Poco se puede comprender sobre lo que ha pasado en Cuba desde 1959 si no se le asume, en primer lugar, como una gran operación de mercadeo. Como el márquetin de un producto —en este caso de un sistema autocrático— con una etiqueta mágica («revolución») y una función no menos mágica, la de enfrentarse a Estados Unidos (función tan falsa, pero no menos eficaz, como la del falso nueve con que Guardiola conquistó un campeonato tras otro). Concentrémonos de momento en la etiqueta. Tocará en otro artículo hablar de la función, aunque adelanto dos preguntas elementales: en su enfrentamiento semicentenario con Estados Unidos ¿cuántos estadounidenses han perdido la vida o caído presos? ¿Y cuántos cubanos? Mientras se comparan las cifras, regreso al asunto de la etiqueta.
Es cierto que no podemos atribuirle a Fidel Castro la marca «revolución», puesto que estaba en circulación en Cuba desde hacía más de un siglo. Habrá que recordar que, incluso antes de las guerras independentistas, el anexionismo hizo amplio uso de la palabreja. En 1855 una junta anexionista declaraba, desde Nueva York, tras reconocer el fracaso momentáneo de sus planes: «la Revolución cubana no ha muerto. Ni siquiera se ha detenido un solo instante en el desarrollo sucesivo de todos los elementos que constituyen su totalidad, y le prometen el vencimiento en no muy lejano porvenir». Fulgencio Batista, un siglo después, se adjudicaba un par de revoluciones: la de septiembre de 1933 —tras el golpe que depuso al presidente provisional Carlos Manuel de Céspedes Junior— y la que luego llamó «revolución marcista» —tras su golpe de Estado en 1952—. Marcista con c, por haber ocurrido en marzo.
Lo que distinguió a Fidel Castro de sus antecesores fue su insistencia. Tras comprender el valor de la marca «revolución», no la abandonó. Mientras los sucesores de las Revoluciones francesa, mexicana o rusa a partir de algún momento empezaron a ver la revolución como hecho fijado en el tiempo, Fidel Castro le dio a la «Revolución Cubana» una dimensión eterna. Entendió el valor de la marca como mismo un farmacéutico de Atlanta, Asa Griggs Candler, comprendió el del nombre de la Coca Cola. Candler, coaccionista del elíxir medicinal patentado por el excoronel confederado John Pemberton en 1885, descubrió que, más allá del secreto de la fórmula, lo esencial era retener el nombre que la designaba. El nombre que mantuvo tras el paso de producto medicinal a bebida refrescante. Incluso a partir de 1929, año en que oficialmente la Coca Cola dejó de contener cocaína, la primera mitad del nombre se ha considerado tan o más vital que la segunda.
Muchos han discutido la pertinencia sobre llamarle revolución o dictadura a lo ocurrido en Cuba desde enero de 1959; yo entre ellos. Como si fueran procesos excluyentes. Nos hemos aferrado a la famosa definición de Hanna Arendt de que «la revolución no es otra cosa que la fundación de la libertad, es decir, la fundación de un cuerpo político que garantice la existencia de un espacio donde pueda manifestarse la libertad» para negarle al producto castrista su condición revolucionaria. Porque, hay que reconocerlo, la libertad nunca ha sido el fuerte del castrismo. El entusiasmo por la palabra libertad a Fidel le duró apenas dos semanas luego de la huida del tirano anterior. Bastaron las primeras críticas a la aplicación indiscriminada de la pena de muerte —castigo no incluido en la Constitución vigente en ese entonces— para que fustigara sin piedad a sus críticos. A cuatro semanas de su entrada victoriosa en La Habana, ordenó un boicot contra una revista humorística (Zigzag) que publicó una caricatura levemente burlona.
Si se excluye la libertad como compuesto esencial de la fórmula revolucionaria y nos atenemos a la definición no prescriptiva de «cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad» en «el ámbito social, económico o moral de una sociedad», lo ocurrido en Cuba en los diez años que siguieron a la llegada al poder de Fidel Castro clasifica, sin dudas, como revolución. Pero en lo que atañe a la cuestión de la libertad, definir el momento en que se completó el ciclo de cambios radicales —sea 1968 (fecha en que se estatizó por completo la economía) o 1976 (en el que se refrendaron los cambios con la adopción de una Constitución a la soviética)— importa menos que establecer los vínculos entre revolución y dictadura, entre cambio radical y dominación. ¿Revolución traicionada —como denunciaban los partidarios desencantados de los primeros años— o dictadura disfrazada de cambios? ¿Adulteró la Revolución su fórmula —cocacolescamente hablando— o siempre fue igual, con pequeñas adaptaciones al gusto del momento?
Ocurre algo curioso con los discursos de Fidel Castro. Su lenguaje puede ser acusado de sibilino o simplemente falaz, pero leídos a la distancia resultan bastante transparentes sobre lo que pensaba y pretendía en cada momento. Tomemos por ejemplo el más memorable de 1959. Aquel que pronunció justo a su llegada triunfal en La Habana el 8 de enero, recordado imperfectamente por la pregunta retórica «¿Armas para qué?». Si por su título oficioso podría confundirse con un alegato contra la posesión de armas, queda claro que su objetivo central fue desarmar literal y figuradamente a la otra fuerza en pugna por el poder, el Directorio Revolucionario «13 de Marzo», ¡sin mencionarlo por su nombre ni una sola vez! Más que «¿Armas para qué?», el discurso deberíamos titularlo «¿Armas para quién?». La respuesta, inequívoca, era que las armas pertenecían a quien hacía la pregunta.
Pero el famoso discurso del 8 de enero de 1959 no se trataba solo del monopolio de las armas, sino del copyright de la palabra revolución. La palabra y sus derivados se repetirían 96 veces a lo largo del discurso del «¿Voy bien, Camilo?» y las palomas del Espíritu Santo en el hombro del líder. Cuando Castro dice que «La Revolución tiene ya enfrente un ejército de zafarrancho de combate», está encarnándose como representación de la Revolución y refiriéndose a otra fuerza, que se llama a sí misma «revolucionaria», como enemiga potencial de la idea que Él encarna. Al Directorio en lo adelante no le quedaba otro remedio que someterse a la «Revolución» por la que había luchado por años o asumir el papel de «contrarrevolucionario». La misma disyuntiva que enfrentará el resto de los cubanos en lo adelante. Y se sometió.
A partir de entonces, Fidel Castro —dueño absoluto de la marca «Revolución»— se aseguró de que no importara cuáles fueran los componentes del producto, este se seguiría llamando igual. Poco interesó que las medidas tomadas en lo adelante reforzaran el poder del Estado y disminuyeran el de los ciudadanos; desde la Reforma Agraria hasta la Reforma Urbana —desde las nacionalizaciones a la disolución del Congreso, de los Partidos republicanos (excepto los comunistas del PSP) y la sucesiva confiscación de los medios de difusión masiva. O que se fuera alejando a toda velocidad de lo que la Arendt concebía como «la fundación de la libertad». No en balde ese 8 de enero frente a las 96 repeticiones de la palabra revolución, Castro mencionó la palabra libertad apenas ocho veces.
Revolución ha servido desde entonces para etiquetar un proceso que pasó de transformaciones radicales —aunque fuera para reforzar el Estado a costa de las libertades ciudadanas— al inmovilismo más desesperante. Como la Coca Cola, poco importa que se modifique la fórmula si el nombre se mantiene. Porque su uso no se limita a la propaganda del régimen. El concepto revolución se sigue imponiendo en cuanto artículo periodístico, documental televisivo o estudio académico que en cualquier parte del mundo intente abarcar la historia cubana desde 1959. La palabra dictadura parece reservada para el régimen de Batista y el totalitarismo se ve como un concepto obsoleto, reliquia de la Guerra Fría. Va siendo hora de que quienes vemos el asunto de otra manera nos apliquemos a inventar la Pepsi Cola.
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