El escultor francés Bruno Catalano ha consagrado una parte de su obra artística a reflejar el vacío del alma como resultado de la emigración.
Las desconcertantes esculturas incompletas, en una colección titulada «Los viajeros» (Les voyageurs), representan el dolor existencial y el vacío. Los sentimientos llegan a quienes deciden emigrar ante la partida a un destino desconocido e incierto.
Equipaje en mano, los pies a ras del suelo, el cuerpo fragmentado y en movimiento son las imágenes que muestra el artista. La representación de la ausencia y de la pérdida se conjugan en la parte del cuerpo que falta en cada escultura. En ella puede leerse el dolor que provoca dejar atrás tu hogar, tu tierra, tu familia de origen, tu cultura, tus costumbres, tu lengua materna (en algunos casos); todo lo que, hasta el preciso momento de partir, había constituido la identidad de tu ser.
¿Qué perdemos al emigrar y por qué puede considerarse una experiencia desgarradora?
Un amigo que desde Cuba partió a Canadá me dice: «Lili, me considero un tipo resiliente y la emigración ha sido dura para mí. El primer año sin dudas es el peor. Nunca llegas a adaptarte por completo».
«¿Quién dijo que emigrar era bonito?», fue mi respuesta en un audio por WhatsApp aquellos primeros días cuando llegué a Estados Unidos, y la ansiedad apenas me dejaba dormir. Lo extrañaba todo: el aire que circulaba en las casas cubanas y se colaba por las persianas de madera, la casa en la que había pasado los últimos años de mi vida en Cuba y en la que mi hija había nacido. Me había quedado con el recuerdo final de aquel día en el aeropuerto, cuando nos torturaron psicológicamente por razones políticas hasta el momento final en que corrimos a montarnos en el avión.
Me quedé con el deseo de dar el último adiós a mi familia que aguardaba afuera. Una siempre llega a sentir que no se ha despedido suficiente. El deseo de decir adiós en un abrazo y la imposibilidad de hacerlo —porque delante tenía la puerta del exilio y una niña de apenas tres años a cuestas, a la que tenía que cuidar— pesarían sobre mí, sobre mi conciencia.
Cuando una persona emigra no solo deja atrás a aquellas personas con las que ha sostenido los vínculos estructurales de su vida. Deja un pedazo de sí: memorias, sentimientos, afectos, parte importante de su identidad y de su historia. Deja un país que, aun con la certeza de que se cae en pedazos, una siente que va a querer hasta el último día de su vida. Eso nada lo cambia. Es un sentimiento irremplazable.
El encuentro con la nueva cultura es una especie de golpe en la frente que te deja sin sentido. Es darse un golpe en la zona frontal y quedarse un tiempo medio mareada, perdida, desenfocada. Después sientes que caminas en una especie de limbo. No entiendes nada, tu cerebro demora tiempo en procesar toda la información que te cae encima en forma de trámites, gestiones que tienes que hacer para sobrevivir, consejos buenos y no tan buenos que llegan de parte de personas cercanas. Son días inciertos, en los que las emociones a flor de piel se disparan y una llega a despertarse un día con la pregunta: ¿qué rayos hago aquí?
Después, la vida va dibujando una silueta que sirve como brújula en medio del sinsentido. Una aprende a vivir la incertidumbre, a aceptar que forma parte de tu vida y a reconocer el nuevo mundo emocional que puede ser angustioso, perturbador, transitorio o perpetuo.
Algunos describen la emigración como un nacimiento. «Es como volver a nacer», dicen. Yo la defino como «renacimiento». Una no puede nacer literalmente dos veces. Una carga sus memorias, sus recuerdos, las vivencias de quién fue y de cómo vivió los últimos momentos antes de partir. Hay que empezar de cero en muchas cosas, pero en otras, la experiencia acumulada y las competencias adquiridas son una base importante para echar a andar.
A medida que pasa el tiempo, el lugar del que partiste se vuelve idílico e ilusorio. Una llega a sentir una emoción enorme al ver una bandera cubana o un cartel que diga: ¡recargas a Cuba! O sentir que se te quiebra un pedazo del pecho cuando ves una obra infantil con tu hija y de pronto dicen: «hay una isla en medio del mar, que sus claves tienen este sonido: “papapapá”, y que sus gentes son muy carismáticas…». Y una siente una emoción inmensa que te lleva a decir: ¡Alma, nosotras nacimos allí! ¡Nosotras nacimos en Cuba!
Una puede llegar a llorar como una niña pequeña. Llorar por lo que dejó. Ese lugar en el que aprendió a correr, en el que se enamoró, en el que se hizo mujer y en el que está tu familia. En ese momento, se te olvidan los apagones, la escasez y la crisis infinita que viven cubanas y cubanos a causa del Gobierno. Una se olvida de la miseria, del hambre que pasan las personas que te escriben y que te cuentan que ese país va de mal en peor. Una sabe que «al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver», porque nunca se encuentra lo mismo y en el caso de Cuba, te encuentras una debacle de país, un buque en pleno naufragio. No obstante, fantaseas con volver y caminar otra vez por sus calles, ver a la gente que quieres, saludar a los vecinos y ver a tus gatos. ¿Cómo alguien aprende a curarse de eso?
Asumir el cambio e integrar lo nuevo en la identidad
He aprendido a presentarme desde el lugar de mujer migrante sin que eso me defina por completo. La migración es una experiencia que coloca a cualquier persona en situación de vulnerabilidad social y emocional, aunque algunos crean que quienes llegamos alcanzamos la meta. Hay que aprender a salvarse de muchas maneras.
Salir de Cuba cuando tu familia sufre violencia política es abrir una puerta de salvación, pero el exilio es un monstruo que puede llegar a devorarte si no le pones barreras de contención. Es una experiencia angustiante. Es una salida forzada, es un adiós incompleto, es una necesidad irremediable de añoranza.
Muchas personas mueren en el mar, cruzando ríos, devoradas por la selva y cuanta maleza aparece en un camino escabroso y difícil, en el que la meta esencial es alcanzar el destino anhelado. Llegar en avión y de forma legal a Estados Unidos fue un privilegio, pero hay que aprender a salvarse cada día de los fantasmas, de las angustias y de la nostalgia que te provoca sentir tanta extrañeza en todo lo que te rodea. La percepción cambia y hay días que se matizan de bellezas, gratitudes y asombros, porque la vivencia no es unilateral. Pero ese vacío se te queda adentro. Dicen quienes lo han vivido que se cura con el tiempo, con calor de buenos amigos y familia. A medida que se matice la vida y una se recupere de la pérdida y sienta que obtiene ciertas ganancias.
El lugar ideal para vivir es el país en el que naciste, por eso la migración y el exilio no pueden ser soluciones políticas ideales por naturales que parezcan. El éxodo de un país y una ola migratoria creciente que se traduce en separaciones forzadas y vivencias de dolor para tantas familias es una derrota para cualquier sistema político, por indiferente que se muestre.
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