Nunca me han gustado los uniformes; nunca me han quedado bien. Dos veces he estado cerca de volverme un represor. Las dos veces me encontraba uniformado. No quería estar pero estuve. De haber recibido la orden, quizá, hoy sería un represor.
***
Un tumulto de gente rodea el portón metálico que da entrada a la casa de Rogelio Tabío López, un hombre al que no conozco, pero odio. Es octubre de 2010. Dentro del inmueble ubicado en Carlos Manuel y el 6 norte, en Guantánamo, una decena de integrantes del Movimiento de Resistencia y Democracia sufre el asedio de la Seguridad del Estado, de la Policía y de cientos de civiles que, como yo, hemos sido movilizados de distintas escuelas y centros de trabajo para ser usados por el régimen para blanquear la represión.
La circulación peatonal es interrumpida en las esquinas. Una patrulla. Oficiales motorizados. Agentes de civil que merodean los alrededores de la casa. A pocos metros resaltan decenas de uniformes de secundaria básica y de preuniversitario; menores de edad que, sin haber recibido explicaciones, fuimos conducidos a aquel sitio. Convertidos por nuestros profesores en protagonistas pasivos de un mitin de repudio.
Una mujer observa a través de una pequeña rendija. Parece asustada. Sigilosa ante la presión de una turba acrítica que grita consignas y ofensas cual si se tratara de enemigos acérrimos separados por la más lacerante de las traiciones.
Quizá, hace unos años, fue ella la doctora que atendió el parto de la criatura que hoy la tacha de gusana. Quizá fue otra madre soltera que ha criado sola a sus hijos y abandonada a la suerte, sin recibir ayuda del Gobierno, días antes discutió con algún burócrata en la oficina de Atención a la población a la que uno de sus verdugos ha acudido en un intento desesperado por solucionar su problema de vivienda. Quizá fue ella la maestra que, antes de ser expulsada de su centro de trabajo, enseñó sobre Martí a la joven que en par de horas verá a su padre afónico, tirado en el sofá, tras haber descargado su ira en un mitin de repudio.
Puede que entre los presentes se encuentre algún amigo de su familia; puede, incluso, haber entre ellos algún pariente desconocido de la señora que resguarda su integridad tras un portón oxidado y cargado de frases antigubernamentales.
Reproducir la violencia simbólica del régimen es común en Cuba, incluso de forma involuntaria. En el argot popular, poca diferencia existe entre disidente y gusano. Son las consecuencias del proceso de deshumanización del totalitarismo y que, en el caso de un represor, sirven de herramienta para normalizar la indiferencia ante la injusticia. Se puede golpear a alguien sin nombre. Es posible aplastar a un gusano por su estética repugnante. Se puede protagonizar un mitin de repudio porque lo merece el mercenario y no será el último que soportará. Con la porra a punto de impactar en el cuerpo ajeno, no se piensa que la víctima pudiera ser la posible maestra, madre, doctora, amiga o pariente. Es orden dada… y ejecutada. Trabajo cumplido.
De los hechos conservo intactos algunos recuerdos. Hasta hace poco intentaba achacarle la culpa a la inocencia de quien, siendo un adolescente, llegó a considerarlos intrascendentes y asumió que el tiempo se encargaría de formatear la memoria. Poco significativos para quien no golpeó, no cargó carteles, no gritó consignas… pero estuvo. No enfrentar el agravio, en cierta medida, te hace sentir partícipe. Es acercarse a la peligrosa línea roja de la desidia. Volverse espectador mudo ante una fase extrema del odio.
Ser incauto no redime de la culpa. Algún día se es consciente de la gravedad de los hechos y de sus consecuencias. Te sientes miserable por el absurdo intento de huir de las responsabilidades.
En los siguientes años no volví a escuchar del Movimiento de Resistencia y Democracia. De vez en cuando caminaba por el otro lado de la calle, agilizaba el paso para no captar la atención de quien monitoreaba a través de las cámaras instaladas por la Seguridad del Estado en las esquinas. Por unos segundos perdía la vista ante aquel portón metálico que, irregularmente, había sido pintado para esconder lo que habían escrito sus dueños.
En ese entonces, consideraba un acto de rebeldía escuchar a máximo volumen los temas contestatarios de «Los Aldeanos» en la soledad de una casa vacía. Aún reaccionaba con intriga al esconder los libros de algún autor censurado que había intercambiado antes con los socios. Nunca había accedido a Internet. No era consciente de la naturaleza represiva del Estado cubano. Hablaba siempre de excesos, no de dictadura. Tenía enemigos. Desconocidos. Sin rostros. Gente que, en caso de pararse a mi lado, sería imposible identificar. Pero que eran diferentes. Tanto que desde mi autoimpuesta superioridad moral eran cuestionados debido a las historias que escuchaba sobre las traiciones a su pueblo.
Aun siendo menor de edad recibí la citación oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) en la que se notificaba la fecha del examen médico para el reclutamiento al Servicio Militar. Cursaba el 12 grado y aprobar los exámenes de ingreso para acceder a la universidad era la principal prioridad. Sin saberlo, en un inicio, había sido seleccionado por la Contrainteligencia Militar (CIM) para pasar «el verde» en Prevención —unidad de tropas especiales que cumple las funciones de Policía militar y que, en situaciones excepcionales, brinda apoyo al Ministerio del Interior—.
Uno de mis familiares comentó la posibilidad de conseguir mediante un contacto en la comisión médica, que me declararan no apto FAR, lo que automáticamente me liberaría de cumplir el Servicio Militar. Pero carecía de madurez suficiente para tomar una decisión de esa envergadura. Nunca había estado fuera de casa. Los socios estaban siendo reclutados. No quería ser la excepción. Es la edad en la que se romantiza la aventura, se minimiza el riesgo. Así pasé de casa a una unidad militar; de un aula a un campo de tiro; de un libro a un fusil Kalashnikov; de un uniforme a otro.
***
Bastaron pocos minutos tras el alistamiento para confirmar que aquel nunca sería mi sitio. Nada como la vida militar para asquearse de normativas y dogmas. Ahí sufren menos los dóciles y cumplidores, los pioneritos amantes de la pleitesía. Nunca fui de esos. Lo más frustrante es verse dirigido por gente, en muchos casos, prepotente e inepta, extasiada de poder. Que ordena lo inverosímil y resulta incapaz de aceptar sus errores. Más de una vez estuve a punto de terminar en prisión por casi irme a los golpes con algún jefe.
Si te niegas a cumplir, cárcel. Si protestas, cárcel. Si te atrapan en un intento de escapar, cárcel. Una unidad militar cubana es la representación, en menor escala, de la vida en el país —o viceversa—.
Cada día en la 1 177, Prevención–Guantánamo, era igual de monótono. De pie. Desayuno. Infantería. Limpieza. Almuerzo. Táctica y enfrentamiento. Defensa personal. Baño. Servicio en la vía pública. Órdenes seguidas de nuevas órdenes: ¡Firmes! ¡En su lugar, descansen! ¡Firmes! ¡Paso de camino, marchen! ¡Alto! ¡Firmes!
Es abril, 2014, y frente al pequeño parque que marca la entrada al bloque de oficinas de oficiales de la Contrainteligencia Militar (CIM) en Guantánamo se coloca un grupo de soldados en formación. Sudorosos. Hambrientos. Mientras, dos oficiales comentan sobre una misión, intervenir ante una revuelta popular en caso de ser necesario. Miradas esquivas. Un intento de disimular el disgusto que trae consigo vestir de policía en la calle. Marcarse de chivatos. Peor aún, verse obligados a hacer lo que mejor sabe un policía, reprimir. Faltaba la orden de la jefatura de la CIM. Un punto sin retorno.
No existía fórmula para salir exento de pena tras negarse a cumplir una orden de ese tipo. La Ley de los Delitos Militares de 1979, vigente en ese momento, establecía: «el que se niegue expresamente a cumplir una orden del jefe relacionada con el servicio o la disciplina militar, o la incumple intencionalmente, incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a tres años». Señalaba la normativa, además, que en caso de haberse producido por un grupo, acarrearía consecuencias graves con la posibilidad de extender la posible sanción hasta los ocho años. Otro de los delitos, la reclamación colectiva —en número superior a tres militares— incurría en sanción de privación de libertad de seis meses a cinco años.
La decisión entre terminar en la cárcel o reprimir no era del interés de alguno de los presentes. Un dilema existencial. Golpear a gente «culpable» de alzar su voz contra un poder totalitario que se autoproclama dueño y señor de sus vidas o ser golpeado con la fuerza de un Tribunal militar.
Por buen comportamiento, quizá, se puede salir de una cárcel militar en unos meses, pero los intentos de lavado de cara de un represor nunca surtirán efecto. Achacarles la violencia a decisiones tomadas por un mando superior es apenas un intento desesperado de no ser consumido por la culpa, de exorcizar demonios. Una carga que se arrastra toda la vida.
El tiempo escenifica su ritmo más parsimonioso mientras una veintena de soldados armados son víctimas de la tensión de la espera. Las mentes perdidas, lejos de aquel maldito lugar. Sin chistes ni historias. Solamente un silencio sepulcral. Horas después fuimos notificados de que no entraríamos en acción. Una liberación instantánea. Aún hoy no soy consciente de lo que hubiese ocurrido en caso de haber recibido la orden. Intento no pensar en eso.
Tras terminar el Servicio Militar nunca volví a transitar por aquella calle. Luego me despedí de Guantánamo. Hasta hace pocos días no había vuelto a preguntar por los herejes a los que, en su momento, el adoctrinamiento me hizo odiar. Apenas hoy he visto en Internet el rostro de Rogelio Tabío. Me he informado sobre sus huelgas de hambre y la persecución que durante años ha sufrido la familia. Hoy empatizo. Desearía hacerle saber que ninguna importancia tiene para mí su ideología. Me excusaría por la impavidez. Le pediría un único favor, lea usted estas líneas.
Entonces imagino que la turba acrítica vuelve, que vocifera frente a aquel portón oxidado y lleno de frases antigubernamentales detrás del que se escuda la mujer temerosa a la que desconozco. En ese instante empiezo a conocer su vida. Escucho su nombre, si es maestra o doctora, si es madre o amiga. Por primera vez, pido que comparta su miedo. Su valor.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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