A veces compara su vida con la de un cirquero. “No es muy diferente”, reconoce. “Nosotros llegamos a los pueblos en medio de los días de fiesta, llenos de luces y de colores. No por gusto son los niños quienes primero nos reciben. Lugares ha habido en los que los hemos tenido encima incluso desde que estábamos armando los aparatos”.
Por experiencia propia Leodanis Masías Vila sabe qué esperar durante los días siguientes a cada una de esas mañanas “de orfebrería”. El primer día se decide todo: se deben obtener los permisos de los gobiernos municipales y las direcciones de Cultura, asegurarse un buen sitio de trabajo para mientras dure el carnaval, además de un cuarto y un baño donde guardar los “chiliches” y descansar siempre que se pueda. Todo eso, sin demorarse en armar los aparatos, probarlos y hacer todas las conexiones para necesarias para que no falte la energía.
Aunque desde hace años sigue la misma ruta de poblados en las que presenta su maquinaria de juegos, sabe que nunca puede dar nada por sentado. “Este es un negocio en el que somos muchos y hay también mucho invento. Con la mayor facilidad del mundo tú puedes llegar a un pueblo en el que has trabajado toda la vida y toparte con que cambiaron las áreas de festejos, o que la gente que siempre te alquilaba ahora ya no lo hace o te dejó ‘colgado’ por otro que le pagaba más. Quien está en esto tiene que tener chispa”.
A sus 29 años de edad Leodanis lleva más de 14 trabajando como “carnavalero”, un término que engloba a todos aquellos que durante meses recorren buena parte del país desempeñándose en las fiestas populares. Entre ellos pueden encontrarse elaboradores-vendedores de alimentos, operadores de los más diversos aparatos de feria (como Leodanis), dueños de baños públicos, tatuadores y hasta adivinos.
Para su labor aprovechan la sucesión de festividades que, sobre todo en la mitad oriental de la Isla, se eslabona durante los meses de verano. Sus comienzos se producen en las provincias de Ciego de Ávila y Camagüey con la mayor parte de los carnavales municipales y las celebraciones en las ciudades cabeceras, a lo largo de junio. Más tarde las actividades festivas se trasladan hacia Las Tunas y Santiago de Cuba, en julio, y Holguín y Guantánamo, principiando agosto. El colofón de ese calendario tiene lugar desde mediados del octavo mes en las ciudades de Bayamo y Manzanillo, adonde se dan cita muchos como Leodanis y sus compañeros.
Resulta casi imposible completar un camino tan extenso sin escalas. En su caso, Leodanis debe tener en cuenta el mantenimiento periódico de las “maquinitas” y el trencito que le brindan el sustento. Son artesanales como el resto de los equipos, hechos con los más insólitos recursos y mucha inventiva. Pero por su propio origen obligan a un cuidado del que solo pueden dar fe sus dueños.
“Esa es una cuestión que nos tomamos muy en serio. Y no es porque de ahí salga nuestro dinero, sino porque somos responsables de las vidas de los niños. ¿Tú te imaginas que por una soldadura suelta o cualquier otra cosa se produjera un accidente? No quiero ni imaginármelo. Hay quien dice por ahí que a algunos solo nos interesa el dinero y no es así. Se gana bien pero no es para hacerse rico ni mucho menos. Y te repito, bastante dinero se nos va en mantener y mejorar los equipos, por no hablar de los impuestos, el pago del transporte, los permisos y todos los otros gastos que se presentan cuando se está en un pueblo ajeno. Es un saco en el que se mete mucho pero que también tiene un hueco tremendo en el fondo”.
Los cuestionan, sí, pero también son casi la única forma para que los niños de buena parte del país puedan montar un tiovivo, una estrella rotatoria o unos carritos locos. Una vez al año, para los pequeños ese es el verdadero significado del carnaval y es el que Leodanis va llevando de pueblo en pueblo.
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Jesse Diaz