraviarse fácilmente en mil caminos equivocados mientras busca algo que de sentido a su vida. Ese rebelde sin causa soy yo.
Con un preservativo en la billetera que se convierte en amuleto, fuma y bebe con frecuencia mientras recorre la ciudad en bici con sus amigos. Busca estar a la moda, en esos años los chicos decoloran sus pantalones para lucir cool y eso será su perdición.
Para el resto, los tiempos duros fueron en la crisis de los noventa pero en su familia lo más difícil comenzó con el nuevo siglo. El día que se raja una rodilla de su pantalón despintado, el único que tiene, cree que se le acaba el mundo.
Tiene amigos pijos con familia en el extranjero que le enseñan sobre diferencia social, tiene amigos humildes que le muestran su dignidad cotidiana. En los últimos años ese tanteo existencial le conduce a los barrios más pobres, a jugar dominó tomando ron hasta el atardecer, a lugares donde la vida vale poco. Pero decía Nietzsche que cuando miras al abismo, él también te mira a ti.
El 30 de diciembre de 2003 Harold duerme en la estación de policía. En un concierto discute con alguien y cuando ofenden a su madre la cosa termina a trompadas, a pocos metros de una docena de policías. Hay bastante frío, las literas son de cemento y sin colchón. Antes de entrar le despojan del cinto y los cordones, solo le queda su rebeldía. En pocas horas conoce la historia de cada uno de los que están ahí, menos el borracho que no despierta nunca. De madrugada y mirando al techo piensa cómo ha llegado allí, qué pudo haber hecho mal. Algo tiene que cambiar.
Al otro día sale a la calle, monta en su bici y tiene un plan. Dos factores están a su favor: son tiempos de la Batalla de Ideas en Cuba y en pocos meses se realizan los exámenes de ingreso a la universidad.
Como los profesores de su escuela resultan insuficientes y él sabe que está contra reloj, busca ayuda. Por la tarde toca a la puerta de Rosa, la maestra “repasadora” ya jubilada que desde tiempo viene preparando a sus otros amigos. Mientras aquellos pasaban el día en la calle perdiendo el tiempo, algunos dedicaban discretamente su tiempo a estudiar, yo estaba decidido a ser de estos últimos.
Rosa no se limitaba a la instrucción sino que nos educaba a todos. Pertenecía a esa especie de maestras clásicas cubanas que ya está en extinción.
Tuve que compensar en par de meses años de pocos estudios pero logré hacerlo. Ese año fui el primero en mi ciudad en recibir la carrera de Estudios Socioculturales que siempre fue primera opción.
Creada como iniciativa noble en años donde se luchaba por preservar la cultura nacional, luego fue alejándose cada vez más de lo cultural y acercándose a lo comunitario hasta que se perdió la esencia de la misma. Como muchos proyectos nobles de la época, tuvo una pobre ejecución que terminaron afectando su credibilidad.
Luego fui a una ciudad nueva, tuve una oportunidad para comenzar de cero lejos de los vicios adolescentes. Mis compañeros de universidad nunca imaginaron ese pasado. Mirando retrospectivamente, me salvaron muchas cosas, a veces hay que tocar fondo para salir a flote.
A mi me salvó esa noche en una celda, me salvó aquella carrera que crearon en la Batalla de Ideas y me salvó Rosa. Todavía hoy no tengo el valor de tocar a su puerta y agradecerle por eso, por cambiar mi conducta, por cambiarme la vida. Para bien.
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