No habían transcurrido ni dos meses de relación y ya Alberto instalaba sus pertenencias en el tercer piso del ala B del edificio 900, residencia para mujeres en la Universidad Central Marta Abreu de las Villas. El día que llegó lo esperaba su novia Samantha, y le explicaba que debía estar tranquilo, que allí, como otros tantos hombres, iba a encontrar un lugar.
Desafiando el reglamento estos tórtolos iniciaron una vida casi matrimonial que ya atesora un año y dos meses. La beca universitaria es su espacio de libertad.
Fue la única forma de estar juntos. Voy a las clases en la mañana y él por la tarde. Yo soy de Cienfuegos y él de Santa Clara ¿cuándo nos íbamos a ver? Es esto o nada
El edificio “900” ha sido el hogar de cientos de parejas que encontraron el amor —acaso el definitivo— en su paso por una universidad bastante cosmopolita como la Central de las Villas. De tan natural la convivencia intersexo, un añejo chiste nombra al edificio “el 1800”, pues se asume que por cada muchacha habrá un muchacho en sus colchones.
Continuadores de esa “tradición”, Alberto y Samantha se escabullen cuánto pueden a falta de otras posibilidades para tener un espacio propio.
“Estar aquí es la garantía del éxito en muchas parejas. Por eso las muchachitas comprenden y no se molestan porque haya un hombre en su cuarto común. Ya es natural. Nosotros lo que sí somos muy respetuosos y nos llevamos bien con todas. A la hora del baño Alberto se encierra en la litera para evitar cualquier situación”.
“Vivir juntos aquí, por supuesto, no se permite —comenta Alberto—. Yo llego siempre después de las seis de la tarde, cuando todo es más libre. Y trato de cuidarme de las tías (instructoras educativas de las residencias) que a cada rato hacen inspección en busca de nosotros, y de las ollas para cocinar, que también están prohibidas”.
“Un día casi me sorprenden. Era el tiempo en que criábamos un hámster en el cuarto y yo me quedé a echarle comida una mañana. Entonces vino la tía y tuve que encerrarme detrás de las cortinas de la litera a esperar que se fuera. ¿Y puedes creer que ese bicho ha empezado a morder un nylon como nunca había hecho? Me parece que se hizo la desentendida, porque ni buscó de dónde venía el ruido”.
Ambos ríen con la historia, porque si de algo están seguros es que demasiada gente comprende los porqués de llevar una vida de pareja e ir por encima del reglamento de convivencia de la universidad.
El miedo a que los descubran nunca es un problema.
“Alquilarnos en un apartamento fuera de la Universidad es una posibilidad utópica para nosotros. Eso lo sé de buena tinta porque mis padres viven en Santa Clara alquilados en una casa que casi está en ruinas, por 30 CUC al mes, y eso más que el salario de uno de ellos. Así que nosotros ni soñar con permitirnos eso”.
Ante mi pregunta de qué harán cuando terminen los días de estudiante, callan. Y lo hacen porque no saben a ciencia cierta cuál será su futuro, a sabiendas de cómo anda en Cuba la situación habitacional. Para muchos la beca es un sueño del que no quieren despertar.
“Aquí lo más estresante es cuando se va la corriente por exceso de voltaje, o cuando hay que cargar cubos porque se rompió la conductora de agua que abastece esta zona. Y respecto a las condiciones del cuarto, yo siempre he creído que la comodidad es cuestión de lo que logremos crear aquí, tanto material como espiritual. Esa es la esencia de la beca, por mucho que pudiera estar mejor”, concluye ella.
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El Frista