El incidente ocurrido el 27 de septiembre de 2025 en el estadio yayabero «José Antonio Huelga», al término del cuarto juego entre Sancti Spíritus e Isla de la Juventud, es mucho más que una lamentable trifulca entre dos figuras del béisbol cubano.
Lo que allí sucedió, la agresión física de Eriel Sánchez a Miguel Rojas, no es un hecho aislado ni un exabrupto fortuito, sino el reflejo de una violencia que viene calando en el deporte cubano como espejo fiel de los desajustes que vive la sociedad cubana en su conjunto.
Lo ocurrido es grave por múltiples razones. En primer lugar, porque los protagonistas no son jóvenes inexpertos que perdieron el control en un momento de calor, sino glorias deportivas con largas trayectorias, referentes de generaciones enteras que los vieron triunfar en el terreno.
Que Sánchez y Rojas, compañeros de batallas en el pasado, terminaran resolviendo un conflicto con un golpe que envió a uno de ellos al hospital, no puede entenderse sin mirar más allá del diamante.
El origen estuvo en una jugada discutida del octavo inning: una carrera anulada correctamente por regla, pero comunicada con retraso.
Ese error administrativo fue la chispa, pero la combustión fue producto de un clima en el que la autoridad arbitral y técnica se cuestiona de manera habitual, en el que los directores de equipo se permiten reclamar con formas irrespetuosas y los insultos parecen parte del guion de cada Serie Nacional.
Lo que debió ser un desacuerdo reglamentario terminó en una explosión verbal y física porque el respeto, que debería ser columna del deporte, se ha ido erosionando poco a poco. El episodio desnuda la tolerancia acumulada durante años frente a actitudes antideportivas.
Todos los que siguen la pelota cubana saben de discusiones en el home, de bancas vaciadas por empujones, de improperios lanzados contra árbitros y rivales. Sin embargo, las sanciones casi siempre han sido tardías, leves o inconsistentes.
Se crea así una cultura de permisividad en la que la línea entre la pasión y la violencia se vuelve cada vez más delgada. El «Huelga» no fue entonces un estallido repentino, sino la consecuencia lógica de un ambiente viciado.
La Comisión Nacional reaccionó con sanciones ejemplarizantes: cinco años de suspensión para Sánchez y tres para Rojas. El problema es que los castigos drásticos, por sí solos, no resuelven la raíz: la violencia incubada en el ecosistema del béisbol cubano y en la sociedad.
Conviene preguntarse: ¿por qué los estadios son cada vez más escenarios de conflictos que superan el plano deportivo? La respuesta está en el reflejo social. En un país marcado por tensiones cotidianas, por carencias materiales y simbólicas, el béisbol funciona como válvula de escape de frustraciones colectivas.
Lo que ocurre en la grada, donde las discusiones entre aficionados se encienden con facilidad, se reproduce en el terreno entre jugadores, directivos y árbitros. La pelota, que debería ser espacio de encuentro y desahogo, se convierte en espejo de las iras y desencantos que recorren las calles de la isla.
La renuncia de Eriel Sánchez, antes incluso de conocerse la sanción, es un gesto que revela conciencia del daño causado. Pero tampoco basta con el arrepentimiento personal.
El béisbol cubano necesita una limpieza de rostro que no se limite a castigos ni a declaraciones que condenan «hechos totalmente evitables». Porque si algo deja claro este episodio es que no hay jerarquías inmunes al deterioro de la disciplina.
Ni los años de servicio ni las glorias pasadas ni los cargos dentro de la estructura beisbolera garantizan automáticamente autoridad moral. La violencia no distingue entre comisionados y directores; arrasa con todo a su paso, dejando cicatrices físicas y simbólicas.
La pelota cubana, orgullo nacional y patrimonio cultural, no merece seguir siendo escenario de agresiones que empañan su historia.
El público que asiste al estadio para disfrutar un juego no debería ser testigo de peleas entre quienes tienen el deber de enseñar con el ejemplo. Y los niños que sueñan con vestir un uniforme no pueden crecer normalizando que los ídolos de ayer terminen a batazos entre ellos.
El episodio del «José Antonio Huelga» quedará en la memoria como una vergüenza, pero también como una oportunidad. Si se aprovecha para transformar la cultura del béisbol, puede ser un punto de inflexión.
De lo contrario, será apenas otro capítulo en la larga lista de indisciplinas que minan la credibilidad del deporte nacional. Porque cada vez que un estadio se convierte en ring, no solo pierde la pelota: pierde el país. Y hasta el momento, Cuba pierde por KO.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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