hotel saratoga destrucción

Fotos: Pedro Sosa Tabío.

Días después, los alrededores del Saratoga

11 / mayo / 2022

Una fuerza repentina lanzó a Félix Rojas contra el suelo. Lo siguiente que recordaría es cómo unas mujeres, trabajadoras de un punto de ventas cercano al Saratoga, lo arrastraban para alejarlo de la lluvia de polvo y escombros. Eran las once de la mañana del 6 de mayo de 2022 y Félix acababa de salir del hotel en su silla de ruedas.

Tres días después, la gente hace cola en el bar Cienfuegos de la calle Monte para comprar un frozen de chocolate al que llaman helado. En el frente del establecimiento, un anciano, sentado en una butaca sin patas, llama «amigo» a todo el que pasa y pide alternativamente unos pesos o un cigarro. Cerca, otro anciano vende cuchillas de afeitar tirado en el suelo, con la mercancía desplegada sobre un cartón.

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Mientras los ancianos se ganan la vida como pueden y la cola del helado crece por minuto, Félix mira el hotel, donde continúan las obras de escombreo y búsqueda de personas.

Son cerca de las cinco de la tarde. Alzan un brazo metálico gigante que termina en una especie de pinza dentada que se abre y se cierra para agarrar bloques y tirarlos al suelo. Lo emplean en la parte superior del edificio de viviendas, a un costado del hotel.

Los alrededores siguen acordonados, rodeados por policías que constantemente suenan silbatos para hacer retroceder a quienes se acercan a curiosear. Sin embargo, la zona cerrada ha disminuido desde el viernes. Hay cintas policiales rotas, se permite el tránsito de vehículos por sitios que antes estaban bloqueados y algunas personas se reúnen a lo largo de la calle Monte para ver las obras del Saratoga.

Entre ellos se mueve Félix. Viste un pantalón negro, un pulóver sucio de color rosado y una pañoleta roja mal anudada; y va en su silla de ruedas, en la que carga pomos y varias cajas amarradas a los laterales o a sus muslos.

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Los pomos son para él: uno con agua y otro con un poco de refresco. En las cajas guarda tabacos y cajetillas de cigarros que vende para subsistir.

«Desde el viernes me la estoy viendo dura», dice.

Llevaba casi dos años con almuerzo y comida asegurados en el Saratoga. Entraba a las diez de la mañana, le daban un buen plato y se llevaba otro en un pozuelo para la tarde. A veces, también le daban panes para que merendara o los vendiera y ganara algo más que con los cigarros.

Se hace tarde. En el Cienfuegos dejan de despachar helado. Los ancianos que venden cosas se marchan a sus casas o a otra parte. Queda el público de las obras del Saratoga, que habla de técnicas de rescate y salvamento, de retirada de escombros y cuentan una y otra vez cómo vivieron la explosión.

—Yo sentí el batacazo y salí corriendo a ver qué edificio se había caído ahora —dice uno.

—Al hotel se le cayó la fachada, pero mira la estructura ahí como está —le responde otro—. Ahora mira el trozo que se llevó del edificio de al lado. Ahí no quedó nada.

—Sí, sí —vuelve el primero—, en La Habana Vieja los únicos edificios que aguantan una cosa así son los hoteles. Con los otros es por gusto. Y con la explosión se resintieron unos cuantos. Hay que ver ahora qué pasa.

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Un hombre dice que de allá adentro sacan escombros en cubos. Félix se altera y dice:

 —Yo casi no me he movido de aquí y no he visto a nadie meter ni sacar un cubo.

 —Eso me lo dijo el socio mío de la Cruz Roja que está allá dentro —rebate el hombre.

—Pues te dijo tremenda mentira. Ahí están sacando escombros con máquinas. No he visto a nadie con un cubo —contesta Félix.

Imágenes muestran que sí se han usado cubos en el interior, tal vez en zonas donde a las máquinas les es imposible llegar, pero Félix no los ha visto. Se separa del otro. Dice que se está pasando y que le faltó el respeto. 

Él, luego de la explosión, se quedó pegado al cordón policial y vio cómo se desarrollaron las primeras fases de intento de rescate a, quizá, las mismas personas que le daban comida cada día. Tras diez horas de espera, empezó a sentirse mal y preparó la inyección de insulina para su diabetes. Cuando lo vieron buscándose la vena con la jeringuilla en la boca, lo mandaron a pasar hasta una lona azul que sirve de puesto de mando. Ahí lo reconocieron como el señor que comía en el hotel. Una enfermera le puso la inyección. Le dieron algo de comida. Desde aquel viernes seis de mayo, ha tenido, con suerte, una comida al día.

En el Saratoga, por lo menos 20 bomberos corren hacia los escombros. «¡Van a sacar a alguien!», «¡Van a sacar a alguien!», gritan en la calle. Todo el mundo se pone de pie, se reúnen, miran expectantes. De pronto nadie habla. Pasan diez, 15 minutos. Los bomberos se retiran. Falsa alarma. La gente vuelve a sentarse en el borde de la acera. Flota en el ambiente un pesimismo que aterriza en conversaciones sobre cuánto puede resistir un ser humano sin tomar agua o sobre si habrá oxígeno en el sótano.

A pocos metros, la gente espera guaguas, para carros o coge ruteros. Ha caído la noche. En Monserrate, apenas a unas cuadras, los bares están abiertos con luces de todos los colores encendidas y grupos de extranjeros que beben tragos y conversan y sonríen. Tres o cuatro portales sirven de cuarto a borrachos solitarios que duermen «la curda» contra el suelo.

En los alrededores del Saratoga, de pie o sentados en la acera, gente que no tiene ningún familiar o amigo desaparecido espera a que encuentren a quienes faltan.

Félix, tres días después, sigue en su silla de ruedas, sin despegar la vista del lugar donde por un año y nueve meses tuvo dos comidas al día y, por tanto, según dice, el tiempo más feliz de su vida.


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Norka Korda

Hola Porque ninguna fotografía del edificio que colapsó ? Solo se ven imágenes del hotel pero nadie a publicado nada sobre el edificio de viviendas que se derrumbó.
Norka Korda

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