Inseguridad alimentaria agrava la epidemia de arbovirosis en Cuba

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Foto: Jessica Domínguez

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Desde julio de 2025, los cubanos han reportado en redes sociales padecimientos caracterizados por inflamaciones, dolores intensos, agotamiento, fiebres altas, vómitos, diarreas, cefaleas y cambios en la coloración cutánea. Esas dolencias se extendieron progresivamente hasta que, tras múltiples denuncias y debates sobre la creciente emergencia sanitaria, las autoridades de Salud declararon, a mediados de octubre de 2025, la existencia de un «complejo brote arboviral» con la circulación simultánea de dengue, oropouche y chikunguña. En paralelo, se notificó la presencia de otras patologías: nueve virus respiratorios, un aumento de las diarreas agudas y casos de hepatitis A. 

Para la primera semana de noviembre de 2025, el Ministerio de Salud Pública (Minsap) reportó la transmisión activa de arbovirosis en todo el territorio nacional. En específico, contabilizó 20 062 casos de chikunguña, principalmente ubicados en La Habana, Matanzas, Camagüey, Cienfuegos, Artemisa y Villa Clara. Diez días antes, el Minsap había registrado 13 071 casos de arbovirosis en una sola semana, equivalente al 0.14 % de la población cubana. Aunque la cifra dista de las estimaciones ciudadanas —mucho más elevadas—, supera con amplitud los registros históricos recientes: en igual fecha de 2024 se reportaron 17 000 casos de dengue, mientras que en 2019 y 2022 las cifras no excedieron los 3 259 y 3 036 casos, respectivamente. 

Esta epidemia se desarrolla en medio de una peligrosa convergencia de crisis estructurales y multifactoriales, inducida por el deterioro sanitario y el colapso de servicios básicos como el abastecimiento de agua potable, el suministro eléctrico y la recogida de desechos. La acumulación de salideros y basureros en un clima cálido, húmedo y con frecuentes lluvias ha favorecido la proliferación del mosquito transmisor. A lo anterior se suma una población debilitada por carencias nutricionales y desbalance emocional, resultado de la inseguridad alimentaria que se ha profundizado en el país durante los últimos cinco años. 

En estudios previos, Food Monitor Program (FMP) ha documentado los efectos negativos sobre la salud de la incertidumbre, el estrés y la frustración derivados de la pérdida de acceso a alimentos y servicios básicos. El observatorio también ha advertido sobre el aumento del fenómeno del «hambre oculta», que distingue la subalimentación constante de una mayoría que se alimenta de lo que puede, y no de lo que necesita. Tanto la angustia por sobrevivir cada día como las estrategias insanas para lograrlo tienen un efecto demoledor en los organismos que deben enfrentar ahora las arbovirosis.

La elección forzada de alimentos no aptos para el consumo o de baja calidad nutricional —muchas veces por razones económicas— conlleva a enfermedades carenciales y a la vez debilita la respuesta inmunológica frente a las infecciones. En los cuerpos subalimentados y malnutridos, un sistema inmune deteriorado no responde del mismo modo ante el contagio, sino que sus efectos resultan más severos y prolongados. A la luz de esa situación, Food Monitor Program considera imprescindible analizar, en el contexto de la policrisis cubana actual, el vínculo entre la difusión del contagio, la malnutrición y la inmunidad biológica.

Factores estructurales del brote: crisis económica y deterioro sanitario

El Ministerio de Salud Pública ha atribuido el actual cuadro epidemiológico a una convergencia de factores ambientales, climáticos y estructurales. Sin embargo, las causas de la proliferación de vectores en Cuba van mucho más allá de la estacionalidad o el clima tropical de los meses de mayor incidencia (entre junio y octubre). Mientras las condiciones climáticas no han cambiado de forma significativa en la última década, la expansión del contagio —cinco veces mayor que en años de menor incidencia— guarda una relación directa con la profundización de la crisis económica que atraviesa el país.

La escasez de combustible para la fumigación intensiva y para la recogida regular de desechos urbanos descarta el argumento climatológico. Solo en La Habana, se generan alrededor de 30 108 metros cúbicos de residuos diarios, sin capacidad logística suficiente para su procesamiento. La inseguridad energética agrava ese escenario porque las intermitencias en el bombeo de agua potable en las zonas residenciales obligan a la población a almacenar el líquido en condiciones no adecuadas; lo cual incrementa el riesgo de cría de larvas. A su vez, las deficiencias del sistema hídrico nacional en el sector urbano provocan charcas permanentes en la vía pública que provocan que se multipliquen los criaderos del mosquito.

En este ecosistema, los cubanos tampoco disponen de medios de ventilación adecuados debido a los apagones que superan las seis horas diarias, sobre todo en horarios nocturnos, momento de mayor incidencia en la transmisión. Aunque el discurso oficial insiste en activar «iniciativas de higiene domiciliaria y vecinal», el deterioro de la infraestructura nacional excede el control individual o comunitario. A lo anterior se suma la reducción del personal sanitario disponible para las pesquisas y la atención primaria y preventiva de enfermedades infectocontagiosas, evidenciando una creciente desigualdad de tipo estructural así como una profunda grieta en la capacidad institucional para administrar la emergencia. 

«Nosotros estamos trancados todo el día, quemamos cartones de huevo, pero por gusto, si en el primer momento que pones un pie en la calle ya estás expuesto. La calle se inunda día sí día no y aunque chapiemos y limpiemos la acera, no podemos destupir la fosa, eso es cosa de alcantarillados, de la empresa, que tiene que venir con un carro bomba. Pero cuando tú llamas te dicen que no hay ninguno disponible», aseguraron vecinos del municipio habanero San Miguel del Padrón. Otros, de esa localidad, apuntaron: «Aquí estuvimos todos infectados, toda la cuadra, con fiebre, con unos dolores tremendos, sin poder caminar porque hasta la planta del pie se te inflama. Pero aquí no viene nadie ni para asistir a los más malitos ni para fumigar ni para nada».

El sistema de Salud, por su parte, atraviesa una crisis de funcionamiento sin precedentes. La falta de reactivos en los laboratorios impide identificar las cepas virales con precisión; cerca del 70 % de los medicamentos básicos están en desabastecimiento en farmacias y hospitales mientras que antifebriles y analgésicos alcanzan precios récord en el mercado informal (10 tabletas por 500 CUP). Incluso, insumos esenciales en la red hospitalaria —como los sueros de cloruro de sodio al 0.9 %, indispensables para la rehidratación— se encuentran escasos o ausentes. En su conjunto, la crisis estructural ha minado los pilares del control vectorial, la capacidad diagnóstica y la respuesta médica del país, dejando a la población expuesta ante una de las emergencias sanitarias más amplias y complejas de los últimos años.

Inseguridad alimentaria y vulnerabilidad ante la epidemia

El actual brote de arbovirosis se desarrolla en un contexto donde el 65 % de la producción agroalimentaria nacional ha desaparecido, siendo sustituida por importaciones de alimentos no frescos o altamente procesados, vendidos a precios que superan con creces el ingreso promedio doméstico. En la práctica, un hogar de dos personas necesita alrededor de diez salarios mínimos por individuo para garantizar una canasta alimentaria básica

La pobreza alimentaria se refleja en los datos de la Encuesta de Seguridad Alimentaria (2024) de FMP: el 96 % de los encuestados afirma haber visto reducida su capacidad para adquirir alimentos, por lo que el 72 % ha debido alterar su dieta y el 29 % eliminar una de las tres comidas principales del día. Entre más de 2 500 hogares visitados, un porcentaje considerable asegura comer cárnicos, lácteos, vegetales y frutas frescas de forma muy esporádica. Esas carencias se acentúan aún más en los hogares de bajos ingresos, más dependientes de la red estatal de abastecimiento y comercio —el 85 % considera insuficientes los productos disponibles tanto en cantidad como en calidad—. Así, la alimentación en Cuba se ha convertido en una fuente constante de estrés, endeudamiento y decisiones forzadas sobre qué —y cuándo— comer.

Los datos oficiales confirman esa tendencia. Según la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), las muertes vinculadas a la malnutrición aumentaron el 74.4 % entre 2022 y 2023, pasando de 43 a 75 fallecimientos por hambre en un solo año. Un año después, Unicef incluyó por primera vez a Cuba en su informe sobre pobreza alimentaria infantil: el 9 % de los niños menores de cinco años sufrían pobreza alimentaria severa, con acceso a solo uno o dos de los ocho grupos de alimentos esenciales para una vida saludable, mientras que el 33 % enfrenta pobreza alimentaria moderada y accedía únicamente a tres o cuatro grupos básicos. Durante ese período, un estudio del Departamento de Agricultura de Estados Unidos sobre seguridad alimentaria en Cuba informó que el consumo promedio diario quedaba 225 Kcal por debajo del requerimiento mínimo (2.100 Kcal) por persona; mientras que un segmento crítico (1.4 millones de cubanos) ni siquiera alcanzaba ese umbral mínimo diario. Estos datos son comparables con el peor momento del llamado Período Especial y según el Mapa del Hambre de FMP podrían no haber mejorado desde la pesquisa del Departamento de Agricultura estadounidense. 

Exponer la precariedad alimentaria es imprescindible a la hora de abordar el impacto de la epidemia de arbovirosis en la población cubana. La nutrición desempeña un papel esencial en la regulación de una respuesta inmunológica óptima, al proporcionar a las células inmunes los nutrientes adecuados en concentraciones suficientes. En su defecto, la subnutrición prolongada debilita esa capacidad y aumenta la susceptibilidad a infecciones, haciendo al organismo más vulnerable a patógenos comunes, con más probabilidad de complicaciones clínicas y peores perspectivas de recuperación de la enfermedad. La falta de micronutrientes (minerales, proteínas, vitaminas A, C, zinc, etcétera) y de macronutrientes esenciales (algunos aminoácidos, colesterol y ácidos grasos) provoca atrofia de órganos linfoides, deficiencia de linfocitos y alteraciones en la respuesta inflamatoria, dejando al cuerpo sin defensas frente a las arbovirosis. 

De tal modo, un cuerpo debilitado por carencias nutricionales tolera menos los episodios febriles y la deshidratación que conllevan estas enfermedades, lo que podría explicar por qué muchos enfermos refieren síntomas más intensos y prolongados en el brote actual. En adición, el comportamiento de las arbovirosis es un círculo peligroso: la malnutrición exacerba la infección y complica la evolución clínica, pero la infección también agudiza la primera por pérdida de apetito, mala absorción de nutrientes y mayor gasto metabólico. Es así como la fatiga posviral se prolonga semanas o meses, más aún ante la imposibilidad de suplementar la dieta de los convalecientes con proteínas, vitaminas e hidratación; algo difícil de lograr en la Cuba actual, donde incluso el huevo y la leche se han vuelto artículos de lujo para muchos hogares.

En suma, la confluencia de la epidemia de arbovirosis con la crisis de infraestructura y la inseguridad alimentaria ha configurado una nueva interconexión de colapsos en la policrisis estructural que viven los cubanos. La extensión de este flagelo representa un riesgo sanitario y social: un pueblo mal alimentado es un pueblo inmunológicamente indefenso; un pueblo enfermo no puede asistir a jornadas lectivas, laborales, productivas. Una fuente vinculada con el sistema sanitario en Cuba comentó a FMP que varios hospitales de la capital están trabajando con poco personal debido a las bajas por las arbovirosis. 

A corto plazo, las perspectivas son preocupantes. Mientras no se logre frenar la transmisión del dengue, chikunguña y oropouche, y no se mitiguen las causas subyacentes, es probable que la situación epidemiológica siga deteriorándose hasta generar fases de transmisión endémica continua de estas enfermedades, con picos estacionales cada vez más altos, de otro modo fácilmente prevenibles. Además, el hecho de que circule con mayor incidencia el serotipo DEN-4 del dengue, sumado a la gran proporción de la población que ya tuvo la enfermedad en el pasado, eleva el riesgo de más casos de dengue hemorrágico (la forma potencialmente mortal de la fiebre). Asimismo, la continua debilidad nutricional tiende a aumentar el riesgo de enfermedades oportunistas (como la tuberculosis) y de hacer resurgir enfermedades erradicadas (como la anemia severa, el escorbuto o avitaminosis), sobre todo en grupos marginados.

En este panorama se incrementa el riesgo de una sindemia en Cuba, fenómeno conocido como la interacción sinérgica entre múltiples epidemias o condiciones de salud —biológicas, sociales y ambientales— que coexisten en una población y se refuerzan mutuamente, agravando los efectos negativos sobre la salud individual y colectiva. 

En este caso, la policrisis estructural en Cuba combina la emergencia alimentaria, la sanitaria y la energética en una espiral difícil de romper. Aunque el Gobierno avance en ensayos clínicos de potencial paliativo o priorice la fumigación e higienización en zonas de mayor incidencia, esas medidas resultan periféricas si no van acompañadas de soluciones socioeconómicas más profundas. 

Mientras sean mayoría los cubanos que no pueden cubrir sus necesidades calóricas básicas, que experimentan inseguridad hídrica y energética, que sobreviven en una infraestructura colapsada, cualquier enfermedad, por leve que sea, tendrá efectos agravados. De continuar esa inercia, la sociedad cubana está expuesta a la normalización de niveles altos de enfermedades infecciosas antes bajo control, con una población cada vez más debilitada y menor capacidad de respuesta institucional. 

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