Dice un amigo mío que no debo tener tantos recelos de viajar, que el mundo es una Patria gigante, y que ya no existen fronteras para la comunicación y la vida. Dice el Doctor en Ciencias Antonio Aja, prestigioso investigador en cuestiones migratorias cubanas, que ya no hablaremos más de este tema si no es para referirnos al término “migración circular”, que ya pocos emigran definitivamente, que todo el mundo contempla la opción de modo transitorio y luego decide dónde y cómo permanecer por etapas.
Y yo digo que sí a todo. Que es verdad. Que lo sé. Y sigo investigando sobre el asunto (es de los que más me apasionan); y sigo escribiendo historias sobre el dolor que causa a quienes habitamos este pedazo de tierra llamada Cuba. Será por esa estadística reveladora de que uno de cada tres cubanos posee un familiar en el exterior… Será porque soy un ser eternamente nostálgico… Pero el caso es que no consigo cambiar mi percepción sobre estar y no estar.
Lo prohibí hace un tiempo a mis amistades: no quiero escuchar que nadie se va. Después me planteé la ley más estúpida: ni una despedida más en aeropuertos. Pero los socios (socios al fin) ni caso me hacen. Y siguen moviéndose de aquí para allá, y regalándome más lejanías que presencias. ¿Qué le voy a hacer? A estas alturas de la juventud, una sabe bien todo lo que apremia y el poco tiempo que hay para cubrir todas las urgencias. He pasado a entenderlos. Pero de ahí a apoyarlos va un buen tramo.
He comprendido, sí, que quienes no ven un futuro en su país tienen derecho a salir y buscarlo a donde creen que puede estar. He aprendido también que muchos lo encuentran, y regresan felices de sus estudios y contratos de trabajo en cualquier punto de la geografía mundial, o contentos también (por qué censurarlos) de haber incrementado su ropero, nivel de vida y posibilidades de transporte (tan infame como anda por acá).
Pero quedarme me ha permitido ver también cómo añoran nuestras madrugadas de amistad sin límites, cuánto necesitan el café de su vieja y el modo extraño en el que requieren sentirse parte, sentirse en tierra, saberse reyes de la latitud que habitan, y no como familiares lejanos prestados en un cuarto ajeno. Es el dolor del emigrante, lo sé; es el precio a pagar. Tal vez sea demasiado caro también el costo de permanecer aquí. Todo depende de por dónde nos lleve la vida, y de cómo le permitamos al destino movernos de aquí para allá.
Yo sigo siendo un bicho raro. Echo por tierra, como otros pocos en mi círculo inmediato, la ley universal de la ciencia de que migración genera migración. Tengo importantes piezas de mi ajedrez (o dominó) sentimental desperdigadas por medio trozo de mundo. Pero me cuesta mucho, al decir de Silvio, soltar todo y largarme.
Sigo apostando a un «no sé qué» (porque el tiempo derriba paradigmas); sigo creyendo en no sé cuánto (porque los días apremian y uno se cuestiona el esperar a qué); sigo aferrándome a las lógicas sentimentales de quienes plantamos nuestra casita de campaña en medio de una nada que tira para todas partes, y creemos que sí, vale la pena quedarse, hay sueños que cumplir y pueden hacerse realidad por estos lares, y qué dicha tan grande si estamos todos — compinches de siempre, la pura y el puro, los aseres del barrio, el malecón, el parque — para disfrutarlos como buenos cubanos, y no como calcos tristes de guajiros armando su bohío en medio de un express-way.
Pero (pocas declaraciones de principios llevan un «pero») a veces le cojo un poco de inquina al futuro. Y me pongo a pensar en si a la vuelta de la esquina, acabaremos convertidos en piezas de museo de resistencia juvenil; si se irán más de los que se quedan; si mañana será más criticable estar que marcharse.
Me resuenan en los oídos tantas palabras del profe Aja en aquella entrevista que le hiciera años atrás («El compromiso sentimental es importante, pero tiene que ir unido a otras necesidades», dijo); me laceran en la mente múltiples historias de mi día a día; me chocan entre las paredes del alma las de mis emigrantes por cada esquina del mundo… me pasa tanto, que el futuro tiene que preocuparme.
Sin embargo, otra vez, me aferro a la fuerza, la esperanza, la ilusión, la verdad. Quiero ser feliz en Cuba. Y eso no debe ser un pecado. Tengo el empuje de locos como yo; tengo la cordura de otros bichos raros que me acompañan. Y solo por eso me atrevo a cambiar el final de aquella historia: el último que salga, por favor, no apague el Faro del Morro. No me gusta la oscuridad ni a mis amigos tampoco. Solo para dormir. Y aquí hay que estar bien despiertos para seguir escribiendo este cuento.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Alma Mater y su autora es Susana Gomes Bugallo.
comentarios
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Barrueto
Eduardo Alberto
Guillermo
Tratare de conseguir la revista alma mater y ver si publican mas art�culos como estos.
Jorge Carlos Mazorra
El faro no se apagará amigo mío, y si pasara siempre habrá quien necesite de la lucecita y del café de la vieja.
Henrick
W116
Rachel
Yoa
Yo también me considero un bicho raro y me siento muy identificada con su manera de pensar.
Tantos amigos he visto partir..
Un gran abrazo a tod@s los cubanos donde quiera que estén.
Éxitos a la escritora.
Dennys
Muy buen articulo.
Sandra