Cecilia tenía veinte años más que yo. Nunca había estado con una mujer de su edad. Cecilia no se llama Cecilia, pero después de escribirle para preguntarle si podía escribir este texto, me pidió que no usara su nombre real.
Yo tenía que estar cuatro días en París para un evento y un amigo me recomendó alquilarme en casa de Cecilia. Ella me iba a cobrar muy poco por la estancia. Su casa estaba lejos del sitio de mis conferencias, pero ahorro es ahorro. Vivía sola con un gato gruñón. Su hija se había ido a la universidad.
Cuando me bajé del carro y vi el apartamento tuve una buena sensación. Por WhatsApp le había avisado que estaba llegando, así que toqué el timbre y esperé.
Cecilia me abrió la puerta y su mirada me clavó al suelo. Tenía el pelo canoso y brillante. Sus ojos azules, grandes, traspasaban unas gafas sencillas pero elegantes. Nos saludamos y el nerviosismo no me permitía dejar de mirarla.
Me quité los zapatos porque vi un montón de sandalias en una esquina y no quería romper la tradición del hogar. Ella iba delante mío por unas escaleras estrechas. Yo, maleta en mano, iba observando su cintura delicada y su culo, firme y redondo. Algo olía dulce y oriental: ¿Un té? ¿Un incienso?
Cecilia me mostró la habitación y por unos segundos la miré fijamente a ver si se daba cuenta. El gato saltó sobre la cama y las risas relajaron el ambiente. Bajamos a tomar un café y ella se recogió el pelo. ¿Tendría las axilas afeitadas o peludas?
Le conté a qué me dedicaba y el porqué de mi visita a París. Ella a cambio me contó de su larga relación de amistad con nuestro amigo en común. Subió los pies sobre el sofá y comenzó a relajarse mientras se tocaba las piernas. Me la imaginé haciéndome el amor, pero era tarde y necesitaba hacer mis cosas.
París no acababa de gustarme. Mi paseo fuera de la casa de Cecilia no tuvo ninguna gracia. Regresé en la noche cerrada; en la cocina me esperaba algo de comida. Aquel detalle suyo me mató.
Bajo una tenue luz amarilla Cecilia leía el Diario de un peón de Thierry Metz. La vi y me acerqué a conversar. Aquella novela me había encantado.
Había algo en el aire que me hacía sentir como en casa, pero era medio rarito. Le agradecí, comí y en el momento de fregar los platos ella se levantó para enseñarme el lavavajillas, para que no fregara a mano, pero nos pusimos nerviosos y acabamos chocando como si fuéramos dos niños.
Nos miramos. Sus ojos azules con la luz amarilla se convirtieron en verde lagarto, expansivo, y sus labios se abrieron. Pero cortó el momento y susurró: «Ridículo todo esto».
Subí a mi habitación y antes de eyacular me dormí con una de mis manos agarrando mi pene. Estaba muerto de tantas horas de viaje.
En la mañana sonó la alarma y me fui a la ducha. El baño, que compartíamos, me regaló una serie de señales y olores. Mucha intimidad y una camisa colgada. Me cercioré de que estaba cerrada la puerta, agarré la camisa y la olí.
En el piso de abajo el aroma a café llenaba el ambiente. Acaricié el gato y bromeamos sobre cómo siendo arisco se daba conmigo. Tenía un vestido y un palo chino recogiendo su pelo. Unos mechones le caían sobre los hombros.
Indagó sobre la fecha de exhibición de mi película, quería verla. Le dije que no estaba tan buena, que no gastara dinero ni perdiera el tiempo. Que se la pondría en la casa. Sonrió, le encantaría ver la película con el director delante, sería la primera vez. Le dije que no, que yo la había visto muchas veces, que no podría acompañarla.
Se dio un golpecito en la cabeza: «¡Qué pena! ¡Bueno, te lo pierdes!». Bromeó mientras me clavaba la mirada. Nos quedamos ahí dos segundos. No iba a pasar nada más. Aquello no era una telenovela, pensé, y al mismo tiempo me atreví: «Qué ojazos tienes, mujer». Enseguida me arrepentí de soltar esa bobería.
Sonrió y me abrió la puerta: «se te hace tarde».
Llegué al centro, tenía mi charla, un almuerzo y finalmente proyectaron la película en un cinecito. Un grupo de franceses «solidarios» con Cuba me gritaron y ofendieron. Busqué entre los rostros a Cecilia, no sé por qué, si sabía que no iría.
Regresé rápido a casa con ganas de venirme entre sus piernas, mirándole esos ojos. Quería vaciarme en ella y ver el líquido blanco, caliente y espeso corriendo entre sus muslos de animal de monte europeo. Luego… dormirme sobre ella.
Para mi sorpresa, Cecilia estaba en casa con su hija y trabajaban sobre la misma mesa donde el gato ronroneaba. La hija era una muchacha de unos veinte años, bonita y simpática.
Después del saludo traté de mirar a Cecilia, pero todo se había enfriado. Estaba en plan madre y apenas me preguntó por mi día. Y no, en la cocina no había comida para mí.
Inventé que tenía sueño y subí los escalones con mucha hambre y pensando que la cagué. Metí la pata. Fui muy lejos con el flirteo. En el cuarto solo tenía a mano un chocolate.
Amaneció. En la ducha había un tanga colgado de la pila. No sabía si era de Cecilia. Esta vez no olí.
Cecilia, en la cocina, preparó café, se justificó con algo de la hija y dejó claro que en la noche la muchacha no estaría.
Para despedirme dijo que me cocinaría algo típico de su pueblo natal y me preguntó si podíamos ver la película. Respondí que sí, pero tenía miedo. ¿Realmente iba a pasar?
Me fui a la ciudad, a la pesadez de los parisinos, a las miradas racistas.
Volví cuando cayó la noche. Entre las penumbras había un bombillo amarillo, allá a lo lejos, con una tela turca que disipaba. El gato ronroneaba en la mesa, sobre el fogón una sopa y unas nueces a un lado. La saludé. Esa vez llevaba un vestido negro más corto. Sus brazos eran fuertes.
Preparé el televisor, el HDMI, el ordenador, la película. Ella puso la mesa. Comimos y entre vinos le dije: «Cecilia, no quiero ser irrespetuoso, pero me gustaría comerte a besos».
Me miró y no movió un músculo. Seguí hablando nervioso y expresé que nuestro trato de arrendado y casera terminaba, que me iba lejos, que nunca más nos volveríamos a ver.
Ella dejó todo y subió las escaleras. La seguí con dudas. La encontré de espaldas, en el centro de su habitación. Me acerqué para tocarla. Ella se quitó las gafas y se volteó para besarme. Su lengua tocó mi lengua con suavidad y sus manos agarraron mis caderas acercándome a su cuerpo.
Luego se desvistió. Todo su cuerpo estaba muy marcado por el tiempo, la desilusión, la enfermedad… pero su mirada. ¡Su mirada! Nunca en mis cuarenta años había visto una mirada de deseo como esa. Cecilia tenía sesenta y sus ganas llenaron toda la habitación.
Su boca recorrió mi cuerpo y cuando me comió donde más yo quería, sus ojos no se despegaron de los míos.
La acomodé y me subí sobre ella. Mi erección se abrió camino y le besé la cara mientras la penetraba. Sensaciones encontradas, estar a punto de eyacular y no querer. Ella me lo pidió, no quería que me contuviera. Me dejé ir y en tres movimientos sentí que la llenaba.
Nos morimos de la risa.
No sé en qué momento me quedé dormido… Abrí los ojos y estaba solo en la cama. Hice la maleta y abajo me esperaba un café tapado con un platico. Una nota pidiendo que dejara las llaves y una despedida formal: ¡Buen viaje, Carlos!
Me monté en la guagua y una sensación rara me inundó.
Antes de subirme al avión descubrí que su contacto en WhatsApp no tenía foto. No sabía si me había bloqueado. Le escribí un superpárrafo lleno de cosas lindas y no recibí respuesta.
Me la imaginé negando con la cabeza y creyendo que todo fue una tontería. Para mí no lo fue y quería escribirle y contarle de mi vida y estar en contacto… pero Cecilia tenía otro plan. Quería estar tranquila.
A los pocos días le escribí al amigo que me había recomendado y disimulando traté de saber de Cecilia. El socio me dijo que estaba de maravillas, otro amigo de Cuba ahora estaba en mi habitación.
Aquello me destruyó. ¿No era el único? ¿No había sido especial?
Volví a escribirle y nada. Conseguí su email y le dije que estaba escribiendo sobre ella. Respondió con risas y me pidió que no usara su nombre. Le pregunté: ¿Qué nombre quieres que te ponga?
Nunca respondió.
Ahora mismo le estoy adjuntando estas páginas. A ver si después que lea quiere escribir.
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