El 11 de marzo de 2020 fue un día distinto. Horas antes cuatro turistas italianos que se encontraban en Trinidad habían sido reportados como sospechosos del nuevo coronavirus de Wuhan. Aquella amenaza confirmó el temor de muchos: la llegada de la COVID-19 a Cuba.
Desde entonces todo cambió. No solo porque por primera vez salir a la calle representaba un riesgo para la salud, sino porque las calles del país se convirtieron en el escenario de sordas batallas por, al menos, un pedazo de pollo para la familia.
Casi dos años después, Cuba ha sobrevivido a un torbellino de incertidumbres y transformaciones. Estrictas medidas sanitarias, cierre de fronteras, desabastecimiento extremo, Tarea Ordenamiento, inflación, protestas sociales, campaña de vacunación, emigración… son tramas de una larga serie cuyo final nadie es capaz de divisar todavía.
El 15 de noviembre, en medio de un tenso panorama político y con 959 307 casos positivos y 8 284 fallecidos acumulados hasta esa fecha, Cuba reabrió fronteras. Junto con la apertura y la llegada de algunos turistas, comenzó una paulatina flexibilización de los servicios, el ocio y otras actividades de la sociedad.
Iniciaba, otra vez, una nueva normalidad, esa promesa de retorno a una vida parecida a aquella pre-COVID-19.
Antes de la pandemia usar nasobuco en Cuba era cosa de algunos pocos, influenciados por la cultura asiática o por la moda implantada por Bad Bunny. Sin quererlo, estos muchachos profetizaban el futuro.
La mascarilla se ha convertido en el símbolo del combate contra la COVID-19. A diferencia de otros países, en Cuba se mantiene la instrucción de su uso en espacios abiertos y colectivos. Las multas por ausencia o mal uso aún forman parte de lo cotidiano.
En la nueva normalidad continuamos viendo masivas colas por algún insumo básico. Sus líneas de separación se mantienen pintadas en el suelo; casi siempre con un metro de distancia entre ellas, cada día más olvidadas, señales aparentemente anacrónicas que poco a poco se irán borrando.
Nunca el distanciamiento físico estuvo tan presente en el imaginario popular. Sin embargo, un ómnibus en hora pico echa por tierra los llamados al control de la distancia desde los medios de comunicación.
Con la nueva normalidad han regresado las guaguas a tope. Quedan en el recuerdo aquellos pequeños pasos amarillos pintados para señalar el lugar para cada pasajero, así como el límite establecido para la cantidad de personas dentro de los ómnibus.
Si bien hay muchas personas prudentes que continúan evitando besos y abrazos, el contacto físico estrecho se está convirtiendo de nuevo en algo cotidiano.
Otra vez el saludo se hace complicado. Cuando llegó el coronavirus se difundió el saludo con codos o puños; ahora muchos quieren dar besos o dar el clásico apretón de manos. Esto genera una confusión instantánea y un poco incómoda en lo que se determina el tipo de saludo.
Las fiestas masivas estuvieron de vuelta, por poco tiempo. El pasado 18 de diciembre la Ciudad Deportiva fue sede de un multitudinario evento de música electrónica. Cientos de jóvenes se reunieron para bailar y saltar al más puro estilo Tomorrowland como si la COVID-19 fuera algo de otro tiempo. Reuniones familiares o de amigos en bares, cafés y restaurantes son más frecuentes. En ellas el nasobuco y el distanciamiento suelen estar ausentes.
El hipoclorito de sodio se ha adueñado del trono como desinfectante estrella en tiempos pandémicos. Como un portero, permanece solitario en una esquina a la entrada de cualquier institución o negocio. Cada vez son menos quienes lo utilizan.
Por su lado, los pasos podálicos en algunos lugares son simples espectadores del entorno y en otros parecen apenas rústicas invenciones sin propósito.
Mientras la curva de la percepción de riesgo continúa cayendo en todo el mundo a golpe de costumbre, la cuarta ola ha comenzado su azote. Nuevas cepas se propagan; estamos constringidos a vivir con el virus. ¿Cómo será la definitiva nueva normalidad para los cubanos? La respuesta la dará el tiempo y la evolución de la pandemia.
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