desierto montañas tenis

A su paso por el desierto, los emigrantes van dejando pertenencias. Foto: Pavel García.

El Cruce, últimos momentos antes del salto a EE. UU. (+Narración)

20 / diciembre / 2022

El motel fronterizo, con sus bombillas mortecinas y su ambiente de franca decadencia, no contribuía en nada a tranquilizar los ánimos. Una anticuada tele a color transmitía un capítulo de CSI: Las Vegas. Greason se jugaba su puesto en el departamento. Del otro lado de la pantalla y en la vida real, un grupo de personas estábamos a punto de arriesgar mucho más. Al rato, «Igor», el recepcionista, me tocó a la puerta para transmitirme las últimas orientaciones: reunión grupal en cinco minutos en la habitación 34.

Una vez allí conocí a quienes iban a ser mis compañeros de cruce. Conté diecinueve cubanos. Algunos (los menos) venían desde Colombia atravesando la peligrosísima selva panameña del Darién. Los más, desde Nicaragua y a través de Centroamérica. Me llamó la atención desde el primer momento la juventud de la gran mayoría de los integrantes del grupo. Con la excepción de un hombre y una mujer de avanzada edad, el resto no llegaba a los 25 años de edad. «Cuba se está quedando sin juventud», fue mi primer pensamiento.

Sonó el celular de la líder del grupo, una muchacha alta y delgada. Era una videollamada del «Kommander». Su imagen se correspondía totalmente con la que me había hecho de él al escuchar su voz. Quería desearnos suerte y darnos su bendición y sus últimos consejos: «Viajen ligeros, lleven agua, miren bien donde pisan, no se separen y, sobre todo, no abandonen a nadie, cuídense los unos a los otros». Escuchamos que decía desde quién sabe dónde. Solo quedaba esperar el momento de la verdad.

Un tiempo después —me pareció una eternidad— volvieron a tocar a mi puerta. Era un mexicano mal encarado que preguntó si yo era el enviado del Kommander del que le habían hablado. Le dije que sí y me contestó: «Ta’ bueno. Ahora necesito que me pagues lo que habías acordado con él». Yo tenía separado ese dinero desde el día anterior, así que lo saqué y se lo entregué. Después de contarlo minuciosamente, lo metió en el bolsillo. «A las cinco en punto nos vamos, carnal. Estate listo, por favor», me dijo.

Suban, que caben más

A la hora anunciada estábamos listos para el abordaje. En las caras se notaba la tensión, que tratamos de disimular con bromas. Me sentía un poco fuera de lugar, pues los acababa de conocer y poco había podido conversar con ellos. Entre mis acompañantes existía la camaradería que nace de los días de riesgo y sufrimiento. Yo era como el pícher cerrador en un partido de béisbol. Llegaba solamente para la parte final.

Diez minutos antes de las cinco de la mañana llegó un vehículo conducido por el mismo tipo que me había cobrado en la habitación. Yo esperaba al menos dos más, dada la cantidad de personas que aguardábamos. Pasaron los segundos y no llegó más nadie, así que mirándonos unos a otros con cara de incredulidad procedimos a montarnos.

¡Veinte personas más el conductor! No me pregunten cómo lo logramos. Yo aún no lo sé. Me tocó la última parte, con la nariz a pocos milímetros de la puerta trasera. Luego de moverme de aquí para allá y apachurrar un par de cabezas, por suerte sin insultos ni mala onda, logré por fin encontrar una postura en la que me circulara la sangre por las piernas. El chofer hablaba por walkie-talkie con alguien. Recibió la señal convenida y arrancó.

La suerte estaba echada.

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Mexicali: un día como otro cualquiera

La ciudad fronteriza azteca volvía poco a poco a la vida. Con las primeras luces del alba salían los habitantes más madrugadores. Carritos de tacos y vendedores de periódicos circulaban por las calles. Estoy seguro de que por la mente de ninguno de ellos pasaba que en aquel carro oscuro había veinte cubanos, como sardinas en lata, persiguiendo un sueño. El conductor, luego de transitar por algunas calles laterales, mal asfaltadas y llenas de baches, se incorporó a una vía principal. Ni por un segundo dejó de mantener comunicación por walkie-talkie con el explorador que le señalaba la ruta y le advertía sobre posibles peligros.

Tras varios kilómetros de carretera asfaltada, el carro torció bruscamente a la derecha por un terraplén arenoso. A una velocidad de vértigo, avanzamos por ese camino, como si fuera el Rally París-Dakar. Las nubes de arena que levantaba debían divisarse desde el cosmos. Supongo que en este punto la velocidad era más importante que la discreción.

Algunos minutos después se detuvo y nos metió prisa para que bajáramos. Señaló a nuestra izquierda algo que parecía un pequeño ciempiés serpenteando en medio del desierto. Se metió de vuelta al carro y se largó sin despedirse. Aquel tipo necesitaba de forma urgente un cursito de relaciones públicas.

La legión en el desierto

Unos pocos clavaron la vista en el carro que se alejó en medio de una polvareda blanca. La mayoría teníamos la vista fija en aquel ciempiés diminuto que se divisaba en el horizonte: El Muro. ¡El verdadero Muro de las Lamentaciones! Por un momento me recordó a la Gran Muralla China. Ambos fueron construidos con el mismo objetivo.

Algunos, los más entusiastas, echaron a correr. No tardaron en percatarse que esta es una carrera de resistencia. Comencé la marcha. El objetivo se dibujaba en el horizonte, claramente visible, pero todavía lejano. El sol comenzó a asomar y con él uno de los grandes peligros de la travesía. 

No tardé en percatarme de que había cometido un gran error. Los zapatos que escogí para hacer la caminata, unos Levi’s casuales de suela plana, eran tal vez los menos apropiados. Lo peor es que poco tiempo antes de irme pude comprarme unos que eran ideales y lo dejé correr por pura tacañería. 

Poco a poco me adentré en el desierto de Sonora. Gracias a mis puñeteros zapatos mi marcha se ralentizó y me quedé atrás. Nadie volvió la mirada, tal vez porque al no estar acostumbrados a que formara parte del grupo, no me echaban de menos; tal vez por el simple egoísmo del «sálvese quien pueda». Para empeorar mi situación, cargué demasiado peso en mi mochila. Siguiendo uno de mis lemas favoritos: mejor que sobre a que falte, metí tres botellas de un litro de Pepsi, dos de agua de litro y medio, más la que llevaba en un termo. A eso se suma ropa de repuesto y un par de cosas que hacen unos 15 kilos de peso extra. Pero la terquedad, uno de mis grandes defectos, hizo acto de presencia y me negué a soltar el lastre. 

La columna de cubanos se fue extendiendo. Por delante iban los más jóvenes, egoístas y de mejor condición física. A esos solo les importaba llegar ellos y a los demás que los parta un rayo. Luego venía otro grupo, casi todas mujeres, entre las que destacaban dos muchachas que sostenían en medio de ellas a una señora mayor. Por último, iba yo, con mi cargamento de Pepsi y agua, mis zapatos planos y mi terquedad a cuestas. 

El sol se fue elevando y aunque aún no calentaba en todo su esplendor, iluminaba buena parte del trayecto por recorrer. Poco a poco encontré rastros de ilegales que cruzaron antes que nosotros y que abandonaron sus escasas pertenencias quién sabe por qué razones: unas zapatillas Adidas —que en su momento debieron costar caras, pero que en el momento crucial se quedaron si suelas—, ropa, mantas, una mochila; retazos de la vida de gente que podría contar muchas historias si pudiera hablar. A pesar de las circunstancias, tomé algunas fotos.

Poco a poco el camino se fue haciendo más duro. La arena ofrecía resistencia al paso, y había pequeños huecos traicioneros donde un mal paso puede costarte una fractura o esguince de tobillo. Un lagarto pasó corriendo. Envidié su velocidad. Al rato la arena dio paso a un terreno pedregoso que los pies agradecieron, pero la alegría duró poco… ¡Dunas!

Esas elevaciones de arena que tan bonitas se ven en las películas y documentales son la pesadilla del caminante del desierto. Además de subir la cuesta había que vencer la resistencia de la arena y mis zapatos… ¡mejor no hablo más de mis zapatos! Para darme ánimos imaginé que era un legionario romano, destacado en Judea o en África, para combatir a los macabeos o frenar la ambición de Aníbal Barca. Un legionario romano es capaz de caminar 30 kilómetros con todo su bagaje y armas a cuestas, luego, cavar trincheras alrededor de sus campamentos, levantar sus tiendas y cocinar su comida. ¿De qué material estaban hechos esos tipos?

A este pesudo legionario cubano le dio un golpe de calor. Me lo temía por el aumento de mi temperatura corporal y mi ritmo cardíaco. Me costaba respirar, pero logré dominarme. Busqué un arbusto ralo y me senté debajo de la poca sombra que ofrecía. Saqué un litro de agua y me lo bebí de a poco mientras descansaba. Recuperé el pulso, la temperatura y la voluntad de seguir. Mis acompañantes eran figuras que poco a poco se empequeñecían en el paisaje. A nadie parecía importarle que me hubiera quedado atrás solo. Me daba igual, mi mente es fuerte.

El muro se hacía más visible y al mismo tiempo aumentaban los rastros de caminantes, como si su proximidad los obligara a desprenderse de todo antes de llegar. Yo seguía con mi Pepsi a cuestas. Si sus directivos supieran lo que he hecho, me harían accionista de la compañía.

Con un último esfuerzo de voluntad llegué hasta el muro. La estructura está formada por columnas de metal oxidadas. Yo le calculo unos 10 metros de alto. Ese punto en particular fue objeto de discusión luego y nunca logramos ponernos de acuerdo. Cubanos, al fin y al cabo.

El punto específico a donde nos llevaron nuestros pasos es donde el Muro termina. Sube por una montaña arenosa y se acaba a unos 20 metros. Hay que bordearlo para llegar al otro lado. Cuando lo logro me paro justo en el medio. El espectáculo es una metáfora. Del lado gringo la sombra refrescante. Del lado mexicano, el sol abrasador.

Un helicóptero sobrevuela la zona. A lo lejos, se ve la nubecita de polvo que levanta la patrulla de la migra. Vienen a interceptarnos.

Continuará…

Historias al oído trae los mejores textos de elTOQUE narrados en la voz del locutor cubano Luis Miguel Cruz "El Lucho". Dirigido especialmente a nuestra comunidad de usuarios con discapacidad visual y a todas las personas que disfrutan de la narración.


 

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