¿Cómo ayudó La Habana a financiar la independencia de Estados Unidos?

Foto: elToque

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El 4 de julio, mientras el cielo de Estados Unidos se llena de fuegos artificiales y multitudes entonan el himno, casi nadie imagina que Cuba forma parte de la historia de libertad que hoy celebran.

Pocos conocen que, siglos atrás, cuando la independencia estadounidense estaba a punto de naufragar, La Habana apoyó la causa rebelde con algo más poderoso que los cañones: un gesto silencioso de generosidad que ayudó a cambiar el destino del país.

Mirar el pasado

Corría 1781. Habían pasado cinco veranos desde el 4 de julio de 1776 cuando los colonos firmaron su Declaración de Independencia en Filadelfia. Para entonces, la victoria americana pendía de un hilo. 

Aunque Francia ya estaba firmemente del lado de los colonos, con su flota y sus tropas profesionales combatiendo bajo el mando del general Rochambeau junto a George Washington, la situación del Ejército Continental seguía siendo extremadamente frágil. 

El Congreso norteamericano, encargado de sostener a sus soldados, enfrentaba una crisis financiera profunda: el comercio local estaba devastado, la producción agrícola afectada por años de conflicto, y la moneda continental se había depreciado casi hasta no tener valor.

Francia cubría los gastos de su intervención: pagaba a sus oficiales y mantenía sus barcos, pero no financiaba los salarios ni el aprovisionamiento diario del ejército estadounidense. Así, pese a contar con aliados europeos, las fuerzas norteamericanas seguían mal alimentadas, mal vestidas y, sobre todo, sin recibir paga. Para muchos, la guerra se había vuelto insostenible.

Ese fue el contexto en el que el almirante François de Grasse recurrió a La Habana en busca de fondos para continuar la campaña. La colecta rápida que se realizó allí involucró a autoridades coloniales, comerciantes locales y algunas familias habaneras que, incluso, entregaron joyas. Los historiadores aseguran que ese dinero permitió cubrir sueldos atrasados y adquirir la pólvora necesaria para mantener el asedio en Yorktown. 

Fue un aporte relevante dentro de un complejo entramado de préstamos, alianzas y urgencias que, en conjunto, terminaron por inclinar la balanza en favor de la independencia americana.

Más allá del mito

Francisco de Saavedra de Sangronis —un alto funcionario español destinado en Cuba— entendió la urgencia y movió cielo y tierra para reunir el dinero. El gobernador Juan Manuel de Cagigal abrió las arcas oficiales, pero la mayor parte de la ayuda salió de las calles y salones habaneros.

Comerciantes y hacendados, entre ellos mujeres, pusieron el resto, entregaron sus joyas, quizá sin sospechar que financiaban el nacimiento de un país.

Durante décadas, se repitió la historia de las «Damas de La Habana» como un relato casi novelesco: mujeres criollas que, con gesto solemne, depositaron sus joyas en cofres para financiar una guerra lejana. La leyenda fue tan poderosa que terminó eclipsando los matices y, en muchos casos, sustituyó la investigación con anécdotas románticas.

Sin embargo, los estudios históricos más serios han logrado separar el mito de la realidad. En su libro Las damas de La Habana y sus joyas (2015), el historiador cubano José Ramón Fernández Álvarez exploró archivos coloniales y halló registros parciales que confirman el fondo verdadero del episodio. 

Allí, el nombre Bárbara Beltrán de Santa Cruz y Aranda —llamada por el autor «la dama de la lista»— encabeza un registro de donantes que demuestra que al menos una mujer dejó constancia oficial de su aporte. El hallazgo desmonta la idea de que no existieran nombres, aunque al mismo tiempo deja claro que no existe un listado completo: muchos documentos se perdieron o nunca existieron.

Registro de donantes incluido en el libro: Las damas de La Habana y sus joyas

Sí está comprobado —por cartas, despachos y libros contables coloniales— que, en 1781, La Habana organizó una colecta extraordinariamente rápida que reunió más de un millón de pesos en horas, gracias a la coordinación del comisario Francisco de Saavedra de Sangronis, con fondos del gobernador Juan Manuel de Cagigal, aportes de comerciantes y joyas entregadas por ciudadanos particulares, incluidas mujeres como Bárbara.

El dinero fue embarcado en la fragata Aigrette y enviado rumbo a la bahía Chesapeake para sostener la ofensiva conjunta del general George Washington junto a tropas francesas en Yorktown. 

¿Llegó todo el dinero recaudado? ¿Se empleó exactamente como estaba previsto? Las fuentes disponibles no permiten afirmarlo con certeza. Existen lagunas documentales y cifras que varían según el cronista. Pero lo esencial está respaldado por la correspondencia diplomática y militar de la época: el apoyo proveniente de La Habana contribuyó a sostener el asedio que desembocó en la rendición británica el 19 de octubre de 1781, apenas dos meses después de la colecta, alterando de manera decisiva el curso de la guerra.

Más allá de adornos literarios o de lagunas inevitables en el archivo histórico, la participación de Cuba —y de habaneros concretos— en la guerra de independencia de EE. UU. fue un hecho tangible.

Sin aquel dinero reunido en la isla, sin esa combinación de urgencia, astucia política y solidaridad casi intuitiva, quizá la historia pudo haber tomado otro rumbo o quizá no, nunca se sabrá.

En la actualidad casi nadie recuerda que, en algún lugar del pasado, hubo un grupo de cubanos que apoyaron con sus ahorros la causa de la libertad de un pueblo extranjero. No hay un monumento en Washington D. C. que lo reconozca. Tampoco un capítulo destacado en los libros de texto de aquí o de allá.

Tal vez por esa razón vale la pena contar esta historia, porque muestra que la independencia de un país rara vez es obra exclusiva de sus héroes y que a menudo se levanta sobre las manos silenciosas de quienes no aparecen en las estatuas. 

Este 4 de julio convendría recordar que un pedazo del nacimiento de Estados Unidos se escribió en La Habana.

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