Cuando la pregunta sale, no hay santo que la conteste. ¿Qué hacen ustedes en las noches? Y la respuesta pasa de mirada a mirada y encogimiento de hombros. Eso hace suponer que allí, en Mabujina, el aburrimiento cunde.
“Y es así, porque se han olvidado de la diversión de los jóvenes de esta parte del mundo”, se oye decir.
“Aquí no existe la posibilidad de un centro recreativo y, es el motivo por el que los jóvenes se desvíen a hacer otras cosas, como la delincuencia”, afirma Yoelvis Pérez Lobato, uno de los tantos que dedica parte de su día a trabajar en el campo y a mantenerse entretenido de esa manera. “Es un trabajo agotador y me gusta”, reconoce, mientras se seca el sudor de la cabeza que a esta hora todavía suelta.
Por experiencia propia, Yoelvis conoce lo que es “recreación sana”. Por cuatro años trabajó de animador en el campismo Río Seibabo. De aquello sólo el quedan recuerdos: “somos tan fatales que en nuestra comunidad hay que ir a otros lados a recrearse”.
“A veces nos juntamos dos o tres y jugamos dominó o practicamos un rato fútbol, pero no tenemos un terreno para eso tampoco. Jugamos en el frente de una casa, en un solar que no es ni de uno”.
Entre ese piquete juvenil está Yoerkis Meneses Duarte. Un joven que sabe lo que es una zona WiFi porque las ha visto en la televisión. No conoce de la vida paralela que transcurre en Internet, tampoco de la comunicación constante vía celular, pues donde vive la cobertura es muy escasa o nula. Nunca ha visitado una discoteca, en el término exacto de la palabra, y ni siquiera ninguno de sus amigos lo imagina fuera de los campos de Mabujina, donde vive.
Él tampoco se ve alejado de un escenario donde las vacas, los caballos y las peleas de gallos no formen parte de su cotidianidad.
De todo lo que hace durante el día (preparar el caballo, darle vueltas al ganado, revisar la ceba de toros, fijarse en las vacas paridas) Yoerkis no puede encontrar una preferencia. Todas son el centro de su universo, le divierten. Y solo cambia un poco la cotidianidad si en los contornos del pueblo se aparece una “caravana”.
“Cuando viene un aparato de diversión ambulante, armamos torneos de monta de caballos y enlace de vacas. Y aunque uno no sea bueno pa´ eso, se defiende”, reconoce Yoerkis, medio cortado, con la modestia y la parquedad típica de los campesinos ante los extraños.
La citadina “fatalidad geográfica” cobró, en Mabujina, razón de ser. Y como cualquier pueblo aislado, sus habitantes se consuelan con el desconocimiento de una realidad que en las ciudades es común.
Este es un lugar donde se mezclan bellos paisajes naturales del macizo montañoso del Escambray con las penurias de un poblado alejado de la “civilización”. La última carretera asfaltada termina en Güinía de Miranda y de allí en adelante, hasta llegar a Mabujina, la ruta se hace a través de varios kilómetros de terraplén lleno de baches.
Las plantaciones de plátano son comunes. Las casas, deterioradas, están a varios cientos de metros (e incluso kilómetros) de distancia.
“Vivo en un lugar tranquilo y eso me gusta. Aquí somos un grupo grande de jóvenes y todos estamos pa´ lo mismo, que es el trabajo, jugar dominó, y alguna que otra vez ir a bailar al círculo del pueblo”, refiere Yoerkis.
El “círculo del pueblo” es un espacio pequeño improvisado, conformado por una estructura típica: cuatro palos que soportan un techo de yaguas y dentro un escenario de cemento donde se colocan los bafles.
¿Toman mucho alcohol por aquí?, preguntamos buscando un entretenimiento común a otros, que supongo tienen ellos también.
“Este pueblecito no es de muchos bebedores, porque acá hay pocos jóvenes que toman. Los más viejos sí toman. Les encanta venir al círculo a eso”, responde Yoerkis. Habrá que creerle.
Entre resignación y desconocimiento transcurren los días para los jóvenes en Mabujina. Ellos, en cambio, aplican su fórmula: música mexicana más merengue, y mucha música suave en las fiestas. Eso del regguetón no les interesa. Todavía no sabemos por qué.
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Jesse Diaz