Nos pasó como a todos. La regla perdida, el apetito voraz, el humor cambiante, la sospecha de un test y la confirmación del ultrasonido. Cuando el monitor nos mostró el saco gestacional, no sabíamos si celebrarlo o llorar.
Escribo en plural porque a Carlos Enrique solo me faltó parirlo. Eso de que “padre es cualquiera” no va conmigo. No lo buscábamos, pero el nuestro fue un hijo deseado desde el instante en que lo intuimos. Lo tuvimos contra viento y marea, y no hablo de que jamás he dormido 5 horas seguidas, o que tengo una maestría en asuntos fecales y un doctorado en rastreo de culeros en las tiendas, o de que he tenido que multiplicarme por mil para luchar el sustento, y ni así da la cuenta. Mi drama, que no es exclusivo, pero es el mío, es la vivienda…
De entrada, cuando anunciamos que estábamos esperando un hijo, nos sacaron del alquiler donde vivíamos porque al casero, con más miedo que dinero, le preocupaba no podernos sacar luego, asustado por una leyenda urbana sin sustento legal alguno que hace pensar que el bebé tendría derechos de convivencia sobre la casa.
Los recién nacidos reciben automáticamente la dirección que la madre tiene en su carnet de identidad. Cuando el arrendador nos preguntó si por fin íbamos a tener el niño, lo mandamos a freír tusas…
Con el anuncio de desalojo, en nuestro trabajo nos facilitaron una vivienda en el reparto El Náutico por un año. Aquello, además de un alivio al bolsillo, significó una tranquilidad, y Eli pasó su embarazo y dio a luz ese pedazo de vida mía. Macho varón masculino, saludable y fuerte, con unos pulmones de ópera y una familia gitana, pero unida. A los 10 meses nos mudamos al otro extremo de la ciudad: Alamar, el dormitorio habanero.
Si no fuera por la lejanía y los problemas de agua y transporte, aquello no estaba malo: un alquiler barato, quinto piso, buena brisa, vecinos chéveres, puntos donde comprar de todo, en fin… Pero entrar y salir de la Zona 5 era una odisea, y al final lo que ahorrábamos en casa lo gastábamos en “almendrones” y tiempo. Además, cuando uno sale con un bebé parece un arbolito de Navidad adornado con bolsos, jabas y mochilas.
Por aquella época decidimos mandar a Carlitos un tiempo con su abuela materna para el campo, para ahorrarle trajín y que cogiera anticuerpos. Pero la “papitis” me mataba, y hubo semanas en que viajaba casi a diario hasta Jovellanos –unas tres horas de carretera, viajando por tramos- para estar con el niño. A veces llegaba al anochecer, y antes de que saliera el sol salía con el corazón estrujado, de vuelta a La Habana.
Como el colchón subvencionado de la canastilla, el Círculo Infantil nos llegó con un año de atraso, pero en Jovellanos. Por entonces habíamos decidido irnos de Alamar y recalamos en el Vedado, en un cuartucho con poca ventilación y un ambiente cargante heredado de antiguos inquilinos. Subió la renta, considerablemente, pero todo quedaba cerca. En aquella sauna pasamos un trimestre insufrible, y pronto estábamos empacando de nuevo, esta vez a Centro Habana. La nueva casa no estaba mal, pero un horno de panadería era más fresco. Ahí duramos medio año, y pronto conseguimos un apartamento vacío en la frontera de Plaza y el Cerro, donde aún vivimos.
Para resumir, en apenas 2 años de vida Carlitos ya ha vivido en 6 municipios diferentes. Ya está que ve una caja y se pone a vaciarla, pero… ¿cómo explicarle que para la inmensa mayoría de las parejas jóvenes una casa propia es una utopía? ¿Cómo hacerle entender que casi todos los alquileres en Cuba carecen de garantías legales, se convenian verbalmente y se pagan por debajo del telón? ¿Para qué contagiarlo con la angustia del pago pendiente, la preocupación del desalojo latente, el cinismo del “no-te-encariñes-que-esto-no-es-tuyo”, o el desespero del alquiler ya pactado que se cae a última hora?
Algunos dirán que tal ritmo es abusivo para un niño. Yo quisiera darle a mi hijo estabilidad, una casa que pueda llamar su hogar, raíces. Pero quiero creer que también estoy enseñándole a luchar por un sueño, curtiéndolo, mostrándole que un hogar no son cuatro paredes y un techo, sino una familia unida.
A fuerza de dar tumbos, Carlos va teniendo una educación ecuménica, se adapta con facilidad a nuevos entornos, y es sociable. Además, va aprendiendo a darle valor a las cosas. Al final, su padre es un pobre periodista que no pueda hacer más que amarlo con locura, y educarlo para que sea honrado, cariñoso, independiente y, sobre todo, un industrialista acérrimo. Que para eso nació en el Vedado…
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