Miguel Díaz-Canel Bermúdez, presidente de Cuba

Miguel Díaz-Canel, primer secretario del Partido Comunista de Cuba

Díaz-Canel: dialogar no es una afrenta

15 / julio / 2021

Escribir sobre lo que acontece en Cuba por estos días es una tarea agridulce. Por un lado, la esperanza se prende al ver a tantos cubanos espontáneamente tomarse las calles. Por otro, comprobar que la cúpula del Partido Comunista (PCC) es todo lo canalla que imaginábamos y su llamado a la confrontación es bastante desolador. Desde el domingo, Díaz-Canel y otros miembros del Gobierno y el Partido han aparecido recurrentemente en televisión nacional. Nos han hablado de conspiraciones, mercenarismo, golpe continuo y tácticas militares para intentar darle algún sentido a la realidad que les ha explotado en la cara. Díaz-Canel y Bruno Rodríguez incluso hablaron de derechos humanos e intentaron, de nuevo, establecer un enemigo común —«el bloqueo» y el Gobierno de los Estados Unidos— para recuperar una unidad que difícilmente alguna vez existió.


El pueblo nunca fue esa cosa que el Partido Comunista dijo que era. Ha habido, eso sí, una sociedad reprimida que mayoritariamente se ha dedicado a fingir, o a mirar para otro lado. El pueblo de estos comunistas —al igual que el que manipulaban los fascistas— en casi todas partes siempre ha sido minoría, pero ha sido usado en el discurso de manera tal que parece mayoría. Pero el pueblo que existe de verdad más allá de la parafernalia pececiana, tan diverso como cualquier otro, despertó el domingo 11 de julio. Y ese despertar trae tanta ilusión como ansiedad.

No debemos cometer el error tendencioso de creer que todo ese pueblo que salió a las calles lo hizo por las mismas razones y con las mismas angustias y esperanzas en mente. La gente que salió a la calle en distintas localidades del país no toda pensaba igual. Por los videos, comentarios en redes y conversaciones con amigos puedo deducir que allí había gente que protestaba por la miseria, otras por ideales más abstractos como la libertad y la democracia, otros por mero embullo, otros por solidaridad, otros por furia, otros por dolor ante un hecho concreto, y seguramente algunos otros para espiar al resto.

Pero casi todo eso cabe en una sola idea tan universal y abstracta que sirve de etiqueta: cambio. Creo que la mejor lectura de lo que sucedió el domingo es que la gente quiere algo distinto a lo que hoy existe. Y que, además, finalmente ese deseo se ha vuelto tan ardiente que les hizo perder el miedo a las fuerzas represoras del Estado. Es tal vez por esto que la canción «Patria y Vida» se ha convertido en himno de estas manifestaciones. La canción tiene pocas pretensiones filosóficas. Usa ideas que diseccionan bien un sentir bastante general: después de sesenta años con el dominó trancado la gente siente que ya es hora de que todo acabe. Hay que darle agua al dominó para comenzar a jugar de nuevo. Algo tan simple como eso es discursivamente irrebatible.

Díaz-Canel nos dejó claro que su Gobierno no tiene sobre la mesa una solución pacífica. No es nada sorprendente que tampoco le interese un proceso de diálogo que facilite un tránsito pacífico a un régimen democrático que nos sirva como marco institucional para dirimir nuestras diferencias. El hoy presidente de Cuba hizo un torpe esfuerzo por parecer un poquito pluralista al hablar de revolucionarios, no revolucionarios y mercenarios. De pronto pareciera que hay tres tipos de ciudadanos manifestándose en las calles cubanas en lugar del binarismo más común —revolucionarios y mercenarios— empleado para explicar cualquier expresión pública de desacuerdo sustantivo con el Partido Comunista. Los no-revolucionarios que marcharon, eso sí, estaban confundidos, desinformados o son delincuentes.

Es difícil saber exactamente qué quiere decir Díaz-Canel con no-revolucionario. Intuyo que se refiere a aquellos que desde el rechazo a la política en general salieron a las calles motivados por situaciones concretas. Lo que no nos dice Díaz-Canel —y no es difícil sospechar que él lo sabe— es que incluso esos no-revolucionarios tampoco caben en el régimen político actual. El derecho a la libre asamblea y manifestación son incompatibles con los totalitarismos en tanto necesariamente reflejan sociedades plurales compuestas por grupos que —aun desde el rechazo a la política— se movilizan por razones diversas y con soluciones variadas en sus mentes.

Hay algo que Díaz-Canel y el PCC tienen claro: las manifestaciones de estos días no pueden tomar forma propositiva. Esto es, mientras el motor sea solo el descontento que no se articula en un grupo de ideas y propuestas, el PCC cuenta aún con tiempo. Pero tan pronto como propuestas de liberalización y democratización —mediante mecanismos concretos— se conviertan en demandas centrales, el PCC estará en conteo regresivo. Demandar elecciones libres o exigir derechos económicos, por ejemplo, son ejemplos de propuestas concretas que les permitirían a las movilizaciones avanzar convirtiendo el enojo y el hartazgo en demandas que generen consenso, y que sirvan de hoja de ruta.

La mejor solución para nuestro país siempre ha sido la misma: democratización. Para conseguir esto las experiencias en otros países sugieren que un proceso de diálogo es la mejor vía para conseguir un marco con reglas justas en el cual ninguna de las tantas partes que componen nuestra nación pueda ser avasallada por otra. Desde luego, Díaz-Canel no quiere dialogar. El PCC no sabe dialogar, nunca lo hizo, y no tendría por qué hacerlo ahora. Pero como casi siempre pasa en política, hasta los muy malos hacen cosas buenas cuando lo necesitan. Es decir, el PCC va a dialogar cuando lo necesite. Y eso es lo mejor que podemos hacer: hacer que necesiten dialogar, hacer que no les quede —o que crean que no les queda— otra alternativa.

Pero si el diálogo y el entendimiento les perturba y les provoca tanto miedo y repulsión, Díaz-Canel y toda esa cúpula violenta —que incluye, por supuesto, a quien controla hoy las Fuerzas Armadas, Raúl Castro— harían bien en salirse de la escena cuando gusten. Harían bien en hacerlo porque nosotros —esa pluralidad que nos compone— no necesitamos reyes, y mucho menos sultanes. Así que si quieren evitarle a nuestro país mayores amarguras y despedirse con algo de honor sin tener que sufrir la «afrenta» de sentarse a dialogar con quienes a sus ojos son y deben seguir siendo súbditos, harían bien en decidir libremente abandonarnos y partir hacia donde gusten, para que el resto de los cubanos —con pensamientos e ideas distintas— podamos decidir nuestro futuro republicanamente. 



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