Hace meses Brenda no se pone esmalte de uñas, ni arregla su cabello. No tiene tiempo, ni razón. Su vida se resume, día tras día, en una misma secuencia: mientras haya huéspedes en el hostal, la joven se levanta antes de las 6 a.m., toma el transporte público, llega a casa de sus empleadores, prepara el desayuno, atiende a los extranjeros, hace las habitaciones. Luego quita el polvo de los adornos, limpia la terraza y prepara la cena. Sus jornadas como trabajadora doméstica suelen rebasar las 12 horas para ganar menos de tres dólares diarios.
Brenda Márquez tiene 24 años y es ilegal dentro de su propio país.
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Oficio desdeñado a inicios de la Revolución cubana de 1959, por ser considerado un rezago burgués, e incluso prohibido en 1978; el empleo doméstico resurgió en Cuba en la década de 1990, en medio de la crisis económica desatada por el derrumbe del Bloque socialista del este de Europa.
En una sociedad patriarcal y machista como la cubana, son mujeres casi todas las que vuelven a desempeñar estos trabajos, atraídas por la oportunidad de obtener mejores ingresos que el salario recibido en otros puestos laborales, además de beneficios extras.
Pero no fue hasta 2010 que el número de empleadas y empleados domésticos experimentó crecimientos notables, después del relanzamiento del llamado Trabajo por Cuenta Propia, resultado de la reforma económica encabezada por el expresidente Raúl Castro.
En el archipiélago comenzaron a multiplicarse las casas de rentas a extranjeros, restaurantes, clubes nocturnos. También decenas de miles de jóvenes que han emigrado a otros países, envían remesas a sus familiares o invierten en los nuevos negocios. El flujo de moneda “dura” ha establecido un grupo de nacionales con más y mejores ingresos que otros, con necesidad y capacidad de derivar el trabajo en el hogar hacia otra persona.
El envejecimiento creciente de la población ha aumentado la demanda personas que atiendan ancianos. Las cuidadoras domésticas suplen parte de la demanda.
Al cierre de 2016 en Cuba se contabilizaron 9379 licencias de trabajadores domésticos por cuenta propia, por encima de 9000 más que las registradas en 2010, cuando sólo habían 241. A pesar del crecimiento, la cifra no es representativa del total, pues la inmensa mayoría de los contratos de este tipo operan en la informalidad.
De la veintena de mujeres dedicadas al oficio que fueron entrevistadas para este reportaje, ninguna posee licencia. Precisamente esa tendencia permite que en el mercado de empleo informal abunden historias de explotación y desprotección legal.
En palabras de la experta en estudios de género Ailynn Torres, enfrentan un escenario laboral “más propenso al despliegue de comportamientos y normas misóginas, y a la violencia de género”.
Huir de ser “criada”, para terminar siéndolo
Se puede adivinar, entre ese rostro surcado de arrugas, el pelo blanco y las manos manchadas de vejez, una juventud de mujer delgada y de buen porte.
Dieciséis años antes de que triunfara la Revolución de los guerrilleros rebeldes, Arbela Ramos nació en Guantánamo, el extremo este del país. En 1960, era una de las maestras que enseñaban a leer en los campos más pobres de la antigua provincia de Oriente.
En 1961, el mismo año en el que se abrieron las Escuelas Nocturnas de Superación para Domésticas —donde se graduaron 63 153 mujeres de todo el país— Arbela llegó a La Habana; justo a tiempo para desfilar frente a la Plaza y celebrar el éxito de la Campaña de Alfabetización.
Recuerda, entre los primeros planes de la Revolución, los que estaban enfocados a ofrecer a las mujeres otras opciones de trabajo con mayor prestigio social. Ella misma se sumó a esa nueva ola y se graduó como contadora.
“Ya casi nadie quería ser criada —como se le llamaba antes de 1959 al servicio doméstico en Cuba— si podía estudiar para maestra, taquígrafa, recepcionista. Trabajar de doméstica no era bien visto en un país comunista y queríamos eliminar esas diferencias de clases. Y mírame ahora, a esta edad, soy la primera criada de mi familia”.
Es miércoles, 2018. Arbela sube una escalera gris infinita. Respira agitada. Toma algunos minutos para recomponerse y sigue hasta el tercer nivel. Antes ha viajado unos 20 kilómetros desde el municipio Playa al barrio de Santo Suárez, en La Habana. Con 75 años lo hace tres veces por semana.
En Santo Suárez está el apartamento donde ha trabajado como doméstica durante los dos últimos años, de manera informal. Sobre las 9 a.m. llega a una casa pequeña: un salón junto a la cocina, un dormitorio seguido del baño y una terraza donde juegan dos perros chicos. Sus tareas son sencillas: alimentar los cachorros, limpiar el piso, quizás recoger algún desorden y cocinar.
A las tres de la tarde está de vuelta en su casa. Cada vez que va a trabajar, Arbela regresa con tres CUC en el bolsillo, 36 al mes si no se ausenta. Se da por satisfecha. Gana allí el triple de lo que gana como pensión de la Seguridad Social por 40 años de trabajo. Con el dinero que ella reúne subsisten tres generaciones: Arbela, su hija discapacitada desde hace tres décadas, que solo recibe una pensión de 10 CUC, y una nieta que aún estudia.
– ¿Hasta cuándo planea trabajar?
“Realmente me siento muy cansada. Son 75 años y el viaje de un municipio a otro en un autobús repleto y caliente, el cuerpo lo padece. Creo que no me quedan muchas fuerzas. Ojalá que aguante hasta que mi nieta termine la universidad, pero no me veo capaz”.
Para que la nieta obtenga el título de ingeniera aún falta poco más de 30 meses. Arbela necesita trabajar hasta los 78 años.
“Cuba ha cambiado mucho. Ahora cada vez hay más mujeres de todas las edades tomando estos trabajos. En los años 70 eso era impensable”, comenta.
Para inicios de esa década del siglo pasado, se había estigmatizado el ejercicio doméstico a tal punto que llegó a prohibirse, eliminando la licencia que respaldaba esa actividad económica.
Las palabras “criada” o “doméstica” quedaron prácticamente vetadas. A quien siguiera realizando la labor se le comenzó a llamar “la muchacha que ayuda en la casa”, un eufemismo para esconder que era un empleo remunerado.
En su tesis de doctorado, la socióloga Magela Romero, explica que la prohibición contribuyó a la invisibilización de este trabajo y a eludir la creación de un marco legislativo que amparara a las personas que habían decidido continuar desempeñándolo. Una realidad que se mantiene hasta hoy.
De la universidad al trabajo doméstico
“¿Por qué dejé la universidad? Porque en Cuba, dentro de una casa, se puede ganar más que como profesional. Así fue como terminé aquí”.
No es grande. Cuatro por cuatro metros apenas, y una escalera sin barandas de peldaños crujientes que conduce hacia un techo intermedio de madera. Tampoco hay ventanas en el salón. Quizás por eso un olor a cerrado inunda el pequeño apartamento, que no es otra cosa que un cuarto con baño, una sala y una cocina.
“Ahora mismo no tengo otra opción de renta con el dinero que dispongo. Mientras aparece algo mejor, estaré aquí. En definitiva, solo vengo a dormir”, asegura Brenda Márquez.
“Cuando me mudé el dueño de la casa me dijo que no podía cambiar nada de lo que está aquí. Ni las fotos, ni las ofrendas religiosas, ni siquiera puedo sacar del clóset la ropa de la difunta”, dice e indica con el dedo los retratos de una mujer que observa seria desde varios ángulos.
Todo comenzó en agosto de 2018 cuando Brenda echó dentro de una maleta algo de ropa, dejó sus estudios de Derecho en la Universidad de Pinar del Río y emigró a La Habana.
Partió con la promesa de un trabajo sencillo y que generaría buenas propinas. Un amigo le había comentado sobre un hostal para turistas en el Vedado, un populoso y céntrico barrio de la capital, donde buscaban una muchacha encargada de las labores domésticas. Y allí fue.
Hasta hoy la joven aún no ha tenido su primer día de descanso. Aunque el Código de Trabajo dice que a todos los empleados del país les corresponde una jornada libre a la semana y al menos siete días de vacaciones remuneradas al año, la realidad para muchas domésticas en Cuba es distinta.
“Trabajo de lunes a lunes. Eso de vacaciones pagadas solo lo cubre el Estado para sus empleados. Las domésticas no tenemos descanso, ni podemos enfermarnos”, dice la joven.
La viceministra primera del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS) Marta Elena Feitó Cabrera, ha admitido que “cuando el MTSS desarrolló estudios acerca de la protección a corto plazo en el sector cuentapropista, determinó que no era el momento de proteger a los trabajadores ante el riesgo de enfermedades”. Solo se cubren certificados médicos de más de seis meses. Licencias de menos tiempo no se autorizan.
Otra diferencia marcada es que el Estado cubano respalda a sus empleadas con un año de licencia de maternidad remunerada, tres meses más de licencia sin sueldo y el derecho a conservar su empleo durante todo ese tiempo, mientras que las domésticas solo disponen de 18 semanas y ninguna garantía de mantener su trabajo.
Nela Martínez es una de las trabajadoras del hogar afectada por este vacío legislativo que desprotege a las madres. Con casi 30 años, desea tener ahora un segundo embarazo. Solo que, en su situación, la maternidad significaría perder los ingresos con los que subsiste su familia. Su trabajo, además, no esperará por ella. Ahora mismo debe elegir entre volver a ser madre o mantener a su hijo Diego de siete años.
En la casa de Nela hay un título de ingeniera industrial con su nombre, enmarcado sobre la pared del salón. Un año atrás abandonó sus funciones de ingeniera para limpiar casas de renta y lavar la ropa de los turistas.
En cada día de trabajo gana como mínimo 10 CUC. Con solo tres jornadas obtiene la totalidad del sueldo mensual que sus cinco años de estudios universitarios pueden garantizarle.
“Siento que estoy desaprovechando mis capacidades con un trabajo por debajo de mis conocimientos. Y eso es frustrante. Pero a veces debes elegir entre realización profesional o poder vivir con un mínimo de recursos”, explica Nela.
La misma legislación que no protege de igual manera a las domésticas que a las madres con empleos estatales, tampoco ha procurado convertir en obligatorio el descanso remunerado de los trabajadores por cuenta propia.
Autoridades del MTSS aducen que no tienen manera de “medir, exigir y controlar” el tiempo de trabajo efectivo, del cual se derivan las vacaciones pagadas. Le pasaron esa responsabilidad al empleador, quien, en el caso de las trabajadoras del hogar, mayormente es más de un cliente.
Brenda y Nela trabajan sin un contrato escrito o ajustadas a jornadas de ocho horas delimitadas, tal como lo establece el Código de Trabajo vigente. Garantías, ahora mismo, solo tienen la posible consideración de su empleador. Su vida laboral, como la de muchas domésticas, es una ruleta rusa.
“Se podría calcular el índice de vacaciones sobre la base de la contribución de las trabajadoras a la seguridad social y lo mismo sucede con certificados médicos. Eso se puede establecer, aunque el Ministerio declare que no es factible”, asegura el Licenciado en Derecho, Eloy Viera Cañive, quien por seis años ejerció de abogado en un bufete colectivo.
Tampoco la Federación de Mujeres Cubana, la organización femenina masiva en el país, que tiene la potestad de aglutinar y proteger a estas empleadas, parece interesada en intervenir. Cuando pedimos respuestas para este reportaje, prefirieron el silencio.
Ni contratos, ni derechos, ni leyes
“Lo único que sé hacer es trabajar en las casas. Así es como puedo ganarme la vida”, sostiene Raisa Aguirre Coss, 43 años, residente en Altamira, un barrio pobre en las afueras de la oriental ciudad de Santiago de Cuba.
Lleva dos cadenas de oro falso alrededor del cuello, el cuerpo rollizo, es madre de cuatro hijos y abuela de una nieta.
Tiene la piel mestiza, cierta manía de aspirar las eses cuando habla y cambia las erres por eles una y otra vez. Lo que no tiene Raisa es una casa propia, ni estudios, ni grandes aspiraciones. Salvo ser bien tratada en los hogares donde labora y que un día su hijo mayor pueda comprarle un lugar para vivir.
“Dos años atrás, antes de tener este empleo, estaba necesitada de trabajo y supe de una mujer que buscaba a alguien para ayudarla. Así llegué a una casa donde yo era tratada como una esclava, no un ser humano con derechos”.
La doméstica trabajaba de 6 a.m. a 6 p.m. de lunes a sábado, por 10 centavos de dólar cada hora. Su antigua empleadora administraba un negocio de comida para estudiantes.“Una vez que llegaba allí, no conocía el descanso”, rememora la santiaguera.
Paralelo al trabajo en la pequeña fonda, Raisa debía también realizar las labores del hogar.
“Fui maltratada muchas veces, pero no me quejaba porque podía perder el empleo y cuando hay bocas que alimentar uno aguanta. Si ella quería me despedía de un momento a otro. Así que no podía ni chistar”.
Como está estructurada la legislación cubana ni Raisa, Brenda o Nela, ni ninguna otra doméstica que sea despedida injustamente puede demandar a su empleador o pedir resarcimientos. El sistema judicial parte de un órgano de justicia laboral de base, que se integra por hasta cinco representantes a partes equilibradas de los trabajadores y la administración en los centros laborales (del Estado).
Como las domésticas no están afiliadas al esquema sindical ni son, muchas veces, trabajadoras formales, sus posibilidades de reclamación son prácticamente nulas.
“Después de casi un año en ese infierno me fui de allí porque el abuso era mucho”, continúa Raisa. El acuerdo inicial al que había llegado era que cobraría un dólar (CUC) diario por hacer determinadas actividades. Actividades que comenzaron a multiplicarse en jornadas cada vez más extensas porque nunca firmó un contrato con su empleadora.
Esa es una práctica común en la mayoría de los trabajadores cuentapropistas. Solo un tercio de los más de 500 mil empleados privados en Cuba tenían hasta septiembre de 2017 un contrato laboral, según un informe del MTSS.
En 2014 en un apartamento del municipio Playa, en La Habana, María del Carmen Tiélvez y Alba Graciela León inauguraron una agencia independiente de empleo doméstico. En ese entonces pensaron un negocio de representación que funcionara como un enlace entre empleadas del hogar y clientes.
Desde su apertura, la agencia recibía al día decenas de llamadas solicitando distintos servicios. Algunos pedían mujeres que no fueran muy bonitas, ni viejas, con la piel blanca, que no tuvieran hijos porque “los niños se enferman y ellas faltan”.
Otros preferían mujeres negras porque “están más acostumbradas a trabajos fuertes” y algún cliente hasta exigió que fueran heterosexuales las chicas y si era hombre, preferentemente gay.
Por la intermediación de servicios, la agencia le cobraba al empleado el 30 por ciento de su sueldo durante los tres primeros meses de trabajo. Desde el cuarto mes la relación pasaba a ser directa con el dueño de la casa.
Sin publicidad, ni otro anuncio que no fuera el comentario boca en boca, el negocio llegó a casi 500 personas inscritas en su primer año, domésticas en su mayoría.
María del Carmen y Alba Graciela tramitaban acuerdos escritos entre ambas partes, intervenían si sucedían conflictos, mediaban en que los pagos fuesen justos y las jornadas no tan extensas.
Libraban ellas las mismas batallas que no supo librar Raisa por su falta de opciones y escasa información, hasta que el Ministerio de Trabajo cerró la agencia de empleo. La respuesta que le dieron a sus administradoras fue que “no existe en Cuba una licencia específica que permita un emprendimiento así”. La burocracia y la falta de voluntad disolvieron la única alternativa que hasta hoy había procurado regularizar en cierta medida el mercado laboral para las trabajadoras domésticas.
Raisa soportó los maltratos hasta que se cansó de ser humillada y buscó un nuevo trabajo para sostener a su familia.
Ahora la santiaguera labora en cuatro casas a la vez, seis veces a la semana y entre todas gana 40 CUC, unos 1000 CUP, la moneda nacional cubana. Esto equivale a 230 CUP más que el salario medio del país, que en 2017 se situó en 767 CUP.
Bárbara Gavilán —mujer negra y humilde— es otra de las empleadas con múltiples jornadas, en centros estatales y hogares privados. De lunes a viernes, desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. es auxiliar de limpieza en un hospital de San Juan y Martínez, al occidente de Pinar del Río. El resto de la tarde y los fines de semana, distribuye su tiempo entre cuatro casas en las que realiza labores domésticas.
“Tengo dos padres ancianos que debo mantener y en el hospital me pagan menos de un CUC diario”. El trabajo allí, dice, es interminable. Como escasea personal, con casi 50 años, debe hacer ella sola la labor que correspondería a dos o tres auxiliares. En las casas la situación tampoco es la ideal.
“Yo no descanso ningún día de la semana desde hace años. Llevo más de veinte con los dos trabajos sin parar”. En las casas suelen pagarle dos o cuatro CUC, le regalan ropa usada y comida. Depende, casi siempre, de lo que estime el empleador.
Barbara y Raisa viven fuera de la capital cubana. Una en un pequeño pueblo del extremo occidental, otra en una comunidad pobre del Oriente. Al interior del país, confirman ambas, los pagos son inferiores para este oficio, y las jornadas igual de extensas.
Hasta la fecha, el gobierno cubano, que se presenta como un garante en la región de justicia social, no ha ratificado el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, el cual busca garantizar que las trabajadoras domésticas cuenten con condiciones semejantes a las garantizadas para otras empleadas. Condiciones que en Cuba no tienen.
Indocumentada en su país
—¿Por qué te mantienes en un trabajo donde te sientes explotada?
—Porque es mi única opción si quiero seguir en esta ciudad. Al no tener dirección de La Habana solo puedo emplearme de manera informal. Hay un decreto que establece eso, y me hace ilegal aquí.
El decreto al que se refiere la pinareña Brenda Márquez es el 217, emitido el 22 de abril de 1997. Esa norma da potestad a la policía de detener a cualquier ciudadano en medio de una calle capitalina, pedirle sus documentos y cuestionar qué hace en La Habana, si su domicilio está en otra provincia.
Bajo ese amparo, los agentes pueden apresar a quien no ofrezca explicación aceptable y “deportarlo” dentro su mismo país, con multas agregadas.
Es uno de los decretos que usa el gobierno cubano para distinguir a ciudadanos de un tipo de ciudadanos de otro y restringir la libertad de movimiento. Otro Decreto-Ley, el número 326, permite al gobierno provincial habanero admitir que empleados de empresas e instituciones estatales laboren en la capital sin cambio de dirección; pero no sucede lo mismo con las domésticas o cualquier otro trabajador por cuenta propia.
Para que Brenda pueda obtener legalmente un trabajo en la capital como doméstica debe antes legalizar su condición migratoria. Para ello es imprescindible conseguir un permiso del presidente del Consejo de Administración del municipio donde piense vivir; y antes debe acreditar, en la Dirección Municipal de la Vivienda, el consentimiento expreso del propietario del inmueble que la va a acoger.
También necesita un documento expedido por Planificación Física que certifique que la vivienda cumple las condiciones mínimas de habitabilidad y que por cada inquilino existen diez metros cuadrados de superficie techada.
Todo este embrollo burocrático se evita con entrar al sector informal de la economía. De todas formas, suelen pensar Brenda y sus colegas, al interior del hogar nadie supervisa.
“Cada noche, cuando me siento en la cama —con todo el cansancio que el cuerpo puede soportar— me pregunto si todo esto ha valido la pena. Los empleadores cuando saben que no tienes otras alternativas de trabajo en la capital, abusan más”, cuenta Brenda frente a la entrada del hostal donde labora.
El mismo pequeño país que un día intentó construir una sociedad sin clases, donde todos fueran iguales, ha retomado una parte de su pasado que se había esforzado en borrar. Solo que ahora, las domésticas son un grupo mucho más heterogéneo que en el siglo pasado.
Doméstica en la isla puede ser cualquier mujer sin distinciones, con títulos universitarios o sin formación.
Hay también empleadas ancianas que deben volver al trabajo hasta que el cuerpo aguante, porque reciben pensiones como jubiladas con un valor simbólico, que no suplen sus gastos.
Entre todas ellas (y ellos) no hay distinción de color o edad. Son miles y se esparcen por toda Cuba casi sin protección.
Reportaje producido en alianza con la red Connectas. Colaboraron además Darcy Borrero y Alejandro Trujillo.
comentarios
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Rolando
Diego
Overlord
La señora oscura de otro pais
Me parece leer cosas sobre los años 1920-30 en Francia cuando los campesinos se mudaron en las ciudades para trabajar como domésticos, y sobre todo las mujeres…1920-30 y después de la segunda guerra mundial. Mi abuela ha sido doméstica en Francia cuando se fue de España con su madre …una vida dura, sin colores… Me duele de ver que para muchos las cosas no cambian…
Lisban
Gustavo
Overlord
Yamila